Ricardo Kostova escribe sobre cómo podríamos afrontar el pesimismo y la pérdida de guía espiritual y emocional que parecen dominar la vida moderna.
Modus vivendi: La primavera espiritual que viene
Ricardo Kostova escribe sobre cómo podríamos afrontar el pesimismo y la pérdida de guía espiritual y emocional que parecen dominar la vida moderna.
Texto de Ricardo Kostova 22/11/24
El presente año se nos escurre entre los dedos. Dentro de poco las hojas y los frutos del otoño darán paso al frío del invierno: ¿por qué parecería que el tiempo va cada vez más deprisa? ¿Por qué compartimos esta extraña sensación y el sabor amargo que le sigue? La vorágine de acelerados cambios que vivimos a menudo nos deja sin la oportunidad de reflexionar, desde el presente, sobre el camino recorrido y el porvenir. La transformación que experimentamos es tan acelerada que hoy en día los centros de investigación más importantes del mundo no logran realizar predicciones certeras. Lo anterior no es sino un reflejo de nuestra vida interior, de algo que está ocurriendo en las profundidades de nuestra alma. Por ello, valdría la pena recapitular y preguntarnos: ¿hacia dónde se dirige el mundo? ¿Qué nos depara el horizonte?
Si nos apegamos al curso de los acontecimientos, así como a cierta visión materialista y nihilista del mundo, lo cierto es que el panorama se revela profundamente desesperanzador, lleno de incertidumbre, duda e insatisfacción. Impera un miedo irracional por el futuro, que nos conduce a instalarnos en la perpetua nostalgia por el pasado. Cada vez más personas consideran sensato desentenderse de las noticias diarias, a la par de que nuestro plan de vida es trazado por algoritmos que se aprovechan de la inestabilidad de nuestras emociones y deseos. La crisis de orden psicológico resuena por doquier, acompañada de las demás problemáticas crecientes y relativas a la soledad, la identidad, la atención, el sentido, la confianza y la moralidad.
Las fiestas que daban sentido y dirección al paso del tiempo están perdiendo su fuerza, su misterioso brío, su encanto ritual. La festividad se entiende hoy mayormente como derroche, distracción o entretenimiento, encuentros que estimulan hasta el punto del desbordamiento. El sentimiento de solemnidad, comunidad, contemplación y reposo que acompaña a muchas de las festividades religiosas, como el Sabbat o el Dies Domini,1 nos resulta desconocido. Con respecto a ello, el pensador surcoreano, Byung–Chul Han sugiere: “El tiempo de fiesta es un tiempo de contemplación intensificada (…) Las fiestas iluminan el mundo proporcionando sentido y orientación (…) El sentimiento de festividad es siempre un sentimiento de comunidad, un sentimiento–de–nosotros”.2 Contrariamente a lo que podríamos pensar, vivimos en una época con cada vez menos fiestas.
Ahora bien, no solo las festividades han sido revocadas de su significación profunda y vinculante. Pocos ámbitos de la existencia humana han sido tan maltratados por nuestra indiferencia y por nuestra relación con la tecnología como el amor, el cual es víctima moribunda de la sensualidad y la hipersexualidad, a tal grado que los elementos centrales de la experiencia amorosa, como la pureza, la ternura y la paciencia, parecen casi extintos.
Por otra parte, hay un ímpetu general que busca desdibujar incluso las verdades más claras y nítidas a la razón. Especialistas como el jurista mexicano José Antonio Lozano apuntan que la discusión o el debate que marcará los próximos cien años será alrededor de la “Verdad”. No obstante, para ser testigos de dicha Verdad es necesario bajar la mirada, acercarnos con modestia, volvernos hacia la sencillez y hacia la disposición por aprender, dejar que las cosas hablen, abandonar el falso sentimiento de autosuficiencia que tanto nos ciega y entorpece. El filósofo latino Severino Boecio escuchó, de los labios de la Filosofía, las siguientes palabras: “Sabemos, además, que cuando el espíritu humano rechaza la verdad se ve invadido de errores que originan la oscuridad de las pasiones e impiden su verdadera contemplación”.3 Como podemos advertir, el desalentador escenario de nuestros tiempos está enraizado en el abandono de una serie de realidades fundamentales para nosotros como seres humanos.
Pensemos por un momento en el sentido vital de una persona durante la Edad Media (tantas veces señalada falsamente como una época de obscuridad); por supuesto esta dirección venía dada de su oficio y de su lugar en la sociedad, aunque tenía que ver mucho más con una consciencia aguda y el reconocimiento de su sitio en el orden del mundo, de su dependencia a una serie de valores universales y fuerzas trascedentes como la Providencia divina. De ello dan testimonio los rosetones o vidrieras de la Catedral de Notre Dame en París. En este sentido, el ciudadano medieval promedio seguramente nos aventajaría en cuanto a asideros o anclas existenciales, ya que sus esfuerzos estaban mayormente dirigidos rumbo a puertos sólidos como la familia, la comunidad y la conformación de una vida de piedad. Su imagen del mundo era compleja al estar conformada por distintos elementos teológicos, literarios, filosóficos y culturales, recursos que asistían a la mente ante las adversidades. En el mundo contemporáneo, ¿de dónde puede sostenerse alguien que lucha en contra del subjetivismo, el pesimismo y la pérdida o agotamiento de sentido? ¿De qué chispa puede volver a brotar el cálido y crepitante amor a la vida? Probablemente la paz se fundamenta en la recuperación de las imágenes y promesas que modelaron Occidente desde sus cimientos. Después de todo: ¿qué otra narrativa podría contender con los ofrecimientos relativos a la gracia, la salvación, el banquete celestial inagotable, así como la vida y el descanso eternos?
Si el desencantamiento del mundo y lo sagrado nos ha llevado a instalarnos en la angustia, la ansiedad y la depresión, así como a colocar el absurdo como lo cotidiano, entonces: ¿qué podría devolvernos una mirada trascendente o sobrenatural de la existencia? ¿Qué sucedería si volviéramos a “encantar” el mundo? Con ello no nos referimos a la adopción de supersticiones o supercherías, ni tampoco al seguimiento de lo que algunos han denominado como “pensamiento mágico”, sino a la honda convicción de que el ser humano está conformado por múltiples esferas o dimensiones que requieren constante cuidado y atención. Abogamos por la recuperación de la voz interior y el lenguaje característico del symbolon (σύμβολον), del cual somos analfabetas. Insistimos en recobrar los instantes de contemplación, serenidad e introspección que son indispensables tanto para el ajeno a la fe como para aquel que participa de ella, aunque para este último reciban el nombre de oración. Si la batalla por la ecuanimidad se ha redireccionado hacia el interior, es justo ahí donde habría que colocar los medios necesarios. Siglos de tradición filosófica nos legaron el ejercicio de las virtudes cardinales para la cosecha de una vida bienaventurada o feliz; la práctica constante de la fortaleza, la templanza, la prudencia y la justicia es valiosísima pero incompleta si no se consuma a través de la vivencia cierta de las tres virtudes teologales: la fe por la cual creemos, la esperanza por la que aguardamos y la caridad por la que amamos.
En la última sección de la Divina Comedia, el “Paraíso”, el poeta florentino Dante Alighieri fue sometido a un riguroso examen sobre dichos dones por parte de los apóstoles Pedro, Santiago y Juan respectivamente. Sobre la fe el poeta responde: “Fe es substancia de cosas esperadas y argumento de cosas no evidentes: su esencia, así, y virtud doy por sentadas”.4 Algo muy similar a lo que podemos leer en la “Carta a los hebreos”: “La fe es anticipo de las realidades que se esperan y prueba de las que no se ven”.5 Con respecto a la esperanza recupera casi literalmente una de las sentencias del célebre filósofo y teólogo medieval Pedro Lombardo: “La esperanza es la expectativa segura de la gloria o la felicidad futura, proveniente de la gracia de Dios y de los méritos precedentes”.6 Por último, Dante fue interrogado sobre la caridad o el amor, descrito como el gran don de dones y medio por el cual el alma asciende hacia la Esencia, Sumo Bien o Dios, origen del que derivan todos los demás bienes.
El que cada vez más busquemos, conscientemente o no, actividades “religantes” que nos generan estados contemplativos o de contacto con el yo interior son prueba de la necesidad de ejercitarnos en la mirada sobrenatural de la existencia. Ello avecina un reino de paz sin fin, una tierra prometida que mana leche y miel; de nosotros depende degustar estas divinas delicias. Rememorar lo anterior supone un remedio eficaz ante el caos extendido, el azar y el “no serviré” o non serviam. Para lograr con obras la primavera espiritual que viene es preciso que traigamos al presente las siguientes palabras del poeta y místico San Juan de la Cruz: “En el atardecer de nuestras vidas seremos juzgados en el amor.” Sólo así podremos repetir al unísono: “Un niño nos ha nacido (…) Príncipe de paz”.7 Felices fiestas. EP
Agradezco enormemente a los atentos lectores que han seguido esta columna a lo largo de casi un año. Sus retroalimentaciones son una fuente constante de ánimo, meditación y alegría. Gracias por confiarme su inestimable tiempo y atención. A ustedes, familia y amigos, les digo: No tengo de cuerno las fibras del corazón: Neque enim mihi cornea fibra est. Tengan por seguro que no paso por alto sus numerosas muestras de cariño y generosidad. Mis agradecimientos también para el equipo de Este País por su enorme amabilidad y diligencia. Que la paz sea siempre con ustedes.
- Solemnidades judeocristianas asociadas al día de descanso, el Sabbat (שבת) corresponde al sábado o día séptimo, mientras que el Dies Domini o Día del Señor, tiene lugar el primer día de la semana, el domingo. [↩]
- Byung–Chul Han, Vida Contemplativa: elogio de la inactividad, p.72. [↩]
- Anicio Manlio Severino Boecio, La consolación de la Filosofía, I, 6. [↩]
- Dante Alighieri, Divina Comedia: Paraíso, XXIV, vv. 64–66. [↩]
- Carta a los hebreos 11, 1. [↩]
- Pedro Lombardo, Sentencias, III, 26. [↩]
- Isaías 9, 5. [↩]