Conjuros musicales: Tiempo de sentir y sentir el tiempo

En este texto, Adrián Díaz Hilton reflexiona sobre el valor del tiempo y su percepción al momento de escuchar música.

Texto de 22/08/24

metrónomo

En este texto, Adrián Díaz Hilton reflexiona sobre el valor del tiempo y su percepción al momento de escuchar música.

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A todos nos gusta sentir. Odio, amor, tristeza, felicidad, celos, erotismo, ira… No importa qué, pero siempre nos complace estar seguros de ser nada más y nada menos que humanos por medio de nuestras capacidades espirituales. ¡Humanos! Nos jactamos de ser el único animal pensante, pero creo que, cuando lo decimos, imaginamos ser más que eso: algo como un organismo con alma, sentimientos y emociones que las demás especies no experimentan. Homo aestheticus nos llama Ellen Dissanayake: primates del género homo cuya evolución nos transformó de tal manera que podemos percibir el mundo filtrado por sensaciones, sentimientos y emociones, y lo juzgamos entrelazando todo esto con la razón, lo cual llamamos juicio estético, experiencia estética o algo en esos términos. ¿Y qué se siente saber mucho de arte? ¡Nada! No tiene caso saberlo todo cuando las emociones son provocadas por un estímulo externo y sentidas en primera persona y en tiempo presente; en ese caso lo único que importa es el alma. El arte sirve esencialmente para sentir durante un periodo de tiempo determinado y nada más. Por lo tanto, como la percepción y el concepto del tiempo parecen ser imposibles de lograr, la música, al ser un estímulo con una duración, tiene la respuesta a ambos enigmas. Gracias a que escuchamos música todos los días, nos dejamos llevar emocionalmente en tiempo presente; esto nos revela cómo sentimos y qué es el tiempo.

“[…] nadie es capaz de sentir por otro y aunque su pasión sea la misma no puede ser interpretada exactamente igual.”

Habrá que comenzar por establecer que las sensaciones, sentimientos y emociones se sienten dentro de nuestro organismo y no en otro lugar. La idea actual de empatía no es más que un grito de auxilio escuchado por oídos sordos; nadie es capaz de sentir por otro y aunque su pasión sea la misma no puede ser interpretada exactamente igual. En realidad, solo es posible sentir por uno mismo. Esto, por un lado, nos puede ayudar a imaginar cómo se siente quien, en dado momento, está cantando una pieza desgarradora; lo que sí podemos hacer es recordar vívidamente cómo se siente una situación similar vivida por uno mismo. Pero es importante aclarar que quien siente tristeza, lástima o ira por la situación presentada en la poesía, la imagen o la realidad siempre soy yo. Por otro lado, nos ayuda a apreciar la cantidad de tiempo que se emplea en escuchar y sentir buena música, en contra de gastarlo en tonterías que solo provocan ansiedad. Si quien siente soy yo, ¿por qué habré de sentir lo que no me gusta durante tanto tiempo?

La música tiene una función cognitiva mucho más importante de lo que parece: ordena el tiempo y construye pensamientos a través de él. Estamos hablando de pensamientos empíricos, racionales, críticos y emocionales. O sea, al escuchar una canción desgarradora tratamos de entender lo que dice la poesía y cómo está formada la melodía, lo cual graba una experiencia en nuestra memoria; cuando tratamos de discernir el movimiento melódico de las voces e instrumentos estamos usando la razón para decodificar la armonía (los acordes); emitimos —y muchas veces enunciamos— un juicio sobre nuestro parecer de la pieza y dejamos que nuestras pasiones se muevan hacia el clímax. Todo esto pasa dentro de la mente propia mientas estamos escuchando. La armonía ordena los acordes, del menos al más tenso, con el fin de empujarnos mentalmente según el sentido del clímax, y esas fluctuaciones de tensión provocan impulsos —¿pulsiones?— emocionales. Por supuesto, para lograr esto en el oyente, el compositor debe seguir un orden armónico y melódico creciente, lo que fundamentará la estructura de la música.

Dejarnos llevar por la música, sea un pensamiento intencional o uno provocado por un estímulo externo, es exactamente como un músico entrenado controla sus emociones. Ahora, controlar no significa de ninguna manera suprimir o provocar a capricho. Significa, más bien, evocar en la medida en que es necesario sentir de acuerdo con la situación u obra interpretada por nuestra mente en dicho momento. La conformación de neurotransmisores (hormonas) no puede ser controlada, pero sí puede ser sugerida e influida por una construcción temporal en la mente fundamentada en “olas” de tensión y descanso. Siendo un proceso temporal en constante movimiento, el proceso siempre avanza en ondas con cúspides (puntos climáticos), graduadas normalmente de menor a mayor. A cada ola en la jerga musical se le llama periodo, el cual está formado por dos o tres frases. No importa el estilo o el género, toda la música tiene estas estructuras que claramente podemos discernir, no por medida fija, sino por el proceso temporal que toma llegar a un clímax secundario, al cual va a seguir otro más tenso y otro hasta llegar al clímax primario de la pieza. En medio de ellos hay valles de descanso que ayudan al oyente a agarrar aire antes del siguiente impulso.

Lo curioso es que, en la música instrumental, ¡nadie! ha dicho qué se debe de sentir. Es, en pocas palabras, música meramente estructural. El hecho de hacernos sentir algo, aunque no tenga significado semántico, nos demuestra que la melodía, la armonía, la orquestación y la ejecución influyen en nuestras emociones a pesar de su vacuidad semántica. Incluso he escuchado hablar de la gran sensibilidad de algunos músicos y escuchas al ser afectados tan profundamente por la música instrumental. La sugestión emocional, en este sentido, no puede ser lograda con meras palabras y mucho menos por una orden. Es decir, conocemos verbos en imperativo para muchas acciones, pero no enunciamos “entristécete ahora” y esperamos un efecto exitoso. Para eso es necesario un medio completamente emocional que construya paso a paso la emoción, como la música.

En cuanto a la calidad y definición de las emociones sentidas, no hay reglas. No hay lógica alguna que pueda explicar cómo y por qué nos deleitamos al sentir algo que consideramos negativo, como la ira, y todavía nos damos el lujo de significarla detalladamente en casi todos los géneros. Es decir, hay canciones que evocan los celos en corridos, reguetón, rock, ópera. Otro ejemplo de la ira es la ansiedad extrema. Les comentaba a unos amigos que me impresiona cómo lograron simbolizar la desesperación que se siente en las grandes ciudades por medio de la complejidad casi caótica y rápida de una de sus canciones, Música rápida para cerebros acelerados. Con escuchar unos segundos de esto uno puede imaginar perfectamente lo que se siente quedarse atorado en el tráfico cuando hay una emergencia.

En ese sentido, la música es una de las pocas acciones humanas que nos pone los pies en el lugar actual y el tiempo presente. Aunque nos lleve fantasiosamente a otro mundo, durante el lapso en que escuchamos estamos conscientes de lo que percibimos, razonamos, juzgamos y sentimos; es decir, la música, filosóficamente hablando, nos muestra nuestro ser. Incluso nos fija en un estado meditativo en el que puede pasar lo que sea dentro de nuestra mente mientras analizamos ese mismo proceso. Además, podemos guiar nuestra conformación cognitiva para que tome las riendas la razón y la única emoción sentida sea alguna cercana al placer relajado; cosa muy útil para leer o estudiar. En ese caso, la música tonal (que distribuye las voces de acuerdo con reglas lógicas) acomoda la mente para seguir un sentido lógico del tiempo y relaja las pasiones, dando así cabida a una conformación racional, la cual, según la teoría de Alfred Tomatis y Don Campbell llamada “el efecto Mozart”, ejercita el cerebro en cuestiones de inteligencia. Mi música favorita para estudiar es la barroca, el efecto que produce suele ser la concentración en la lectura.

Volviendo a la ontología, el estado meditativo en el que nos atrapa la música, al poner nuestra conciencia en el lugar y tiempo presente, muestra lo que somos aquí y ahora, que es como revela a nuestro ser; sin embargo, de la misma manera puede mostrar con claridad el concepto más abstracto de todos: el tiempo. No es el hecho de escuchar conscientemente por un lapso, sino las fluctuaciones sutiles de intensidad a cada instante que aumentan hacia el clímax (lo que llamamos conducción en música) lo que lleva a nuestra mente a través del tiempo. En ese viaje cada pensamiento tiene una intensidad y una duración, y si su orden es creciente o decreciente vamos a percibir cada instante ordenado como movimiento; en otras palabras, dentro de nuestra mente procesamos con claridad el cambio de intensidad y es lo que concebimos como movimiento. Así, más que comprender lo que es el tiempo, podremos percibirlo y sentirlo activamente, un instante tras otro, conocimiento con el cual podemos dar a luz a un concepto del tiempo.

Como he dicho antes, la vida entera de cada persona está rodeada de música, ¡y seguir el ritmo es inevitable! Una de las enseñanzas más satisfactorias de la escuela de música es que debemos apreciar el hecho de que cada día haya más música, músicos y compositores, pero debemos escoger sabiamente lo que escuchamos para aprovechar cada segundo del tiempo emocional que padecemos, y siempre será de mayor satisfacción escuchar música retadora en cuanto a lo racional, lo emocional y lo espiritual. Mientras se dediquen más años a leer, escuchar música, ver pintura, escultura, arquitectura y en especial a todo aquello relacionado al arte, más habremos ejercido nuestra libertad racional y emocional. Entonces, en cuanto a la escuela de música —o cualquiera de arte—, uno no va necesariamente a ese tipo de tugurios de reputación dudosa para aprender a tocar un instrumento o cantar; uno va a ordenar sus pensamientos, emociones y con toda la intención de aprender plenamente a vivir. EP

DOPSA, S.A. DE C.V