¿Cómo abrir la democracia a los “ciudadanos ordinarios” en el pleno siglo XXI? Quizás podamos encontrar la respuesta en la lógica del sorteo.
La democracia es una tómbola
¿Cómo abrir la democracia a los “ciudadanos ordinarios” en el pleno siglo XXI? Quizás podamos encontrar la respuesta en la lógica del sorteo.
Texto de César Morales Oyarvide 18/11/24
¿Puede caber la democracia en una lotería? Fue en 2015, con la creación de los llamados “diputados tómbola”, que MORENA comenzó a utilizar el sorteo para elegir algunos de sus candidatos a puestos de elección popular. A pesar de tratarse de un método que conectaba con prácticas democráticas milenarias y planteamientos innovadores de la teoría política, el hecho fue recibido con una mezcla de sorpresa, escepticismo y burla. La reacción se repitió —con más vehemencia— luego del reciente proceso de insaculación que formó parte de la Reforma Judicial, en el que el uso del azar generó especial indignación.
Desde entonces, han sido pocas las voces que han tratado de entender las razones detrás de este tipo de prácticas o han intentado estudiar seriamente sus efectos. No obstante, el uso del sorteo propuesto por MORENA está lejos de ser un caso aislado. Al contrario: alrededor del mundo, pero sobre todo en el Norte global, las loterías han sido usadas recientemente como una forma de seleccionar candidatos, integrar asambleas que aconsejan autoridades, evalúan políticas públicas o toman decisiones sobre temas como energía o el matrimonio igualitario. En 2020, un reporte de la OCDE contabilizó hasta 150 de estos “experimentos” en países como Corea del Sur, Francia o Canadá.
Se evoque o no su larga historia, se entienda como un complemento o un sustituto de las elecciones, lo cierto es que el uso del sorteo atraviesa un innegable renacimiento, tanto en la teoría democrática como en la práctica política.
La actualidad de una idea vieja
Hablar del uso político del sorteo remite inevitablemente a Atenas, el mayor referente democrático de la historia occidental. Como explicó el recientemente fallecido filósofo Bernard Manin, una de las principales diferencias entre la polis griega y nuestros regímenes contemporáneos es el empleo intensivo el sorteo que hacía la primera para seleccionar funcionarios. En contraste con la manera en la que hoy entendemos la democracia representativa, basada en las elecciones, el uso de las loterías en la Antigüedad implicaba que todas las personas tenían la misma oportunidad para ejercer un cargo público. El uso repetido de este procedimiento creaba una forma de rotación que reforzaba la idea de un ejercicio de poder compartido, a través de la práctica de gobernar y ser gobernado por turnos, impidiendo la concentración del poder en pocas manos.
En la Atenas de hace 2500 años, más de siete mil puestos públicos, incluido el llamado Consejo de los Quinientos o Boulé (Βουλή), eran definidos a través de loterías parecidas a las de MORENA. Eran estos ciudadanos los que ponían la agenda y preparaban los decretos y las resoluciones de la Asamblea. Junto a ellos, era también un conjunto de ciudadanos sorteados los que aprobaban las leyes. Y eran unas cortes igualmente integradas por sorteo las únicas instituciones facultadas para anular las decisiones de la Asamblea. Contrario a la afirmación común, más que el demos reunido en el ágora, eran estos representantes seleccionados en una tómbola los que estaban en el centro de la democracia ateniense.
Igual de relevante que la experiencia griega, aunque menos conocido, es el uso del sorteo en las ciudades-república italianas del Renacimiento, particularmente en Florencia y Venecia. En el caso veneciano, la selección de la cabeza del gobierno, el dogo, contemplaba una compleja sucesión de etapas que combinaban la elección y el sorteo. Algo similar ocurría con las principales magistraturas florentinas, una práctica vista favorablemente por el propio Maquiavelo.
No fue sino hasta las revoluciones francesa y americana que la elección se convertiría en el procedimiento más asociado a la práctica democrática y, con ello, llegó el declive del sorteo. Siguió habiendo reminiscencias del viejo uso de las loterías, aunque nada comparable con lo que ocurría en tiempos antiguos. El uso de los jurados populares en el mundo anglosajón es quizá la más conocida. Sin embargo, desde hace algunas décadas ha existido un intento de recuperar la vieja idea de las loterías, no como una reliquia histórica, sino como una respuesta a los males de las democracias actuales.
Las promesas democráticas del sorteo
Las propuestas para reincorporar el sorteo en las últimas décadas son múltiples, pero tienen varios puntos en común. En primer lugar, los proponentes del sorteo parten de un diagnóstico compartido sobre el funcionamiento de las democracias. Con matices, coinciden en que las elecciones han creado una élite política separada de la ciudadanía, conducente a su vez a gobiernos opacos y en los que la captura de las decisiones —por parte de intereses económicos, por minorías poderosas— es común. El resultado es una falta de legitimidad que redunda en desconfianza y desinterés, así como en una participación cada vez menor. En esencia, se trata de un diagnóstico sobre la llamada crisis de la democracia. Desde esta perspectiva, la causa última de esta crisis son las propias elecciones. Y su remedio es el sorteo.
Haciendo una síntesis apretada, las principales motivaciones para reincorporar el azar en la política contemporánea pueden clasificarse en tres grupos: las que tienen que ver con la igualdad, las que se refieren a la imparcialidad y las relativas a la calidad. Las primeras defienden el uso del sorteo como una forma de reivindicar el ideal de igualdad política que está en el centro de un régimen democrático. De acuerdo con esta perspectiva, sólo el uso del sorteo garantizaría que los ciudadanos comunes —especialmente los pertenecientes a los sectores subalternos— puedan llegar a espacios de decisión, y que quien ejerza el poder sea el pueblo mismo, no una casta política profesional, cerrada y uniforme. Se trata de un argumento que plantea, en pocas palabras, la democratización de la democracia y en el que resuena la llamada “representación descriptiva”, según la cual quienes gobiernan deben ser lo más parecido posible a sus representados.
Otro argumento común en el que coinciden los nuevos promotores del sorteo es el valor de la imparcialidad ligado a este dispositivo. En una época en donde la lucha política parece no sólo ser el patrimonio de una élite sino estar cada vez más polarizada, el sorteo se presenta como un mecanismo que, en palabras de Peter Stone, tiene un efecto “sanitizante”. De acuerdo con sus impulsores, el uso del sorteo blindaría las decisiones públicas del juego de facciones y evitaría cualquier tipo de manipulación que vaya en detrimento del bien común.
Finalmente, lejos de quienes alegan que el sortear los cargos públicos producirá decisiones deficientes producto de la inexperiencia, se argumenta que la variedad de opiniones y experiencias de las personas sorteadas produciría, en conjunto, mejores decisiones que las tomadas por un grupo de políticos profesionales y, por tanto, de mentalidad y trayectoria muy similar. Quienes defienden el uso del sorteo con base en estos argumentos sugieren que la diversidad tiene un papel fundamental a la hora de mejorar los procesos de deliberación que resulta incluso mayor que el expertise técnico.
En síntesis, la promesa del sorteo no es sólo mejorar el atractivo igualitario de la democracia, basados en la idea de una capacidad política común a todos los ciudadanos, sino en ofrecer decisiones públicas menos sujetas a manipulación y de mayor calidad.
Las distintas formas de recuperar el sorteo
Especialistas como el politólogo francés Yves Sintomer han identificado dos grandes “olas” de trabajos recientes que reivindican el uso de las loterías en política. La primera comienza en los años 70 y 80, y está marcada por una intuición: el conocimiento estadístico contemporáneo hace posible replicar la experiencia ateniense, así sea a una escala “micro”. ¿De qué manera?Construyendo una muestra representativa de la población que funcionara en la práctica como un demos en miniatura. Así, a través de trabajos como los de James Fishkin, el uso del sorteo volvió a tomarse en serio con iniciativas como las deliberative polls. En estas encuestas, un grupo de ciudadanos era seleccionado al azar y reunido para deliberar sobre un asunto de interés público. Luego de escuchar a una serie de expertos, este grupo de personas tomaban una decisión conjunta. La lógica de estas encuestas era saber qué es lo que la gente común decidiría si tuviera acceso a la mejor información disponible y tuviera tiempo para discutirla cara a cara como en la antigua Grecia. La clave aquí no está sólo en la experiencia de la deliberación, sino en la representatividad que da una muestra aleatoria conseguida a través del sorteo.
Estas primeras propuestas veían en las instituciones sorteadas una adición a la institucionalidad vigente con un rol consultivo y usualmente despolitizado. La situación cambiará en la segunda ola de recuperación del sorteo. En ellas, las loterías no son planteadas ya como un simple complemento, sino como sustituto de las elecciones. Es aquí donde nace el término lotocracia, acuñado para caracterizar un régimen basado íntegramente en la lógica del sorteo. Si la democracia que reivindica la primera ola es una de tipo deliberativo, los lotócratas avanzan una visión radical. Entre estas propuestas, quizá la más conocida sea la de la francesa Hélène Landemore, cuyo trabajo ha sido discutido en El País, The New Yorker y el Foro Económico Mundial, un logro poco común para la teoría política.
Tomando como inspiración experiencias en Islandia, Irlanda y Francia, en su obra Open democracy esta autora plantea un nuevo esquema político basado en el uso de las loterías como un instrumento que ayudaría a “abrir” los regímenes representativos a los “ciudadanos ordinarios”. Landemore no está en contra de la representación per se, pero sí contra el tipo de representación que las elecciones producen. Frente a ella, sugiere como alternativa una representación lotocrática. Esta representación se encarna en la institución del “mini-público abierto”, que constituye el centro de su propuesta. Se trata de una asamblea ciudadana constituida por sorteo, capaz de deliberar y tomar decisiones, legislar y establecer la agenda pública. De forma similar al régimen ateniense, en la propuesta de Landemore la clave no está sólo en la recuperación del sorteo de los cargos públicos sino en su frecuente rotación. Es la combinación entre rotación y sorteo lo que “abre” la democracia, volviendo el poder político accesible a todos a lo largo del tiempo. Aunque Landemore es cauta a la hora de establecer diseños institucionales específicos, sugiere su idea de los mini-públicos podría expandirse tanto hacia arriba, a la escala de un demos planetario, como lateralmente, para integrar otras esferas como la economía.
La lotocracia y sus críticos
Propuestas como las de Landemore viven un momento de exposición considerable. Quizá por este éxito relativo es que las críticas a sus planteamientos no se han hecho esperar. Al respecto, existen dos grandes señalamientos que suelen hacerse a las propuestas de reforma centradas en el sorteo. El primero tiene que ver con la competencia: ¿puede la gente común realmente tomar decisiones políticas? El segundo tiene que ver con su factibilidad: ¿qué tan realista es transformar por completo regímenes que llevan siglos basados en elecciones? Sin embargo, quizá la crítica más aguda en torno al proyecto de los lotócratas es la que cuestiona qué tan democrática es realmente su propuesta, no ya en abstracto, sino en comparación con las democracias existentes.
Ese es el corazón de análisis como el de la filósofa española Cristina Lafont, que ve en las ideas lotocráticas un “atajo” que trata de “rodear” el desafío de la discusión democrática colectiva. Para Lafont, el problema de la representación lotocrática es que implica que la mayoría de los ciudadanos que no participan en los mini-públicos, cuyas decisiones se traducen en leyes obligatorias para todos, se vean obligados a “aceptar ciegamente” los dictados de la minoría que sí lo hace. Se trata, en el fondo, del gran problema del consentimiento. Es por ello que, para sus críticos, el resultado de un sistema lotocrático no es un empoderamiento de la ciudadanía basado en la igualdad de oportunidades para resultar sorteado, sino en un desempoderamiento general, con excepción de una pequeña minoría favorecida por el azar.
Aunque son todavía pocos los estudios empíricos al respecto, la evidencia disponible sugiere que si bien los ciudadanos manifiestan apertura hacia la creación de estos mini-públicos, son escépticos a la hora de darles gran poder o autonomía. La mayoría prefiere que se mantengan en un rol consultivo. El problema, sin embargo, es que la experiencia reciente, por ejemplo en países como Francia, muestra que cuando las recomendaciones de estas asembleas sorteadas no son vinculantes, los gobiernos y parlamentos pueden fácilmente ignorarlas.
La clave, en el diseño institucional
Llegados a este punto, el sorteo y los mini-públicos parecen estar en una encrucijada: por un lado, continuar con un rol eminentemente consultivo que mejora la calidad de la deliberación, pero que no implica un incremento sustancial del poder de los ciudadanos; por el otro, las propuestas lotocráticas, en las que algunas personas ganan influencia a costa de la mayoría que no lo hace. ¿Existe modo de superar este dilema? Mi impresión es que sí: la clave está en el diseño institucional. Algo en lo que el pasado vuelve a servir de inspiración. Específicamente, a través una idea —la del “gobierno mixto”— que nos invita a volver a Atenas.
En la ciudad-Estado por antonomasia, el sorteo regía el proceso de integración de sus principales instituciones políticas, pero nunca dejó de convivir con la elección. Y es que los atenienses sorteaban a sus legisladores y jurados, pero elegían a sus generales y a quienes administraban sus finanzas. La lotería y la elección convivían en un esquema mixto que buscaba aprovechar lo mejor de cada mundo. Algo similar ocurría en la Italia renacentista, en donde cada principio —monárquico, aristocrático, popular— actuaba como contrapeso de los demás.
Más allá de las propuestas deliberativas o lotocráticas, una vía alterna para reivindicar al sorteo es pensar en integrarlo en un esquema así, en el que las instituciones sorteadas actúen no como complemento o sustituto de las electorales, sino como una especie de contrapoder plebeyo dentro del propio juego democrático. De lo que se trata es de construir un sistema complejo, que combine de forma imaginativa la elección y el sorteo, al tiempo que garantice un mínimo de competencia en las personas sorteadas. De este modo se aprovecha el potencial del azar para resolver problemas políticos sin generar otros nuevos.
Complemento, sustituto o contrapeso: lo cierto es que mientras la democracia sea un ideal realizado de forma imperfecta en la práctica, el uso político del sorteo continuará siendo, con toda su antigüedad, una propuesta siempre actual. EP
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