A cinco años del levantamiento social que cimbró la calles de Chile, Samuel Cortés nos ofrece una entrevista a Mario Saavedra, un pintor cuya obra deja constancia y testimonio de las calles de Valparaíso ante la represión y la violencia estatal.
Las lesiones oculares de Pikachú a cinco años del estallido social en Chile
A cinco años del levantamiento social que cimbró la calles de Chile, Samuel Cortés nos ofrece una entrevista a Mario Saavedra, un pintor cuya obra deja constancia y testimonio de las calles de Valparaíso ante la represión y la violencia estatal.
Texto de Samuel Cortés Hamdan 18/10/24
…Pronto, Valparaíso, marinero, te olvidas de las lágrimas, vuelves a colgar tus moradas, a pintar puertas verdes, ventanas amarillas, todo lo transformas en nave… Pablo Neruda, Oda a Valparaíso
En Chile, las trogloditas tiendas Walmart se llaman Líder. En un mural de Valparaíso que recuerda la gesta social del estallido de 2019 —cuando adolescentes, jóvenes, ancianos, activistas, performanceros e inconformes en general salieron durante semanas a las calles para repudiar el pinochetismo vigente en el país y desafiar al gobierno de Sebastián Piñera—, una anciana combate a la policía con su bastón y en su bolso de mandado se lee una palabra, no sé si al revés o clara por primera vez: Redil.
Aquella imagen es apenas ajonjolí de un mole perpetuamente artístico: la tendencia del puerto históricamente más importante de Chile a autorrepresentarse en sus calles y bocacalles, donde proliferan los dibujos, las pinturas, los mosaicos que son eco del entorno, y otra vez tranvías y elevadores se reproducen a sí mismos, se multiplican para reposar nuevas gaviotas y gatos, esta vez tal vez imaginarios, al óleo, en aerosol.
Además, Valparaíso es de siempre asomo a las identidades combativas y a las voces en resistencia.
En la avenida Alemania, columna vertebral aérea que conecta los cerros del puerto a buena altura mientras, por tanto, permite un perenne asomo a la bahía, por ejemplo, respira en discreto silencio, entre los montículos de una escalera, una palpitante fecha: 18/10/19, dice un rayón: memoria de aquel mero día en que las estudiantes de secundaria chilenas evadieron el control de acceso a las estaciones del metro de Santiago en repudio a un anuncio de Piñera de aumentar la cuota del transporte.
Eso fue el detonante del llamado estallido social: un momento de mágica dignidad colectiva en que se invocó a Víctor Jara y a la Violeta Parra para decir: no son 30 pesos, son 30 años de consecuencias de la dictadura y sus alineados posteriores gobiernos neoliberales.
En distintos tonos y canales, Valparaíso se acuerda de aquellos días de jolgorio y rebeldía, de economías populares y horizontalidad ante el redil. Y también, de la agresividad con que la policía reprimió, violentó, humilló sexualmente, detuvo a discreción, torturó a centenas de inconformes, como si quedaran dudas sobre la prevalencia del pinochetismo en el país de la Stella Díaz Varín.
Media década después de aquellos días, el sentimiento es paradójico.
A la generosidad anónima que reclamaba en cada esquina el derecho de vivir en paz le siguieron la victoria del rechazo a la opción de carta magna elaborada por una convención constituyente a cargo de una lingüista mapuche, Elisa Loncón, y las conductas alineadas del presidente Gabriel Boric, no obstante que ganó las elecciones desde la izquierda, al relato político internacional de Estados Unidos ante desafíos como los de Cuba, Venezuela y Ucrania.
Además, el día a día chileno, desde su prensa corporativa, al menos —con su rastreable pasado golpista en el caso del diario El Mercurio— discurre hoy en torno a un tema obsesivo: la seguridad, que se encarrila sin discreción hacia la xenofobia, al estigmatizar las diásporas haitiana y venezolana que conviven en las calles del país sudamericano.
¿Qué pasó en cinco años para que ocurriera este viraje? Un pintor de Valparaíso, Mario Saavedra, traza en su trabajo artístico, en su testimonio, en la modulación de su postura, una de las voces que describirán este proceso.
Perros paralelos, gatos cantantes
Hay un rasgo del trabajo artístico de Mario Saavedra, el Amigo Imagimario, que salta a la vista por obviedad, inmediatamente: en sus series, en sus costumbres, proliferan los perros. Literalmente. Desde un lenguaje que recuerda al cómic, al gusto por la caricatura, en su mundo pictórico hay una traducción a distintos niveles desde la vida humana hacia la de los cánidos, universo alterno al que también se fueron sumando los gatos por distintas demandas.
En las obras imagimarias, digamos, el chinchinero —ese músico callejero tradicional de Chile con bombo y platillo a la espalda que da vueltas en el Paseo Ahumada o donde corresponda— tiene cola y pelaje susceptible a las garrapatas. O el gato toma el micrófono para imitar los agudos semidesafinados de la Mon Laferte.
“Es la Ciudad de Canes, con una sola ene”, me precisa una temprana tarde de domingo en julio de 2024 en su casa de Ecuador, callecita icónica de Valparaíso donde proliferan los bares, los borrachos, los valientes, los absortos, los vagabundos, los noctámbulos, los ruidosos festivos, los peatones del aire, como quería Ionesco.
Con 43 años cumplidos, Saavedra comenzó explorando opciones económicas sin renunciar a sus inquietudes artísticas. Así, buscó conjuntar dos ambiciones: sumarse a la larga tradición de pintar Valparaíso en Valparaíso y romper con la obviedad de volver a dibujar casas verticales sobre los cerros del puerto, la postal más icónica imaginable.
Fue así como se fue dejando invadir por los cuadrúpedos aledaños.
“Soy artista visual y me desempeño en varios ámbitos del arte, investigando distintas materialidades, ideas que me permiten moverme libremente entre las distintas técnicas, siempre uno va experimentando dentro de lo que se puede. Además que soy profesor y trabajo en una escuela secundaria y hago clases de arte a chiquillos que están preparándose para el ámbito laboral desde el punto de vista técnico. Ellos son mecánicos automotriz, electrónica; es difícil la pega porque ellos como que no están sumergidos en algo que sea más sensible, como que la mecánica es más dura en términos de comportamiento. Pero igual algo de a poquito vamos avanzando en ese aspecto; ellos no habían tenido nunca arte, como que llegué a tomar un fierro caliente”, platica.
Desde su presente en la docencia recuerda el origen, las interrogaciones de su propia indagatoria para participar en el mercado turístico del puerto desde la originalidad, colgando sus obras en bolsitas para evadir la lluvia.
Hoy uno de sus rasgos más recurridos, insisto, es su traducción de los prestigios tradicionales a la Ciudad de Canes. Así, La puta perra libertad muestra el hocico afilado de una estatua de orejas caídas en las inmediaciones de una posible isla de Manhattan. O Las caninas reinventa un famoso juego de identidades pintado por Diego Velázquez para Felipe IV en el siglo XVII. O nuevas señoritas de Aviñón, a la Picasso, asoman al imaginario del Amigo Imagimario reconvertidas en peludas criaturas con colmillos, no exentas del ardor pulguiento.
“Quiero vivir de esto, quiero trabajar con esto —se dijo en el inicial ayer—, pero tengo que intentar algo que se diferencie un poco de lo tradicional desde el punto de vista de lo que es la ciudad. Entonces comienzo buscando distintas alternativas, que en el inicio fue más bien arquitectónico: uno va al lugar y pinta los edificios, pinta los paisajes. En ese estar pintando me doy cuenta que existe mucha población canina acá en Valparaíso, me di cuenta de que también entre ellos habían algunos comportamientos que me parecían medianamente humanos, como por ejemplo que crucen la calle con la luz verde, o que anden en trole; me pasó varias veces que bajaban del trole”, cuenta y se ríe.
Y vino la decisión central: “No quiero pintar más casas, voy a hacer perros. Los perritos tienen una connotación importante en la ciudad, hay hartos perros callejeros, es como una población paralela”.
En la voluntad de devenir pintor, comenzó a trabajar con lo posible para teñir: grano de café, betarraga, hojas de té, colores pastel. “Voy a hacer como una especie de caricatura, pero de mis amigos teniendo estas situaciones que nos divierten, que sea algo como que pudiera ser entendido fácilmente por un niño de ocho años, con ese tipo de lenguaje no tan complejo; si voy a estar en la calle, no voy a estar como dirigiéndome a la elit, que habla con su terminología compleja, que nadie la entiende, y quiero hacerla sencilla”.
En el mundo de Mario los perros bailan cueca sin excluir de su lenguaje visual lo naíf, lo juguetón. “Los perritos estos viven como humanos y suceden las cosas que nos han sucedido, al ir cuestionando la realidad a través de una ficción que es como más bien lúdica, po, como reírse de la weá”.
Pero a Chile, a Latinoamérica, le sucede la historia. “Y a veces se ha expandido más allá, entre lo ideológico o entre lo político. Y después se expandió”.
Desvanecimiento de un país imaginario
El mar en la Oda al mar de Pablo Neruda se parece al pueblo chileno: “dice que sí, que no, / que no, que no, que no, / dice que sí en azul, / en espuma, en galope, / dice que no, que no”.
El estallido social destacó por su fuerza de esperanza y su creatividad estética, como poner a cantar a la nación aquel himno elocuente de Los prisioneros: únete al baile de los que sobran. Es otro fin de mes sin novedad.
Los titiriteros de 31 minutos estrenaban por aquellos días su canción Ritmo sideral, en la que un extraterrestre con ambiciones de dominar la Tierra prefiere la cumbia para intercalarse entre los humanos; como los manifestantes de aquellos días, empuñando la guitarra para invocar el derecho de vivir en paz. Una opción por la jovialidad, por la música, por los arcos solidarios anónimos, pese a la crueldad con que respondieron las fuerzas policiales.
“Estamos en guerra contra un enemigo poderoso”, dijo Piñera en un mensaje a la nación en el que trazaba la línea imaginaria permanente de las represiones: de un lado los salvajes irracionales interesados en quemar Santiago, del otro las fuerzas armadas, la policía militarizada, los Carabineros que operaron en dictadura el centro de torturas de la Villa Grimaldi —el palacio de la risa—, con carta abierta para perpetrar lesiones oculares contra centenas de manifestantes, entre otros tratos crueles documentados por el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH).
También contestó 31 minutos a todo eso, por cierto. “La guerra es una lata”, tuitearon. O apagaron los ojos de su ícono en reconocimiento de las víctimas heridas con los balines de Carabineros.
Los días de la protesta, platica Mario Saavedra, se vivieron con una profunda honestidad entre las comunidades de la región de Valparaíso, que suma el puerto a ciudades aledañas, como Viña del Mar o Concón, Quilpué o Limache. Había un entusiasmo popular de trabajar desde abajo y para todos en diversas concentraciones populares, recuerda con sonrisas agridulces.
“Yo en ese tiempo tenía fe. Con mi compañero psicólogo en ese tiempo anduvimos en varios lados observando y cachando cómo era el comportamiento no sólo del pueblo, no sólo de nosotros, sino que cómo se comportaban los que reprimen, los pacos, las fuerzas especiales; y cómo armaban distintos montajes para poder satanizar el movimiento”, relata.
En aquellos días, 2022, también el que tal vez sea el documentalista vivo más importante de Chile, Patricio Guzmán, estrenó una película sobre las esperanzas abiertas por aquel episodio, con un título en ansia de futuro: Mi país imaginario.
Lo que dicen las calles es lo que Chile merece, insinuaba, por ahora solo palpitante en la imaginación, en lo que se desea para el país. La película figura como un mapa de entrevistas donde se enuncian las performanceras Las Tesis lo mismo que la titular del Convención Constitucional, Elisa Loncón, y donde el cineasta preconizaba el proceso vivo de su país en la ambición de echar abajo la carta magna de Pinochet, impuesta en dictadura.
Aquella curva de alegría impactó al mundo cuando en el plebiscito de salida para aprobar el texto progresista ganó la opción del rechazo, con casi el 62 % de los votos. Al sueño del baile de los que sobran lo silenció la estrechez de corazón, luego de que los conglomerados mediáticos tradicionales (en los que Piñera participó en su momento como propietario, por cierto) operaran una campaña de desprestigio contra el proceso constituyente, barajaran la amenaza de que se les otorgaba demasiada autonomía a las identidades mapuches, entre otras maniobras desestabilizadoras.
Si hay dos Chiles —como dice Fernando Arrabal en su Carta al general Franco que hay dos Españas: la de los reyes católicos, que persiguieron a musulmanes y judíos, y la del pianista gitano homosexual Federico García Lorca, gente de teatro—, aquel ajedrez logró ganarlo el conservadurismo, pese a las innúmeras elocuencias que en aquellos días hasta renombraron la Plaza Italia, epicentro de las protestas, como Plaza de la Dignidad.
“Aquí no hubo dictadura, aquí lo que hubo fue orden”, me dijo, sin preguntarle, un taxista en Antofagasta.
A Pikachú lo derrumban los Carabineros
Todo esto, en el dolor y la alegría, lo fue registrando Valparaíso con su voluntad visual.
“Stengel + Fernández + Izquierdo + Angelini + Lecaros + Yaconi + Sarquis: Chile, negocio familiar”, reza una de sus pegatinas en la pared, por ejemplo.
Y, pese a su ludismo, su voluntad de dibujo desenfadado, el trabajo pictórico de Saavedra no quedó ajeno a estas contradicciones.
De la gráfica sensual para el turismo extranjero se pasó al reclamo complejo, y en el caballete del Amigo Imagimario asomaron los jinetes perros del apocalipsis: la guerra, la tecnología, la política, la religión, la ciencia, reconfigurantes del orden mundial mientras bajo su avance rabioso colapsa ni más ni menos que el presidente perro de Chile, cadavérico, pero de riguroso traje negro y portando todavía la banda presidencial. Una pesadilla donde lo mismo resulta abrumada la jerarquía católica que el personal médico o el enajenado del teléfono celular, mientras una nube de trompetistas adorna de música el juicio final cánido.
O bien, trasunto de La Libertad guiando al pueblo, junto a los agonizantes y los fabricantes de selfies, el Amigo Imagimario supone a una perrada en sus andanzas armadas hacia el nuevo mundo.
“Me gusta mucho que los colores sean muy vivos, me gusta mucho que exista eso lúdico, que también lo proporcionan los colores; me gusta que el que lo ve pueda sentirse bien al final. Sin embargo, con las distintas situaciones que han pasado, a veces también he hecho series, esto no podía ser lúdico, eso es una wevá seria y es toda mi rabia”.
En los cuadros que Saavedra pintó a propósito de aquellos días, una botarga de Pikachú contrasta el amarillo vivo del pokemón con la cara de angustia del sujeto que la porta, derribado sobre el suelo mientras un elemento de Carabineros apunta su arma contra la frente de un manifestante.
O bien, una cascada de globos oculares por lesionar asoma en diferentes direcciones extraviadas mientras canales de fuego los inundan o atraviesan.
Me muestra las piezas en su casa, en su estudio, no están en un museo o buscando una salida a los circuitos internacionales. “No es un ejercicio que estoy haciendo para vender la obra, sino que quiero dejar el registro de lo que yo vi”.
“El pueblo dice basta”, reza la pancarta de uno de sus canes manifestantes, otro ondea la bandera mapuche entre la multitud anónima, una palabra en verde asoma contundente: Dignidad.
“Yo creo que ahí me fui de lo lúdico. Y claro, a lo mejor es rosadito y a lo mejor es verdecito y amarillito, pero (es) un lugar con muchos ojos, una cuestión traumante; y así como trauma ocular está representado en ese aspecto, literal”.
“Estos cuadros no los puedo dejar colgados, no es que no me gusten, no los quiero ver porque me provocan sensaciones que yo ya viví. Quiero otras sensaciones en mi vida. Crear una vía paralela al sistema este de mierda. Me siento completamente decepcionado de todos los actores políticos, y miro pa’l lado y peor”, platica en referencia al hiperneoliberal presidente de Argentina, Javier Milei —que ya tendrá su trasunto perro, a lo mejor, al paso de los canes.
“Siempre será octubre”
En otra ocasión, comparto el vino con Niko en la cantina Ramoncita, emplazada sobre la histórica avenida Matucana, a donde desemboca la Estación Central de los trenes que lo mismo van de Santiago a Chillán o Rancagua. Es la parada de Los Prisioneros: no me digan pobre por ir viajando así.
Él, un luchador por la justicia entre los vulnerables, me dice una cosa que nunca había pensado: cuando el gobierno de Piñera ofreció al estallido social la ruta del proceso constituyente, logró encapsular el descontento en una única vía institucional. Además, si bien el texto de salida para una nueva carta magna chilena era progresista, Niko no se autoengaña: las constituciones de Bolivia y Ecuador también son progresistas y ello no ha abstraído a ambos países del asedio violento de la derecha.
Y aunque sus palabras parecen una convocatoria a la angustia, más bien desnudan una voluntad política. Del mismo modo que Mario elige la autogestión como respuesta ante el desfondo, tras las decepciones que desgarraron a la movilización social Niko propone con su praxis la persistencia.
Terminó el 2019, no la historia de Chile.
Y la historia, dijo un mandatario de ese país una mañana de septiembre de 1973 desde la señal de radio, es nuestra y la escriben los pueblos.
Ese mismo Valparaíso de los cansancios y los rediles denunciados alza la voz desde su imaginería grafitera por lo que viene.
“No queremos sobrevivir, lo queremos todo”. “Rompe el cemento, siembra en la grieta”. “Valparaíso no se rinde, resiste”. “Sintamos más”. “¿Cuál es tu verdadera casa?”. “Que muera Piñera y no mi compañera”. “Cristo viene y nosotros nos vamos”. “—Pura imaginación: No tiene pena alguna. ¡Ven!”.
¿Quién dijo que todo está perdido?, pues, yo vengo a ofrecer mi corazón lúdico, como enseñaron a ladrar jugando los corazones de perro del Amigo Imagimario.
Y apenas asoma el mes de la revuelta, Radio Umbral tuitea una imagen de aquellos días de alegría, con banderas chilenas ondeando al sol desde la Plaza de la Dignidad: “Siempre será octubre”. EP
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