La directora y guionista Alejandra Márquez Abella escribe sobre la magia de narrar.
Nuevas formas de narrar
La directora y guionista Alejandra Márquez Abella escribe sobre la magia de narrar.
Texto de Alejandra Márquez Abella 10/10/19
Nuestra realidad está construida a partir de diversas narrativas: nuestra historia nacional, nuestra tradición religiosa; las anécdotas épicas, trágicas, aventurescas de nuestros ancestros forman, a través de cuentos, nuestra identidad, nuestra memoria.
Somos los colonizados, los aplastados, o los dominantes, los victoriosos, los conquistadores. El cura nos dice: “Si te portas mal, Dios te castigará”. Escuchamos frases como “Mi abuelo tuvo una vida de película” seguidas de historias épicas de huidas, revolucioes, barcos, campos, infancias truncas… “Por eso los Sánchez (o los Pérez o los Márquez), somos autosuficientes o huraños o trabajadores o buenos para nada.” Los regaños de nuestras madres nos han determinado: “¡Siempre es lo mismo contigo, eres una desconsiderada, floja, loca (rellene aquí según sus asuntos no resueltos con su madre)… Eres miedosa, valiente, frágil, coqueta, tonta, inútil, maravillosa, el mundo no te merece”. Las madres (y los padres, cuando se involucran) no nos damos cuenta del poder de nuestro discurso, somos el oráculo, el decreto real. Nuestros cuentos y nuestros adjetivos consturyen narrativas que ordenan la vida de nuestros hijos, le dan significado, ¿qué es la vida por sí misma si no un cúmulo de eventos caóticos y misteriosos? Las historias nos atraviesan por todos lados, acomodan el pasado, imaginan el futuro, definitivamente hacen más soportable el presente.
En la tradición narrativa, en la literatura, teatro y, más recientemente, cine, las historias imperantes han sido protagonizadas por héroes (varones), y no sólo eso, además han sido contadas desde la perspectiva masculina; es decir, desde la experiencia de los hombres, pues han sido ellos los autores. En esas historias, las mujeres han funcionado como depositarias de la emoción; son catalizadores, vasijas donde los protagonistas tiran sus desechos o de las cuales beben, o a las que quiebran en arrebatos de locura. La madre que consuela y alimenta, la puta que satisface los deseos carnales o la bruja que lo ofende porque no entra dentro de las dos categorías anteriores: a veces simplemente porque se ríe de él.
Que la narrativa haya sido dominaba por la perspectiva de un sólo género ha cancelado la posibilidad de sublimar la experiencia humana en el arte. Ha cancelado la posibilidad de darle dimensión y profundidad. El mundo ha sido imaginado solamente por unos cuantos.
Esto es sin duda un problema, pero como muchos problemas, es también una realidad. No podemos cambiar la historia. Lo que sí podemos hacer es analizarla, cuestionarla, releerla, incluso reescribirla. No censurarla o cancelarla. Eso, aunque equivalente a la continua anulación del trabajo narrativo de las mujeres, sería venganza.
¿Cómo volteamos el tablero sobre el que estamos de pie? Podríamos empezar por integrar en las historias que construyen nuestros imaginarios una ampliación de la perspectiva (diría que por lo menos la de género, otro día podemos hablar de las otras que también han sido despreciadas). La perspectiva de género, la mirada femenina, como escojamos decirle, no se refiere a otra cosa más que a mirar, a narrar con neutralidad. No se refiere a construir personajes femeninos fálicos; es decir, mujeres que siguen la lógica de la narrativa patriarcal, que actúan según los valores designados normalmente a la masculinidad (la violencia, la valentía, la contundencia), o que se insertan en una narrativa épica que depende puramente de los giros del “plot”, del viaje externo y no interno del personaje.
Se refiere a contar las historias considerando a los personajes femeninos como entes que miran y que son conscientes de ser mirados. Se refiere a dar peso a las transformaciones internas de los personajes, no sólo a sus reacciones externas, a habitar las emociones y los “cómos” de la historia.
Encontrar nuevas formas de narrar es una misión que nos deberíamos tomar en serio, no porque sea la llamada del momento, sino porque en esta búsqueda de dimensión, nuestras historias ganan en complejidad.
El cine, a través de los elementos que lo componen —el encuadre, el movimiento, el sonido, el color, la dirección de actores, la luz, el arte, el vestuario— se articula siempre convirtiéndose en lenguaje que, a su vez, es capaz de articular un discurso tan poderoso como el materno. Las decisiones formales del o la cineasta siempre van a interpelar al público, le van a construir un mundo para habitar, le van a ordenar una serie de eventos que simulan la vida (la verdad), y ciertamente van a privilegiar un punto de vista sobre ellos, haya o no la intención de hacerlo. EP
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