Nadie nos va a extrañar. La nostalgia neoliberal y la farsa del tiempo cultural perdido

La serie mexicana nos transporta a unos edulcorados años noventa sin tensiones ni conflictos, en donde las mercancías —películas en VHS, pulseras plastificadas, boings triangulares y rock en español— refuerzan un alegre neoliberalismo.

Texto de 04/10/24

Nadie nos va a extrañar

La serie mexicana nos transporta a unos edulcorados años noventa sin tensiones ni conflictos, en donde las mercancías —películas en VHS, pulseras plastificadas, boings triangulares y rock en español— refuerzan un alegre neoliberalismo.

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En el panorama del entretenimiento contemporáneo, Nadie nos va a extrañar emerge como un presagio de la nueva era del entretenimiento serial mexicano. Esta producción mexicana de streaming ―que en la superficie se presenta como una típica historia del género estudiantil en la tradición del Bildungsroman― oculta bajo su piel juvenil una representación acabada del nacimiento ideológico del neoliberalismo. Puesta en escena que, en su aparente inocuidad, vehicula la nostalgia por un tiempo cultural —nunca político, ni económico, ni siquiera folclórico— donde los signos y las mercancías de consumo conviven en una tensión semiótica que enmascara los ecos históricos del pasado reciente. Este artículo examina cómo Nadie nos va a extrañar se inscribe en una lógica de nostalgia neoliberal solo accesible a través de un simulacro cultural para el consumo de las nuevas generaciones.

En una introducción memorable a El baile de los solteros, Bourdieu propone realizar un Tristes trópicos –célebre libro de Claude Lévi-Strauss sobre el desencanto por la desaparición de culturas tradicionales ante la modernidad y el colonialismo– a la inversa. Retornar al origen social, revisitar los paisajes de la infancia desde la distancia del sociólogo que ya no pertenece a ese mundo, sugiere, sólo puede tener un efecto terapéutico si se utiliza como un ejercicio de denuncia, una revelación de las relaciones de poder y las formas de dominación que operaban en esos contextos. A priori, Nadie nos va a extrañar podría interpretarse como el intento de un movimiento hacia el origen. Nos invita a regresar a un pasado aparentemente inocuo y alegre, a los paisajes de nuestra infancia cultural —los años noventa—, pero rápidamente clausura el distanciamiento crítico que Bourdieu considera necesario. Esterilizado del contexto histórico que subyace a la nostalgia noventera, la serie se derrama en un imaginario de consumo antediluviano, donde el pasado se presenta como un refugio ocioso, libre de toda forma de conflicto sociohistórico y desencanto político.

“[…]la serie no hace más que reforzar la ideología –neoliberal– que la sostiene, convirtiendo lo que podría haber sido un ejercicio de memoria propiamente sensual y provocador en una simple validación de un pasado sin presente.”

Bajo esta luz, como veremos, la serie naufraga frente a la tarea que Bourdieu plantea: no se distancia de su objeto de interés, sino que se sumerge completamente en él, reproduciendo sin crítica un tiempo supuestamente ingenuo y armonioso, ocultando así las tensiones de clase, étnico-raciales y sociopolíticas que en realidad lo definieron. Al abolir el trasfondo implícito en esos tiempos felices, la serie no hace más que reforzar la ideología –neoliberal– que la sostiene, convirtiendo lo que podría haber sido un ejercicio de memoria propiamente sensual y provocador en una simple validación de un pasado sin presente.

La simulación cultural y la nostalgia como mercancía

Mucho antes de que ChatGPT liquidara el ensayo, un grupo de inadaptados montan un prolijo negocio de redacción de tareas. A la manera de las comedias juveniles norteamericanas, el variopinto elenco pasa por conflictos, hallazgos y pérdidas en camino hacia el crecimiento personal. Desde la primera escena, Nadie nos va a extrañar parece navegar en los tranquilos canales de un pasado platónico: un mundo de colores saturados, Boings triangulares y rock en español triunfal, donde la luz siempre es estival y las contingencias ambientales una entelequia. Este paisaje temporal estratégicamente simulado, mezcla de embriagadoras imágenes y sonidos, evoca un tiempo sin TLC ni levantamiento zapatista, sin Salinas ni crisis económicas, sin embarazos adolescentes ni enajenación digital, sin monopolio televisivo ni movimientos cívicos. En esta representación, los elementos de la cultura mediática de los noventa se convierten en una especie de pastiche pasteurizado que anula cualquier conexión con las condiciones materiales más amplias de su posibilidad. La nostalgia aquí anima una maquinaria cultural que, en el aislamiento acústico del neoliberalismo, se niega a confrontar su propia genealogía política.

La serie toma un tiempo de clausura, un período mediado por una ecología espectral de marcas y signos, y lo presenta como un refugio seguro, un espacio donde las tensiones sociales y políticas son anuladas a favor de un momento cultural liviano, pleno y apolítico. Esta maquinaria higienizante de la nostalgia empaca la memoria histórica en mercancía y la despacha como entretenimiento, disolviendo las líneas entre lo real y lo representado, entre la historia y su simulacro. La serie crea así un sistema de valores apolítico, a-conflictual, idealizado en el que los adolescentes aprenden su oficio de consumidores. Ven ahí la expresión de sus rebeldías, portavoz de sus sueños y de sus carencias, mientras se convierte, de hecho, en una pedagogía del encierro general de las relaciones sociales en la mercancía. La música, leitmotiv de la serie, irrumpe como un poderoso factor de integración de los consumos, de nivelación interclasista, de homogeneización cultural. El empuje neoliberal la convierte, así, en un factor de centralización, de normalización cultural y de desaparición de culturas específicas.

El personaje moreno del elenco, Tenoch, figura como un ejemplo claro de esta operación ideológica. Su cuerpo encarna la narrativa oficial del mestizaje: la migración del campo a la ciudad, el sueño de movilidad social meritocrático, el ethos del buen ciudadano crónicamente estudioso. Su optimismo desaforado por las promesas del futuro, una de las fantasías más perdurables del neoliberalismo mexicano, termina por redondear el espíritu de los tiempos: el éxito es una cuestión de mérito individual y no de estructura social. Por otro lado, Memo, el protagonista angloparlante, con acceso privilegiado al mercado tecnológico de Estados Unidos y su extrañamiento hacia la música en español, personifica el otro polo de la fantasía neoliberal: el cosmopolita desarraigado, que, lejos de la cultura local, navega en las aguas de un mercado global e identitario sin restricciones. Junto al personaje gay, Alex, también de cuerpo normativo, presuponen una dicotomía que sugiere una aproximación a la identidad como consumo, donde lo queer es aséptico y deseable, alejado de las abyecciones racializadas de lo cuir. Más que ser una representación inclusiva, los personajes ratifican una lógica de mercado que solo admite aquellas diferencias que puedan transmutar en capital cultural o simbólico.

En una serie de ficción que no representa una época, sino que la reconstruye, resulta notable que reproduzca modelos raciales hegemónicos al tiempo que se abre a los cambios culturales en el ámbito de la sexualidad. En los años noventa, los medios de comunicación masivos consolidaron su lugar en la construcción de narrativas y representaciones identitarias que ocupaba el arte popular. La creciente privatización y concentración del mercado mediático condujo a que la producción audiovisual se rigiera por la rentabilidad, priorizando el más rentable canon occidental sobre la diversidad vernácula. La belleza como engrane de la industria mediática liberal consolidaría –al punto de esencializar– el contrato social, tan conspicuo ahora como entonces, con el estatus de la blancura y la blanquitud. Este blanqueamiento de lo deseable y lo bello, de lo social y lo corporal, ha consolidado una norma –arraigada en un orden social que dejó intacto un sistema socioeconómico de castas– que resulta casi incuestionable en la producción del entretenimiento contemporáneo.

Este proceso encuentra su expresión más evidente en la ficción mexicana, de la cual Nadie nos va a extrañar, con todo su ánimo incluyente, no logra escapar. Como género de ficción –por rigor expresiones narrativas, como en este caso, que derivan de la imaginación y que no se basan estrictamente en la historia o en los hechos– ha sido incapaz de representar cuerpos no hegemónicos en historias –no subalternizadas– que valgan la pena ser contadas. Así, el tipo ficción mexicana que alcanza al gran público, aún en clave progre e identitaria, participa de manera activa y creativa en la producción y sostenimiento de representaciones sociales normativas. En un contexto donde las identidades raciales no se reconocen de manera tajante, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, cuya industria cultural ha logrado asimilar la alteridad y convertirla en glamur, la ideología posracial del mestizaje aún cohíbe demandas francas de inclusión.

Aunque las coyunturas culturales cambien, Nadie nos va a extrañar, serie que ficcionaliza el pasado y lo depura de su rizoma histórico, termina por ampliar así el arco sistémico que une al México neoliberal con el México colonial.

Nostalgia neoliberal como clausura temporal

Vestigios como este señalan que Nadie nos va a extrañar no es, como pretende comercializarse, una serie de entretenimiento novedosa. Bien visto, es una expresión de la nostalgia del proyecto liberal mexicano de los noventa en tiempos de ascenso populista, en que la otredad ha irrumpido en el escenario político y discursivo. Su insistencia en un pasado culturalmente seguro —sin conflictos, sin fricciones— es sintomática de una ansiedad contemporánea por la pérdida de un tiempo de estabilidad imaginaria. En lugar de interpelar las estructuras de sus condiciones de posibilidad, la serie ofrece la simulación de un pasado que se cierra sobre sí mismo y se presenta como accesible únicamente a través del consumo mediático y mercantil. Como advirtió Mark Fisher, el neoliberalismo no solo triunfa en el ámbito económico, sino también en el simbólico. La serie se inscribe en un marco de referencia donde el pasado es privatizado, comercializado, amurallado, en que la única forma de relacionarnos con él es a través de una suerte de simulacra cultural. La nostalgia se convierte así en una forma de clausura temporal que nos impide imaginar futuros diferentes o cuestionar el presente. Nadie nos va a extrañar es, en última instancia, una elegía a una temporalidad hermética, un testimonio del poder simbólico del neoliberalismo para cosificar incluso nuestras más íntimas añoranzas.

Para que este retorno al pasado cumpla la función crítica que Bourdieu reivindica, no bastaría con la mera reproducción de imaginarios vagamente noventeros. Necesitaría arrojar luz sobre las relaciones sociales y de producción que ese pasado conlleva. En vez de desvelar cómo el neoliberalismo estructuró las identidades y aspiraciones de aquella época, Nadie nos va a extrañar se limita a representar la nostalgia al servicio de un presente que se niega a cuestionar sus propias bases ideológicas. En un mundo donde la mediación cultural se hace cada vez más hiperreal, Nadie nos va a extrañar es, como tal, síntoma de nuestra incapacidad para imaginar más allá de los límites impuestos por una memoria colectiva que deviene mercancía. La serie revela no tanto el deseo de retornar a un pasado perdido, sino nuestra resignación ante la imposibilidad de escapar de un presente perpetuo del que, paradójicamente, nadie nos va a emancipar. EP

DOPSA, S.A. DE C.V