Desperdiciar menos, imaginar más

Mariana Ortiz escribe sobre la manera que tenemos para afrontar el problema —tan abrumador en ocasiones— del desperdicio de comida.

Texto de 14/12/22

Mariana Ortiz escribe sobre la manera que tenemos para afrontar el problema —tan abrumador en ocasiones— del desperdicio de comida.

Tiempo de lectura: 4 minutos

Pienso en cuánta comida se desperdicia al año y los datos que encuentro son abrumadores: en 2019, según la ONU, al menos 931 millones de toneladas de alimentos se desperdiciaron, es decir, el 17% del total de alimentos disponibles. Ese mismo año, 690 millones de personas fueron afectadas por el hambre, y 3 mil millones no pudieron pagar una dieta saludable. Aunque los números reflejan una era preCOVID-19, el escenario actual —marcado por una pandemia que aceleró las desigualdades entre personas y entre países— no pinta para que estos números mejoren. La FAO estima que las personas afectadas por el hambre aumentaron a 828 millones y que quienes no pueden pagar o tener acceso a una dieta saludable llegaron a ser 3100 millones. No hay forma, al menos no una sencilla, en la que los números dejen de incrementar.

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Cuando empezó la pandemia, como todos, me recluí en mi departamento. En aquel entonces —parece un tiempo más lejano de lo que en realidad es— vivía sobre Avenida Coyoacán, en la colonia Del Valle, en un espacio compartido con tres personas. Conforme los días se iban acumulando, mientras todas estábamos en la casa sin poder salir, me di cuenta de que la tarea de bajar las bolsas repletas de papeles, envases, plásticos, envolturas y comida echada a perder se iba convirtiendo en algo que debía hacerse más de una vez a la semana. Dos, tres, hasta cuatro, si queríamos evitar el pronto olor a podrido. 

Esa acumulación de basura no estaba en las preocupaciones de mi día a día —había un virus que amenazaba con no perdonar la vida de mis abuelos—, pero sí llamaba mi atención toda la comida que estábamos botando, tan fácil como la adquiríamos en el súper. (A menudo escuchaba cómo mis roomies se quejaban desde la cocina: ya se echó a perder el pollo entero, la leche ya no sirve, los champiñones ya huelen feo). Y supongo que, en buena medida, lo ignoraba por un inmenso privilegio de clase que ahora reconozco. Confieso, con cierta vergüenza, que me llegó a pasar a mí más de una vez: en una ocasión, compré un paquete de fresas porque se me antojaron para desayunar, olvidé que las tenía y cuando las noté días después, un hongo en forma de algodón ya las había vuelto incomestibles; en otra, cociné un sobre de arroz instantáneo, me serví una pequeña porción y guardé el resto para otro día, cuando encontré el tóper al fondo del refrigerador, semanas o quizá meses después, ese arroz ya tenía una especie de baba que tan solo de ver me provocaba ganas de vomitar. 

“Como dije, había estado interesada en el desperdicio de comida —solo con tal de evitarlo en lo posible en casa—, sin embargo, no lo percibía como un asunto político y social del que hay que hablar”.

Como dije, había estado interesada en el desperdicio de comida —solo con tal de evitarlo en lo posible en casa—, sin embargo, no lo percibía como un asunto político y social del que hay que hablar. No lo veía así, hasta que un dato me caló: según la organización Banco de Alimentos de México (BAMX), un tercio del alimento producido en el país se desperdicia: 38 toneladas por minuto. Esto quiere decir que cada minuto se tira comida a la basura que bien podría alimentar a 25.5 millones de personas.

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Las respuestas genéricas en torno al desperdicio de comida se relacionan con acciones individuales que valen muy poco frente a una industria que a diario tira alimentos al por mayor. Sí sirve que yo no desperdicie comida —que reflexione sobre lo que es tirar cosas por las que pagué y no me comí—, pero sirve aún más que el sector restaurantero realice esfuerzos para que en su cadena de producción el despilfarro de alimentos sea el mínimo aceptable. Pues es cierto: de este problema somos todos responsables; por supuesto, en distinta medida. Y cualquier solución, solo vendrá de la imaginación de quienes estén dispuestos a buscar en donde nunca nadie más ha buscado.

“Pero el desperdicio, que mantiene la calidad de aquello que sí es utilizado, no es basura per se, se trata de un paso previo en donde los consumidores aún pueden inferir en la decisión de deshacerse de eso o conservarlo, ver de qué manera restaurarlo”.

Las narrativas del desperdicio se han centrado en complacer, de una u otra manera, a un sistema de producción que premia la cantidad antes que la calidad. Y eso ha repercutido en que se mire al desperdicio como un sinónimo de basura, como algo que no merece la pena ser rescatado, algo que ya perdió su esencia. Pero el desperdicio, que mantiene la calidad de aquello que sí es utilizado, no es basura per se, se trata de un paso previo en donde los consumidores aún pueden inferir en la decisión de deshacerse de eso o conservarlo, ver de qué manera restaurarlo.

Así, en medio de todo este caos, Cheaf nació en el verano de 2020 con la intención de redirigir los excedentes de alimentos bajo el concepto de “paquetes sorpresa”. Se trata de una aplicación móvil en la que los usuarios pueden conseguir alimentos, “rescatarlos” de los restaurantes o comercios que deben deshacerse de ellos, pagando hasta un tercio de su precio original. No solo es otra app de comida, sino más bien es la utilización de la tecnología que conocemos para crear puentes que nos permitan llegar —y no lo digo como metáfora: llegar caminando, en bicicleta incluso— a otros lugares que no sabíamos que estaban ahí y que pueden resultar de mucha ayuda, si lo que queremos es construir un futuro menos devastador.

La historia de Cheaf es curiosa: comenzó como un grupo de WhatsApp con 30 personas preguntándose cómo hacer para evitar desperdiciar comida, qué sobraba en los restaurantes, cómo podían armar un paquete, de qué lugar había más excedentes, entre otras cosas. Hoy cuenta con 300 mil usuarios y cadenas como El Globo, Sanborns, Maison Kayser, entre otros 900 restaurantes y comercios dentro de la Ciudad de México, así como en Guadalajara, Puebla, Monterrey, Toluca, entre otras. 

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“El desperdicio de comida no se vuelve un problema social y político, sino hasta que volteamos a ver a nuestro alrededor y es devastador”.

Quizá no todo esté perdido: tal vez en un futuro sean más las empresas que fijen sus ojos en algo más que la acumulación de capital; tal vez en ese horizonte podamos imaginar que nadie pasa hambre o que nadie tiene que hacer sacrificios inhumanos con tal de comprar algunos productos de la canasta básica. El desperdicio de comida no se vuelve un problema social y político, sino hasta que volteamos a ver a nuestro alrededor y es devastador. Si el objetivo es desperdiciar menos, habrá que imaginar más. EP

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