En ningún sistema federal la relación entre niveles de gobierno transcurre sin conflictos, pero en México no hemos logrado que los gobiernos estatales conserven su autonomía sin aplastar a sus contrapesos democráticos. Hoy, la nueva administración federal enfrenta a una mayoría de gobiernos estatales de partido diferente al suyo, aunque cuenta con mayorías en ambas cámaras y en las legislaturas estatales.
Entre la sumisión y la rebeldía: Responsabilidades de los gobiernos locales
En ningún sistema federal la relación entre niveles de gobierno transcurre sin conflictos, pero en México no hemos logrado que los gobiernos estatales conserven su autonomía sin aplastar a sus contrapesos democráticos. Hoy, la nueva administración federal enfrenta a una mayoría de gobiernos estatales de partido diferente al suyo, aunque cuenta con mayorías en ambas cámaras y en las legislaturas estatales.
Texto de Guillermo Máynez Gil 06/03/19
Un problema añejo
En la novela Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno, cuya acción se ubica a mediados del siglo xix, ante la ola de asaltos violentos que sufre la diligencia México-Veracruz, el gobierno federal exige al estatal que atienda el problema. El estado se rehúsa con el argumento de que el camino real, donde ocurren los asaltos, es jurisdicción federal. No así, responde la federación, los cerros adyacentes de donde salen y a donde huyen los bandidos. Ante la esgrimida falta de recursos del estado, el gobierno federal crea un cuerpo especial de policía, desgraciadamente al mando del tornero Evaristo, precisamente el jefe de la banda. Liberados de la necesidad de asaltar, los nuevos “policías” se dedican a extorsionar, ya no a algunas diligencias, sino a todas las que pasan por ahí. Pronto, Evaristo y su banda están involucrados en una operación mayor de crimen organizado, dirigida por un miembro del Estado Mayor Presidencial, alias “Relumbrón”, que opera en el centro-sur del país y cuenta con fraude inmobiliario, lavado de dinero, juego, prostitución, secuestro, falsificación de moneda y asaltos especializados, por ejemplo a los ingenios de Morelos. Los estados no pueden hacer frente al dinero y poder de fuego de bandas que, para colmo, reciben protección federal.
Si suena deprimentemente familiar, es porque seguimos sin resolver una situación que se encuentra en el origen de la transformación de una célula criminal en una industria: la inexistencia de una relación funcional, no basada en la rebeldía o la sumisión, entre los gobiernos estatales y la federación. Un apunte histórico adicional: en su magistral Juárez y Díaz, Laurens B. Perry describe con detalle el dilema central de la administración Juárez, desde la guerra de Reforma, pasando por la Intervención Francesa, hasta la República Restaurada. En el caos de los conflictos armados los gobernadores tuvieron que hacerse de recursos financieros, hombres y armas, si querían sobrevivir al constante cambio de fortuna de los bandos en pugna. Había elecciones, pero no había las menores condiciones para que se desarrollaran partidos políticos aglutinadores de intereses y opiniones, en un entorno de funcionamiento rutinario de la administración, los servicios públicos y la vida productiva. Aquí, y desde luego en la primacía rotunda de lo local sobre lo nacional, en un país apenas en proceso de formar su identidad, poco alfabetizado y carente de tecnologías modernas de comunicaciones, reside el dilema: si Juárez dejaba que la dinámica local fluyera “libremente”, sin intromisión del centro, los caciques locales (de los cuales eran jefes los gobernadores fuertes) imponían condiciones y para todo efecto práctico torcían las elecciones en su favor. Esto tendía a producir gobiernos rebeldes o, como se dice hoy, notablemente “empoderados”. Para que esto no ocurriera, por lo menos no del todo, Juárez se veía obligado a imponer candidatos elegidos por él y respaldados de manera claramente extralegal con recursos de la federación. Así, traicionaba su intención de centrarse en el imperio de la ley como atributo central de la república y daba argumentos a sus enemigos, que lo caracterizaban de centralizador y de perpetuarse en el poder.
Porfirio Díaz “resolvió” el problema sin límites legales y sin rubores, fortaleciendo a los “jefes políticos” que le reportaban directamente e imponiendo una paz, desde luego no desdeñable y de hecho ansiada tras décadas de desorden, pero basada en buena medida en la represión, más que en la solución más o menos democrática de los conflictos. Por supuesto, Díaz no resolvió el problema de fondo, ni es seguro que hubiera podido, sino que lo mantuvo latente. Bajo la permanencia y la osificación de las élites políticas centralizadoras, se empolló el huevo de la serpiente de un estallido mayúsculo y casi repentino de lo local, que llamamos Revolución Mexicana; el colapso institucional total de un sistema normativo, formal e informal, sin vías de evolución gradual y pacífica ni de mecanismos ordenados para la rotación de élites.
Los gobiernos priístas mantuvieron y refinaron la política de Díaz. El control central de los gobiernos estatales favoreció la ejecución de proyectos a gran escala y la creación de instituciones nacionales con un mínimo de fricciones en ese frente. Todavía Carlos Salinas, durante cuya administración el PRI perdió por primera vez una gubernatura, retuvo amplios poderes de hecho para forzar la renuncia de gobernadores problemáticos. Esta posibilidad terminó con Ernesto Zedillo, quien fue incapaz de lograr que Roberto Madrazo renunciara a la gubernatura de Tabasco, en un sexenio en el que además se “devolvieron” facultades relevantes a los estados, como el ejercicio del presupuesto magisterial.
De ahí en adelante, los gobernadores han disfrutado de un amplio margen de autonomía frente al gobierno federal. No absoluta, desde luego, porque aún son excesivamente dependientes de transferencias federales, muchas de las cuales están supuestamente “etiquetadas” y cuya recepción involucra frecuentes fricciones. Sí muy amplia, porque el presidente no ha tenido mayorías en el Congreso de la Unión y porque los gobernadores sí hacen lo que los presidentes recientes no han podido: controlar, con frecuencia por la vía de la corrupción, a sus contrapesos legislativo y judicial, y tristemente muchas veces a los medios de comunicación y organizaciones sociales, con un ingrediente añadido de intimidación y a veces violencia.
¿Dónde está el origen profundo de este problema? En ningún sistema federal la relación entre ambos niveles de gobierno transcurre sin conflictos frecuentes y a veces serios. Es de esperarse y las leyes prevén canales legales e institucionales para procesar dichas diferencias. El problema en México es que no ha sido posible encontrar un modelo generalizado de relación en el que gobiernos estatales, en particular de oposición, mantengan sus espacios de autonomía sin avasallar, a su vez, a los contrapesos democráticos internos. Ámbitos como la seguridad pública, el arreglo fiscal y el medio ambiente muestran con crudeza que la oscilación entre sumisión y libertinaje ha resultado perjudicial para la población.
El reto 2019 – 2024
La administración federal entrante se enfrenta a un reto inédito: una mayoría abrumadora de gobiernos estatales de partido diferente al suyo. Pero, también por primera vez tras la Revolución, una mayoría de gobernadores de oposición tienen delante un gobierno federal con amplias mayorías en ambas cámaras e incluso en las legislaturas estatales.
Al comienzo de la administración de Andrés Manuel López Obrador, de 32 entidades federativas 13 son gobernadas por el PRI, 10 por el PAN, cuatro por Morena, dos por el PRD, una por el PES, una por MC y un independiente. Es decir, en principio el presidente sólo tiene cuatro gobernadores de su partido (cinco si añadimos a Cuauhtémoc Blanco, gobernador de Morelos postulado por el pes en el marco político de la alianza para su candidatura). En el caso de los dos del PRD, que de alguna manera podría ser considerado cercano ideológicamente a Morena, uno de ellos ha sostenido un enfrentamiento con la federación por una causa tan grave como los bloqueos de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación a las vías ferroviarias en Michoacán. En cuanto a los congresos locales, Morena y sus aliados tienen mayoría absoluta en 16 entidades y en tres más están a tres votos o menos de alcanzarla, como se muestra en la siguiente tabla.
En las legislaturas estatales sólo 10 gobernadores cuentan mayoría absoluta o están muy cerca de alcanzarla. De ellos, cinco son de oposición, todos panistas excepto el de Jalisco, que sólo logra la mayoría si su partido mc se alía con el pan. Ningún priísta. Por supuesto, los gobernadores han tenido muchos recursos para cooptar adversarios y sacar adelante las cuentas públicas y otras piezas legislativas, pero la importante presencia de Morena y sus aliados en prácticamente todas las legislaturas estatales augura un futuro menos promisorio. Adicionalmente, de los gobernadores de oposición con mayoría local el de Baja California concluye su mandato en octubre de 2019.
Estamos, pues, frente a un escenario en el que, por lo menos en la primera mitad del sexenio, los impulsos centralizadores que ha venido mostrando la administración tendrán muchas posibilidades de avanzar. De hecho, es muy probable que de alguna manera los resultados electorales reflejen el apoyo de muchos votantes a dichos impulsos. Hay buenas razones para ello: con las excepciones que se quieran, el experimento federalista mexicano ha sido un fracaso que pone en tela de juicio algunos supuestos de la teoría democrática. En efecto, durante décadas se afirmó, con argumentos sólidos, que la fuerte centralización del país inhibía el desarrollo democrático al alejar demasiado de los ciudadanos el proceso de toma de decisiones. Por lo tanto, dejar más libre el juego político y la gobernación en el nivel local incentivaría una mayor participación, no sólo electoral, sino ciudadana en general.
En principio, así fue. Las distintas regiones comenzaron a manifestar sus propias dinámicas políticas, los partidos perdieron y ganaron elecciones sin mayores problemas en la transmisión del poder y la alternancia se volvió costumbre en casi todo el territorio. Tristemente, el ejercicio de los recursos y las prácticas cotidianas no necesariamente fueron mejores que en la época de centralización. La corrupción, la violencia de Estado y la incompetencia no estuvieron ausentes, ni mucho menos, pero el presidente de la república fungía como juez del desempeño y, cuando éste rebasaba lo políticamente aceptable, podía poner remedio expedito, así fuera cosmético. El PRI también vigilaba que hubiera una cierta rotación de grupos en el poder a nivel local, para dar salida a inquietudes y ambiciones.
Tras la pérdida de la figura presidencial rectora y de la uniformidad partidista, con el pretexto de la soberanía estatal, leyes de coordinación fiscal laxas y prácticas discrecionales, más el despilfarro de excedentes petroleros en la época de precios altos, los gobernadores abandonaron (desde luego, con algunas excepciones) cualquier asomo de práctica democrática y se dedicaron a los negocios, invitando a partidarios y opositores en pactos, expresos o tácitos, de impunidad. También se dejó de lado todo pudor: en Coahuila un hermano sucedió a otro. El mal ejemplo de Vicente Fox y Martha Sahagún cundió y comenzó la práctica de impulsar a cónyuges como sucesores: los grupos en el poder intentaban a toda costa perpetuarse, en perjuicio de la rotación que solía existir, sin idealizar el pasado en ese o en cualquier otro rubro.
Más allá de los efectos que puedan haber tenido los notables avances tecnológicos de las últimas décadas (dispositivos para un transporte más limpio, trámites por internet, cámaras de seguridad accesibles y similares), no parece que la calidad de los gobiernos se haya incrementado y en muchos casos ha empeorado. Rebasaría el espacio de este artículo hacer un estudio comparativo de los índices de desempeño en áreas específicas de competencia estatal y municipal, pero el comportamiento de la seguridad pública puede bastar para mostrar el deterioro. Si acaso, puede decirse que la apertura económica y comercial dejó claras las capacidades de cada estado: aquellos ubicados estratégicamente, con clases empresariales más abiertas a la modernidad y a los retos, e incluso con gobernadores avispados y ágiles, lograron capitalizar las oportunidades, sobre todo el TLCAN, y crear círculos virtuosos que esbozaremos más adelante.
Aun así, ni eso los salvó del rápido deterioro de la seguridad y en muchos casos la prosperidad atrajo a grupos criminales insaciables y despiadados. El caso de Guanajuato es paradigmático: de 2009 a 2014, la tasa de crecimiento medio anual de su PIB fue de 5.5%, superior a la media nacional de 3.3% y al 3.1% estatal del quinquenio anterior pero, como muestra la gráfica de The Economist que se incluye a continuación, la tasa de homicidios subió inmediatamente después. En Colima, un crecimiento promedio de 3.7% de 2005 a 2011 fue seguido por un alza en la tasa de homicidios, hasta convertirse en la más alta del país en octubre de 2018: 58.84 por cada cien mil habitantes.
Décadas de presidencialismo parecen haber dejado una idea entre muchas personas, de que el presidente puede resolver muchos más problemas de los que en realidad puede y de que el experimento democrático y federalista no ha servido para mejorar la calidad de vida. Incluso entre clases medias y altas el anhelo de alguien que “ponga orden” parece haberse manifestado en la mayoría de que dispone la actual administración. Ese es el mandato de los electores, en un proceso que difícilmente puede ser tachado de no auténtico y libre. El problema es que un regreso a la centralización aguda no va a resolver los problemas que no resolvió durante décadas, menos ahora que la gente se ha acostumbrado a opinar e intervenir en los asuntos locales con mucha más libertad que en el pasado. Es un falso dilema el que plantea la dicotomía centralismo-buen gobierno vs. federalismo-mal gobierno. No tiene por qué ser ni fue siempre así y podemos encontrar ejemplos de ello actualmente, pero indudablemente, en general, la idea de que lo local se gobierna mejor desde lo local deja muchas dudas en muchos lados.
Dado que la centralización no es deseable ni, en todo caso, se alcanzará sin fuertes resistencias que pueden resultar en conflictos altamente destructivos (y ojalá el caso de los bloqueos en Michoacán no se repita), pero que tampoco la “federalización” ha funcionado bien, es imprescindible empezar a aportar ideas para la construcción de una relación funcional, adaptable y dinámica entre los gobiernos municipales, estatales y el federal, en el que cada orden de gobierno atienda los asuntos que, por su escala y ubicación, estaría mejor preparado para atender. Hubiera sido deseable que esto ocurriera cuando los gobiernos federales tenían menor vocación centralizadora, por ejemplo en el largo periodo de bonanza petrolera, pero no se hizo y ahora, si los gobiernos estatales de oposición no quieren ser arrasados por esta ola, tendrán que hacerlo contra reloj y con muchos obstáculos de por medio.
Los varios Méxicos
Antes de presentar cualquier propuesta general que señale soluciones, es necesario tomar en cuenta que las entidades federativas de distintas regiones parten de un conjunto de problemas muy diferentes, y podemos agruparlas en dos regiones separadas por la presencia, o no, de un círculo virtuoso: inversión extranjera, mercados laborales formales, nivel educativo, innovación y conectividad (física e informática), se encadenan para generar tasas de crecimiento que triplican el promedio de los estados donde no existe esta cadena, y que consecuentemente tienen tasas de pobreza mucho menores.
Desde luego, en cada una de estas dos regiones y en cada entidad existen fuertes disparidades: no es lo mismo la zona metropolitana de Querétaro que la Sierra Gorda, ni la Comarca Lagunera que las sierras de Durango y el desierto de Coahuila. En la región sur Quintana Roo es la excepción en muchos indicadores, pero es indispensable apuntar que los buenos números de este estado no parecen ser sustentables a largo plazo, dado que su estrategia de desarrollo ha sido depredadora de los propios recursos naturales y socioculturales que la hacen atractiva para el turismo, en particular el extranjero, su principal fuente de inversión, ingresos y empleo.
Así, la presencia o ausencia de este círculo virtuoso explica en buena medida (si no es que fundamentalmente) el grado de desarrollo actual y potencial de cada estado. ¿De dónde surge ese encadenamiento de factores que resulta en tasas de crecimiento altas y sostenidas? Todo parece indicar que de la mayor o menor participación de cada estado en los mercados formales e internacionales o, dicho de otro modo, el país está dividido en una zona TLCAN (ahora TMEC) y una zona (auto) excluida del mismo. Las relaciones causa-efecto entre los distintos factores son complejas, pero la correlación con la vinculación de las economías locales con estos mercados es clara.
En efecto, los estados “integrados” reciben más inversión extranjera directa, que busca aprovechar las ventajas arancelarias y similares de los tratados de libre comercio; su sector laboral formal es mucho más amplio porque es muy difícil participar en los mercados internacionales desde la informalidad; su ingreso laboral, es decir el que proviene exclusivamente del trabajo excluyendo remesas y transferencias, es mucho mayor porque las empresas ligadas al comercio internacional pagan mejor, lo que se traduce en tasas de pobreza general y extrema menores; la productividad del trabajo es mayor por la misma razón, con excepción de Tabasco y Campeche por la declinante presencia de la actividad petrolera; la duración y calidad de la educación es mayor, otra vez porque las empresas integradas exigen mejor preparación; se generan más patentes y otras innovaciones y la conexión a internet es mayor, porque así lo demanda, también, la actividad internacional.
Desde luego, esto no quiere decir que todas, y ni siquiera la mayoría, de las empresas de la región norte-centro tengan algo que ver con el comercio internacional: basta con que un número suficiente lo hagan para que la mayor formalidad (y por tanto prestaciones sociales), nivel educativo y masa salarial impacten favorablemente a las actividades no comercializables a nivel internacional, como el comercio local y los servicios, aunque cabe apuntar que incluso estos últimos pueden beneficiarse de la apertura y de la relativa mayor movilidad de personas, como lo atestiguan el éxito del sector privado médico en la zona fronteriza y las zonas que reciben migrantes de ingreso medio-alto (Ensenada, San Miguel de Allende, Ajijic). Dado este diagnóstico, la solución a la pobreza y la desigualdad entre regiones parece simple: hay que integrar a las entidades aisladas a los mercados internacionales. Incluso si esto fuera posible de un plumazo, las condiciones externas lo dificultarán en el corto y mediano plazos: los flujos de comercio internacional se vienen frenando a nivel global, el proteccionismo regresa por sus fueros en muchas regiones, entre ellas Estados Unidos, nuestro principal mercado de exportación e importación, pero sobre todo hay dos conjuntos de factores internos cruciales, uno estructural y otro político.
El primero tiene que ver con condiciones físicas y con la oportunidad, el timing. Las entidades que se integraron lo hicieron en un momento en que había mucha menor preocupación social por los efectos socioambientales del desarrollo industrial tradicional y en regiones que ya de por sí estaban mejor preparadas en términos de mentalidad, geografía e infraestructura. La composición étnica, la orografía, la ubicación y la fragilidad de los ecosistemas hacen más difícil conectar a Oaxaca y a Chiapas que a Guanajuato o Aguascalientes. Eso no quiere decir, de ninguna manera, que los estados con fuerte presencia indígena estén condenados a la pobreza, sino que las habilidades de negociación, el diseño de las inversiones y la llegada de capital foráneo tienen que ser manejadas con persuasión y originalidad a partir de voluntad política y sensibilidad. De hecho, los propios factores socioambientales de la región sur —y de todo el país, por cierto— deben dejar de ser vistos como freno al crecimiento, dado que son activos cruciales para alcanzar un modelo de desarrollo mucho más sustentable y justo. Esto, desde luego, exige creatividad y regulación inteligente.
Aquí entra el segundo factor, que nos regresa a las posibilidades de una relación sana entre estados y federación: por las razones que sean, la presente administración federal no está convencida de las bondades de la integración comercial internacional, por mucho que haya apoyado la continuidad de la zona de libre comercio de América del Norte. Lejos de tener un plan para ir liberando a estados como Campeche y Tabasco de la dependencia petrolera, la intención parece ser precisamente reforzarla y, aunque la agenda ambiental brille por su ausencia en los planes del nuevo gobierno, muchos grupos de izquierda sí la tienen como prioridad, lo que puede dificultar el avance de proyectos como el Tren Maya o el Corredor Transístmico, por muchas razones más que atendibles.
Una posible agenda
Si las condiciones externas dificultarán la opción anterior de integración, si casi todos los gobernadores se encuentran en una situación política precaria y si el gobierno federal suma un impulso centralizador a una falta de convicción sobre la necesidad de mayor apertura e integración, ¿qué deben hacer los gobernadores para mantener espacios de autonomía que redunden en beneficios para sus gobernados? Hay un conjunto de opciones, algunas obvias, que podrían apuntar hacia una estrategia efectiva.
1. Gobiernos locales honestos. Como se ha dicho, la centralización de la toma de decisiones y el ejercicio de los recursos —encarnado ahora en la propuesta de los súperdelegados federales, representantes únicos del gobierno federal que estarían a cargo del ejercicio directo de las transferencias federales que forman la gran mayoría de los recursos estatales— tiene apoyo popular y razones para existir que surgen de la enorme y despiadada corrupción de la generalidad de los gobernadores recientes. La burra no era arisca. Tomará tiempo, pues ya se sabe que perder la confianza es fácil y recuperarla es difícil, pero si los gobernadores quieren tener margen de maniobra, apoyo de sus conciudadanos y, eventualmente, más recursos, es indispensable que los votantes comiencen a percibir de inmediato por lo menos la voluntad seria de gobernar con mínimos de honradez y transparencia. A su vez, los gobernadores requieren un respiro: en buena medida la corrupción, tanto en lo municipal como en lo estatal, proviene de una arraigada concepción patrimonialista del poder político, es decir, que la primera obligación de un gobernante es favorecer a parientes, amigos y simpatizantes con dinero, ya sea en forma de empleos, contratos, subsidios y otras prebendas. Apenas se instalan en sus oficinas, gobernadores y alcaldes comienzan a recibir presiones de todo tipo para el nuevo reparto del pastel. Mucho tiene que ver en esto el pésimo diseño y la peor observancia, de las leyes electorales, que convierten las candidaturas en subastas cuyo costo hay que pagar a los grupos de poder locales. A reserva de que se reforme la legislación electoral, los gobernadores locales deben resistir estas presiones, sumarse a los mecanismos ya existentes de transparencia y contraloría social y aguantar el vendaval de reproches de allegados, por medio de alianzas reales con organismos empresariales, organizaciones de la sociedad civil, la ciudadanía en general, y de una política de comunicación efectiva para este efecto, tanto en los medios convencionales como en las redes sociales, informando en vez de hacer propaganda hueca.
2. Esfuerzo recaudatorio. La tabla que se presenta a continuación, elaborada por el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria A.C., pinta una situación compatible con la caracterización anterior de las dos macrorregiones de México. Como en el dilema del huevo y la gallina, es difícil encontrar el origen del enredo y más bien se trata de otro círculo, virtuoso o vicioso. Los ocho estados con mayor recaudación per cápita de impuestos y derechos locales están en la zona Norte-Centro: CDMX, Nuevo León, Querétaro, Baja California Sur, Baja California, Quintana Roo (la consabida excepción), Chihuahua y Coahuila; los ocho peores están en la zona Sur: Guerrero, Oaxaca, Hidalgo, Michoacán, Chiapas, Veracruz, Tlaxcala y Tabasco. En recaudación por agua y predial la situación es casi idéntica. Seguir dependiendo de las buenas relaciones con el gobierno federal para recibir aportaciones y participaciones no parece ser una estrategia viable para los gobernantes locales, a menos que estén dispuestos a ceder prácticamente en todo. Es imposible e indeseable que los estados se liberen del todo de estas transferencias, pero tampoco es aceptable la corrupción e impunidad que han prevalecido en el ejercicio de los recursos de toda índole. Claramente, los gobernadores y alcaldes deben hacer un esfuerzo mucho mayor por recaudar internamente, pero esto sólo será posible si los recursos regresan, tangiblemente, como beneficios a la población. Si ello es así, habrá mejores argumentos en contra de intromisiones, posiblemente anticonstitucionales, de los delegados federales. Si no, será muy difícil que tengan apoyo popular para mantener su autonomía presupuestal.
3. Democracia local y rendición de cuentas. La teoría democrática predecía que una mayor cercanía en el ejercicio de gobierno redundaría en una mayor y mejor respuesta a necesidades locales, pero esto no ocurrió porque todos los partidos (con excepción de algunos militantes, escasos e ignorados o reprimidos) se sumaron al reparto de contratos y privilegios. Los gobernadores corruptos estuvieron más que contentos de repartir negocios a cambio de impunidad, con lo cual la propia alternancia se convirtió en una farsa. Anulado el papel equilibrador de congresos locales y poderes judiciales, otros contrapesos como los medios de comunicación y las organizaciones civiles sufrieron, en el mejor de los casos el desprecio y, en el peor, la represión violenta de los gobiernos y sus aliados y beneficiarios. La valentía con que en la prensa nacional se denuncian abusos y corruptelas, adquiere verdadero carácter de heroísmo y martirologio en muchas entidades. Desde luego, la precondición para que los gobernadores renuncien a los pactos de impunidad es que el ejercicio del Poder Ejecutivo local se ciña a las leyes y a la ética, lo cual parece imposible en el caso de algunos gobernadores que se acercan al final de sus mandatos, improbable en el de quienes ya le vendieron su administración a los participantes en dichos pactos y solamente deseable en el caso de administraciones entrantes. Aquí entra en juego el papel de las dirigencias nacionales de los partidos políticos que, en beneficio de su propia supervivencia, deberían exigir a sus representantes en los poderes locales generar las condiciones para que los votantes apoyen sus intentos de preservar la autonomía. Desgraciadamente, el estado lamentable y fragmentado en que se encuentran dichos partidos de oposición les resta autoridad política, pero es indispensable que hagan de este tema una bandera prioritaria.
4. Alianzas locales. En sustitución de los pactos tácitos de impunidad, los gobernadores deberían impulsar pactos explícitos en contra de la misma, principalmente con los alcaldes, pero también con organismos empresariales, de la sociedad civil y medios de comunicación. Otra opción es concertar convenios de colaboración con organismos nacionales e internacionales, que funjan como vigilantes auxiliares de su cumplimiento. Salvo en el caso de verdaderos sociópatas, parece obvio que es mucho mejor una vida posterior al gobierno en que los exfuncionarios gocen de prestigio y libertad, que vivir a salto de mata o refugiados en el cinismo y la negación. Nada hace pensar que un ejercicio de gobierno honesto y eficaz vaya a redundar después en pobreza y olvido. Todo lo contrario. Un subproducto altamente deseable de estas alianzas podría ser el desarrollo metropolitano armónico. Crecientemente, las aglomeraciones urbanas abarcan más de un municipio, en algunos casos pertenecientes a más de un estado, como el caso de La Laguna y el Valle de México. Los costos de transacción asociados a las fricciones entre demarcaciones son muy altos, incluso en vidas: cambios de transporte al cruzar fronteras, falta de cooperación entre policías, planes de desarrollo urbano incompatibles, ruptura de conectividades y otros problemas deberían resolverse mediante alianzas de este tipo.
5. Alianzas entre gobernantes. Para los gobernadores de oposición, el enfrentamiento solitario contra la federación seguramente será poco productivo. Espacios como la Conferencia Nacional de Gobernadores, las distintas asociaciones entre municipios (que lamentablemente corren a lo largo de líneas partidistas cada vez más tenues) y otras ad hoc, referidas por ejemplo a ecosistemas comunes, cuencas hidrológicas, zonas metropolitanas, identidades étnicas, zonas turísticas, etcétera, podrían permitir sumar fuerzas en favor de la gobernación local.
6. Oposición inteligente y flexible. La peor estrategia, seguramente, consiste en resistir al gobierno federal por principio y vivir en un permanente estado de confrontación. El punto de partida debe ser la cooperación en el marco de las leyes y los respectivos ámbitos que éstas delimitan. Facilitar que las autoridades federales ejerzan sus funciones con garantías y respetando las leyes locales, es fundamental para exigir lo propio.
7. Seguridad pública. Finalmente, el tema más complicado. No hay espacio aquí para profundizar sobre la situación de las policías municipales y estatales, pero gran cantidad de estudios han revelado con contundencia el estado de desastre en que se encuentran. El primer paso consiste en derribar el mito dominante de los últimos doce años: que el problema principal al que se enfrentan los ciudadanos es el crimen organizado. Salvo en regiones muy específicas, lo contrario parece mucho más cierto: los ciudadanos padecen una situación terrorífica de crimen desorganizado. La solución, desde luego, no está en organizarlo, sino en prevenirlo y perseguirlo. Por regla general las personas sufren mucho más por delitos del fuero común que del federal (que además, con las leyes sobre crimen organizado, ha adquirido jurisdicciones imposibles de atender): robos con y sin violencia, violaciones y acoso sexual, amenazas, extorsiones y homicidios, fraudes en pequeña escala, lesiones, etcétera, son el pan de cada día para muchas familias. Ni la Guardia Nacional ni ninguna Liga de la Justicia los salvará. Pretender que soldados o policías federales anden correteando rateros y asaltantes de microbuses y tiendas de conveniencia es un despropósito. ¿Cómo construir policías locales decentes? Esta es, tal vez, la pregunta más urgente por responder en México hoy. Contamos con especialistas que han estudiado el fenómeno a fondo y que deben ser escuchados. Esto nunca será posible si los gobiernos y las élites locales no renuncian a los pactos de impunidad. Los recursos se generan, el personal se forma, las estrategias se adoptan y adaptan. Si los gobiernos locales no hacen su parte, por riesgoso y difícil que sea, el gobierno federal y las fuerzas armadas se verán obligadas a sustituir su papel, con los resultados ya vistos. Está claro que el camino luce complejo, pero ni el gobierno federal podrá jamás resolver los problemas locales, ni las autoridades locales podrán ejercer sus funciones si no empiezan por examinar atentamente estos rubros. EP
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