En defensa de la belleza

Valeria Salas Carrillo ensaya sobre cómo la belleza trasciende los cánones rígidos y se convierte en un puente hacia el espíritu humano.

Texto de 13/08/24

Valeria Salas Carrillo ensaya sobre cómo la belleza trasciende los cánones rígidos y se convierte en un puente hacia el espíritu humano.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Estoy sentada en los escalones en los que Gil Pender descubre un portal que se abre a media noche para viajar al pasado en la película Midnight in Paris. Así visita la que, según él, es la época más hermosa del lugar más hermoso. Gil tiene el síndrome de la golden age: la seguridad de que hubo una época mejor, una época perfecta para ser feliz. Y en este caso, una época de brillo insuperable para las artes. 

Me imagino que soy yo la que se va de fiesta con Hemingway y los Fitzgerald. Me imagino bailando charleston en un vestido dorado, con plumas blancas en la cabeza. Cuando todos están demasiado borrachos, tengo un momento para mostrarle mi novela a Gertrude Stein, la siento generosa y le muestro también mis poemas. O bueno, tal vez mejor al revés: primero mis poemas, después la novela. Obviamente ella encuentra mi escritura brillante y yo celebro eufórica.

El frío parisino me regresa al año 2020. Sonrío para la foto que alguien me hace favor de tomarme. Me pongo la chamarra y sigo caminando. La nostalgia es real. La he sentido durante todo este viaje. He caminado las calles de París, Roma y Florencia, he viajado a los sesenta, los veinte, el Renacimiento, el medievo. He conversado con los artistas que vivieron distintos esplendores franceses e italianos, a través de sus obras y los lugares que frecuentaban. Aunque nunca había estado de este lado del mundo, tengo nostalgia: recuerdo a otra yo, una yo universitaria preocupada por los discursos artísticos y el desplazamiento de la belleza. Una yo que también tuvo el síndrome de la golden age

Le dediqué tres años de mi vida a producir una tesis alrededor de la idea de la muerte del arte, en la que me di a la tarea de rastrear los conceptos de arte y belleza en la historia de occidente, desde la antigua Grecia hasta Nueva York; desde el kosmos pitagórico hasta el postestructuralismo; desde Afrodita naciendo de la espuma de la mar hasta Rimbaud abusando de la belleza.  

El chisme a grandes rasgos es este: el concepto de belleza en occidente hasta la modernidad, apuntaba a la dimensión espiritual de la vida humana. La producción artística era muestra de la comprensión de la belleza de un orden superior, ya fuera cósmico, divino o humanista, según el paradigma predominante de cada periodo. Con el racionalismo y el método científico, surge la estética, una disciplina encargada de categorizar y enjuiciar las artes, en términos concretos, medibles y comprobables. 

De ese modo, la belleza deja de ser una cualidad profunda y compleja, ya no habla de un movimiento entre la percepción y la creatividad, entre la sensibilidad humana y el mundo natural. Desde la modernidad, se reduce a cualidades específicas y estandarizadas del aspecto físico de las cosas, a la superficie de los sentidos. Y si quedara algún remanente de sus dimensiones emocionales y espirituales, carece de valor en las civilizaciones racionalistas, cientificistas e industriales. 

Ya que la belleza se redujo al placer sensorial, desde las vanguardias quedó fuera del discurso de las artes. Los artistas iniciaron una búsqueda por crear más allá de la apariencia y el goce. Querían provocar y cuestionar. Querían desafiar el canon del buen gusto y la elegancia. Y ese ímpetu fue lo que desembocó eventualmente en lo que llamamos muerte del arte.

En su ensayo Un argumento sobre la belleza, Susan Sontag dio en un clavo importante: en el imaginario artístico postestructuralista, el trono que antes ocupaba lo bello, ahora lo ocupa lo interesante. Vivimos la supremacía del intelecto. Celebro el carácter revoltoso del arte posmoderno, su espíritu pluralista y las intenciones de una mirada horizontal. Celebro las posibilidades que se abren con este discurso y por lo tanto las maravillosas voces creativas que en otros tiempos no habríamos alcanzado a escuchar. Pero me causa conflicto cuando las pretensiones conceptuales que otrora fueran revolucionarias, se convierten en el nuevo canon: si antes el valor de una obra estaba determinado por el buen gusto de la élite, ahora está determinado por la satisfacción intelectual de la élite. 

“Celebro el carácter revoltoso del arte posmoderno, su espíritu pluralista y las intenciones de una mirada horizontal”.

Y como escribió Audre Lorde: las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo. Generar nuevos lenguajes y espacios para crear, implica mirar más allá de la historia de los imperios opresores. 

Así que me dispuse a redactar un nuevo proyecto de investigación. Hice un mapa de las líneas del ocultismo y la magia de occidente; y, por supuesto, de la historia de los pueblos esclavizados, desterrados y marginados, o lo que malamente llamamos culturas no occidentales. 

Y a donde miré, seguí encontrando belleza. 

Me pareció que la belleza era ese puente que podía acercar al arte y la gente. Devolverle el arte a la vida, al espíritu humano. La belleza en un sentido verdaderamente pluralista e integral, no en el viejo canon del buen gusto. Y así apliqué para una beca en la maestría en artes, con una propuesta de reivindicación de lo bello en las artes. 

El comité seleccionador me dio un veredicto agridulce: yo era bienvenida, pero mi proyecto no. ¿Qué podía esperar si mis referentes eran pensadoras, pensadores y artistas, cuyas ideas estaban marginadas de la academia? Decidí rechazar el puesto que se me ofreció, y hacer una pausa para dedicarme a viajar antes de tomar un nuevo rumbo profesional. 

El nacimiento de Venus, de Botticelli, es un cuadro mucho más pequeño de lo que imaginaba; pero el impacto que tiene en mi cuerpo es gigante. Recorro con atención cada centímetro de la obra, y también me distraigo. Mi imaginación proyecta en el lienzo recuerdos de otros lugares con otras diosas. Me doy cuenta de que, aunque no lo planeé así, mi perspectiva de la belleza se expandió durante mis años de mochilera de un modo que no lo habría podido hacer en la maestría. Y me siento satisfecha de haber tomado distancia de la academia.

En el Valle Sagrado de Perú, aprendí la importancia de hacer ofrendas para la madre cósmica, con elementos que son parte de ella, de la naturaleza. Se enciende fuego, se lleva agua, se forman figuras con flores, semillas y tabaco. De inicio yo me cuestionaba qué sentido tenía ofrecerle a la naturaleza algo que ella misma da. Luego fui comprendiendo que lo que una ofrenda es precisamente la disposición a la belleza, la creatividad y voluntad que una pone en hacer el altar desde la gratitud. En la cosmovisión inca, heredada por el pueblo Quero, estas ofrendas son una observación del Ayni: la reciprocidad que permite que la vida perdure. 

En la sierra y la costa de Oaxaca, he tenido la oportunidad de compartir tiempo con maestras tejedoras, y aprender de la paciencia y el cariño que hay en acomodar hilo por hilo, en el trabajo del telar de cintura, para dejar registro de lo que ocurre en la vida. Los huipiles son relatos festivos de la cosecha del maíz, la pesca del camarón, la llegada de la primavera. Son relatos del movimiento en la naturaleza, del cual formamos parte, y que muchas otras culturas también aprecian. 

El concepto japonés wabi sabi, que se ha popularizado como un estilo de arquitectura y decoración, en su sentido original se trata de celebrar la transformación de los objetos debido a su desgaste natural. Así que más que una mera estética, es una práctica de aceptación radical de la finitud de la vida, y de la belleza del envejecimiento. Además implica asumir que ni artista ni obra existen de manera aislada. Es lo que en el budismo se llama interdependencia: todos los seres están (estamos) unidos en un proceso infinito de causas y consecuencias. De modo que en el wabi sabi,  la creatividad no es un acto individual, es colectivo: lo que la naturaleza hace en el objeto es parte del proceso de creación de la obra, pues esta no empieza ni termina con el artista. 

Ahora que estoy frente al David, y que lo observo desde todos los ángulos que me son posibles, pienso en el movimiento. Pienso en el proceso de Miguel Ángel: en su precisión, en su obsesión por sostener la grandeza en el detalle, en todo lo que aprendió creando esta obra. Pienso en su entorno, en los ríos y las flores que lo sostuvieron, en sus amistades, en las personas que le asistieron, en los alimentos que lo nutrieron mientras trabajaba. Me conmueve ver al David como una de las ofrendas que Miguel Ángel le hizo a la vida, y saber que también desaparecerá eventualmente, se desvanecerá en la naturaleza.

Así es la belleza, impermanente como la materia, pero inmarcesible como la energía.

Saraswati es la matrona de las artes en el panteón hindú, y es la diosa creadora. En el principio era Brahma, la pura conciencia en quietud, y Brahma solo no pudo crear al universo, necesitó de su consorte. Saraswati es energía en movimiento, es ella la que puede crear mundos de su palabra y de su música. Por eso, además de ser la diosa de las artes, es la diosa del lenguaje y de todo lo que fluye. A veces se la llama diosa de la sabiduría. Y esto tiene sentido, porque Saraswati se conoce a sí misma creando. Y para que siga creando es necesaria la existencia de las otras dos diosas del triunvirato (y sus compañeros) Lakshmi, diosa de la duración y el deleite, y Kali, la destructora. La vida ocurre en una danza eterna entre creación, disfrute y destrucción. 

Antes de subirme al tren para ir al aeropuerto, me compro una libretita con una caricatura de la Venus de Botticelli. Atrás dice: La bellezza salverà il mondo, F. Dostoievsky. Sonrío de nostalgia dulce. Al final de Midnight in Paris, Gil Pender decidió quedarse en el presente, y hacerse responsable tanto de su deseo de vivir en París, como de su vocación de escritor. La última escena sugiere un nuevo romance con una chica que tiene una tienda de nostalgia. Quizá curarse del síndrome de la golden age implica saber que no estamos solas en nuestros ideales, que hay otras personas que nos acompañan en la vida y la creatividad. 

“Creo en la belleza del proceso colectivo, más que en las exigencias de resultados individuales”.

Sigo creyendo firmemente en la belleza, no como un concepto de plástico rígido, sino como una palabra abarcadora y etérea, una que conecta a la mierda con las flores y a las estrellas fugaces con los deseos de las personas. Creo en la belleza del proceso colectivo, más que en las exigencias de resultados individuales. Creo en el potencial que tiene para ablandarnos la crueldad, para enternecer el alma humana.

Belleza: cosmos. Belleza: caos. Belleza: movimiento de las partes hacia el todo. Belleza: movimiento del todo hacia las partes. Belleza: resplandor. Belleza: perspectiva y proporción armónica. Belleza: desmesura. Belleza: gozo del espíritu en la materia. Belleza: erosión. Belleza: reciprocidad. 

La pienso como ese brillo que habla de la finitud de las cosas, y nos invita a contemplar en silencio el flujo de la vida. Y por eso nos conmueve y nos invita a tomar nuestro lugar en la naturaleza, a crear lo que nos sea sincero, a dar frutas, a ser lo que somos en la danza infinita de la existencia. Así como se hacen y deshacen las olas, y en su movimiento limpian las aguas del planeta, así nosotras creamos belleza desde adentro. Un poema, una foto, un bordado. Y la vida perdura. EP

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