En este ensayo, Leandro Arellano ofrece la evocación sonora de los paisajes, fiestas y costumbres de una pequeña población en Guanajuato, México.
Voces nocturnas
En este ensayo, Leandro Arellano ofrece la evocación sonora de los paisajes, fiestas y costumbres de una pequeña población en Guanajuato, México.
Texto de Leandro Arellano 08/10/24
A Laura y Marco Provencio
El motivo y las circunstancias que nos encaminaron a salir de la Ciudad de México fue alejarnos, en lo posible, de la concentración y de las multitudes, ante la amenaza de la COVID 19, la epidemia que asolaba a la humanidad en pleno. Además de segar la vida de millones de seres humanos, la epidemia ―un eufemismo para eludir su verdadero nombre: la peste―, que invadió al mundo en los albores del 2020, transformó la rutina y las expectativas de otros tantos millones, del mismo modo que abatió esperanzas y anhelos en todas partes. No hubo nación que se librara del azote, ni familia que no resintiera el quebranto por la pérdida de algún familiar, amigo o conocido.
A muchos otros, la pandemia los indujo a protegerse, a buscar una exposición menor al riesgo del contagio, por la vía más inmediata de la reclusión y del alejamiento ―donde y cuando fuese factible― de las muchedumbres que caracterizan a las grandes aglomeraciones, de la Ciudad de México en nuestro caso, y permanecer en sitios menos concurridos. “No hay mal que por bien no venga”, enseña el viejo proverbio. Igual, hay impulsos fortuitos e inesperados que pueden elevar o abatir toda una vida. Fue así ―con otras circunstancias propicias― como optamos por refugiarnos en una bella población del Bajío mexicano, San Miguel de Allende, en Guanajuato, nuestro estado natal. Con el transcurso de los meses, el amparo temporal se fue tornando permanente de modo natural.
El hombre no desea aislarse, la soledad va contra natura. Los hábitos, usos y modales de la metrópoli sobreviven, pero sólo los recreamos cuando la visitamos por algún motivo, de vez en vez. El recuerdo permanece latente y se agita a menudo. El ser humano es gregario por naturaleza. En provincia la vida es menos agitada que en la gran metrópoli. Lo cual abre el espacio a opciones novedosas, en diferentes esferas de la vida diaria. A nosotros nos ha revivido una multitud de sensaciones experimentadas en la niñez, pero adormecidas u olvidadas durante muchos años. Los sonidos nocturnos, legítimos sonidos del silencio, se hallan al frente de esas experiencias. Largos, elásticos periodos en los que prevalece la quietud, en la que los elementos de la naturaleza parecen suspendidos y sólo se advierte un reservado y discreto palpitar del universo. Si nos asomamos a la ventana o a la terraza, el firmamento nos transmite señales de su avenencia con la serenidad de los latidos del cosmos.
Los sonidos que irrumpen en la quietud de la noche difieren y se combinan de varias maneras; se turnan los tonos agudos y graves en una como armonía íntima e impenetrable. Hay uno cuya sensación emana de la naturaleza misma, como prolongación de la paz y el silencio reinantes. Ese sonido soberano, que se impone a los otros y resulta grato escuchar, posee ―para nosotros― una profunda melancolía. Fluye a la distancia y se manifiesta varias veces cada día. Dos sobresalen por su pertinencia. Una a pocas horas del arribo del crepúsculo, cuando la noche se va asentando y luego, en la proximidad del amanecer, hacia las cuatro o cinco de la mañana. Es un sonido leve, grato y reconfortante, cargado de nostalgia, que nos envuelve en una delicada sensación de confort mientras mudamos de postura en nuestro lecho. Es el silbido del ferrocarril. El mismo que también en pleno día anuncia su tránsito con un tono metálico y marcial, pero diluido por la luz y el infortunio.
Afuera, la atmósfera se concentra para reposar en la serenidad.
Los sonidos más característicos que se expresan y escuchan reiteradamente son, seguramente, las voces de los animales. El mugido de la vaca, el rebuzno del burro o el relincho del caballo en la oscuridad de la madrugada, antes de romper el alba, parecen sintomáticos. Ni qué decir del canto de gallo. Se trata de fenómenos que nos reintegran, nos restituyen al territorio originario de la naturaleza, al paraíso perdido de la niñez. El traqueteo de los cencerros de ganado caprino o vacuno también ha estado presente, si bien sorprende su manifestación a deshoras, en plena madrugada. Acaso los maullidos del gato o los ladridos de un perro no resulten llamativos porque se pueden mantener y conservar con relativa facilidad en las grandes urbes, a diferencia de los otros.
En una ciudad pequeña, como San Miguel, es ineludible el repicar de las campanas de las iglesias cercanas, un fenómeno cada vez menos común en las grandes ciudades. La misma circunstancia del tamaño de la superficie local contribuye a que el ulular de la sirena de las ambulancias, bomberos o patrullas sea escasa.
Las festividades cívicas o religiosas son motivo en esta ciudad de centenares de cohetes que explotan en las madrugadas, de manera recurrente. Aparejado con las docenas de detonaciones de cohetes y otros fuegos artificiales, es común escuchar en la lejanía las tonadas remotas y patéticas de una banda de viento.
Vivir cerca de una avenida que conduce a una ciudad vecina mayor que San Miguel implica escuchar, sobre todo a la media noche, los automotores que entran y salen de la ciudad. No son demasiados pues, entoldado el cielo, los tiempos que corren conllevan un riesgo inminente.
Visiones, paisajes, sonidos, tonos, aromas, perfumes, todo lo entrega la naturaleza. El ser humano está hecho para vivir en sociedad y, por ende, a aprender y convivir con los grupos humanos. Cada vez es mayor el número de ciudades en el mundo y éstas crecen más, cada día, sin freno ni medida. La sobrepoblación es realidad fehaciente. Parece ironía: la vida en las grandes ciudades puede tornarse más intensa, más rica y variada que la de provincia.
El domingo cuatro de agosto, a media tarde, el sol derrama una luz ambarina que resalta la periferia, la cual se engalana con tonos de una cargada vitalidad. Las intensas lluvias de días recientes han lavado el polvo que empañaba la atmósfera. La temporada de lluvias acudió puntualmente a su cita. Al mediar septiembre, las tormentas, aguaceros y lloviznas se disputan los horarios. La luz de las planicies del Bajío resalta los contornos. Durante noches sucesivas la monotonía de horas renovadas de llovizna ha bañado el territorio. Las ventoleras repentinas remueven la humedad y limpian los excesos.
Cada dicha tiene su revés. Los sonidos que produce el día constituyen mayoría y parecen más continuos y variados; pero su naturaleza provoca que se confundan y neutralicen. Son ahogados por la suma. Con todo, nada conmueve tanto como los minutos de silencio total que nos va otorgando a ratos el silencio mismo. La emoción que embarga a quien está y se sabe solo es comparable únicamente con estados de inspiración, levitativos, etéreos, semejantes a un sueño tranquilo, propiciado por el susurro de los clamores nocturnos.
En el silencio que se expande, apenas audible, sospechamos las palpitaciones del universo. EP
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