En esta columna, Ricardo Kostova nos invita a reflexionar desde la filosofía sobre la importancia de la buena calidad del aire y sobre cuáles pueden ser los costos que nuestra negligencia ante este tema puede acarrear.
Modus vivendi: Contingencias e incontinencias
En esta columna, Ricardo Kostova nos invita a reflexionar desde la filosofía sobre la importancia de la buena calidad del aire y sobre cuáles pueden ser los costos que nuestra negligencia ante este tema puede acarrear.
Texto de Ricardo Kostova 19/07/24
Durante el 2024, las contingencias ambientales por altos niveles de ozono y otros contaminantes han sido una constante en el Valle de México. Cada vez es más común que la Comisión Ambiental de la Megalópolis lance un comunicado sobre la mala calidad del aire: apenas en mayo se alcanzó el récord de más alertas emitidas desde 1993. Es preciso que notemos que tal situación tiene múltiples implicaciones; quizá la más inmediata y conocida sea el programa “Doble Hoy no Circula”, el cual consiste en que, según su engomado y su número de placa, ciertos vehículos no pueden transitar por las calles de la capital. No obstante, valdría la pena reflexionar si la única cuestión relevante respecto de una contingencia es si podemos utilizar el auto o si habrá menos tráfico de lo usual. Ante la emergencia ambiental surge la búsqueda de soluciones: algunos sugieren aumentar el número de días en que ciertos autos no puedan circular; otros en cambio proponen que el corte a la circulación de vehículos sea total y que se extienda por varios días o incluso durante una semana entera. Ahora bien, ¿qué herramientas nos brinda la filosofía para repensar esta apremiante situación?
Empecemos diciendo que, desde algunas zonas altas de la ciudad, puede observarse como todo el panorama está recubierto por una espesa bruma o neblina de color gris, la cual se torna más obscura conforme vamos alzando la mirada. A menudo el horizonte es indistinguible, las siluetas de los cerros y los edificios apenas aparecen dibujadas; solo las rachas de viento y la inconstante lluvia (que ha llegado hasta finales de junio) logra esclarecer el paisaje. Resulta pertinente advertir que habitamos en medio de esa sucia emanación; nuestra vida transcurre dentro de esa hedionda nube, y sus gases y nocivos componentes forman parte de nosotros y de nuestros seres queridos. La estética que acompaña a un día de contingencia ambiental acentúa los elementos grises e industriales, la inmundicia de una ciudad. El obscuro humo que brota de las unidades de trasporte público inunda nuestros pulmones. Todo ello nos sumerge en un estado de apatía, desesperanza y resignación, en un estado mental de fatiga o letargo generalizado.
Si prestamos atención, podemos vislumbrar mariposas de múltiples colores revoloteando en medio del tráfico o en alguna jardinera, o incluso algún escarabajo verde puede llegar a sorprendernos. Sin embargo, parecería que hemos perdido de vista u olvidado la íntima comunión con la naturaleza que mantuvieron grandes civilizaciones de la Antigüedad, tales como los mexicas, los mayas y los griegos. Probablemente dicho vínculo motivó y caracterizó las reflexiones e ideas más brillantes de sus sabios y pensadores. Los epicúreos, por ejemplo, entendían muy bien el papel que juega un entorno natural agradable o un jardín a la hora de utilizar nuestra razón. ¿Es posible que las grandes verdades filosóficas se oculten tras la naturaleza y sus fenómenos más comunes? No lo sabremos con certeza, pues como atinadamente señaló el presocrático Heráclito de Éfeso: “La naturaleza ama ocultarse”.1
Continuando con el asunto que nos compete, no hace falta decir que, en conjunto con el agua, el aire es un elemento esencial y primordial para la vida, pues ambos recursos rigen nuestra cotidianidad más inmediata. Por ello mismo, el filósofo griego Anaxímenes de Mileto propuso al aire o aér (ἀήρ) como arkhé (ἀρχή), es decir, como regente universal o principio de todas las cosas: “Anaxímenes de Mileto, hijo de Eurístrato, declaró que el origen de las cosas existentes era el aire, porque de él proceden todas las cosas y en él se diluyen de nuevo. Exactamente igual que nuestra alma, que es aire, dice, nos mantiene unidos, así también el aliento o soplo y el aire rodean todo el cosmos”.2 Este pensador creía que la rarefacción y la condensación, en tanto procesos inherentes al aire, eran los responsables del cambio y la conformación de los seres; por ello incluso llegó a atribuirle cierto carácter divino a este elemento.
Ya sea de forma consciente o no, todo el tiempo estamos respirando, pues tal actividad constituye una constante necesaria e indispensable para nuestra existencia. Tal vez debido a lo anterior, desde antaño, el “tener aliento” es un sinónimo de “estar vivo”; ciertamente la inhalación y la exhalación nos conforman hasta niveles insospechados, de ello dan testimonio la literatura y las mitologías del pasado. En la actualidad no son pocas las fuentes que proponen que la respiración consciente es una práctica capaz de hacerle frente a males contemporáneos tan extendidos como la ansiedad y la falta de atención, por lo que parecería que hay algo constitutivo y particular en el aire, curiosa sustancia invisible y sutil que todo lo rodea y todo lo penetra. Por otra parte, en la teología hebrea y en la filosofía cristiana, el aire o aliento también tiene un lugar central. Al inicio del Génesis podemos leer lo siguiente: “Entonces Yahveh–Dios formó al hombre de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida y el hombre se convirtió en ser viviente.”3 Este soplo es lo que confiere el espíritu y sus facultades al ser humano al modo de una fuerza vivificante. De igual manera, el Ruach Hakodesh (רוח הקודש) o Espíritu Santo es representado como viento o una inesperada brisa. También en Hechos puede leerse como este “Viento Sagrado” se posa sobre los apóstoles y les permite realizar toda clase de prodigios y maravillas: “De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban”.4 Esta correlación entre alma–viento o espíritu–aliento es algo que también aparece en el pensamiento griego, concretamente en el término neúma (πνεῦμα) empleado por los estoicos. Como podemos advertir, estas tradiciones no veían al aire únicamente como un elemento material concreto, sino como una de las potencias primordiales y constitutivas que traen consigo la vida e implican el movimiento.
También habría que preguntarnos: ¿por qué no dirigimos nuestros esfuerzos y atención a salvaguardar una buena calidad del aire?, ¿por qué no habríamos de ocuparnos de algo tan necesario y valioso? Convenimos en que es deseable poder respirar con soltura, pero nuestra voluntad no nos lleva a satisfacer esa prioridad; en ello consiste nuestra incontinencia. Resulta difícil de entender cómo, en el orden de nuestros deseos, el respirar aire limpio o en un entorno saludable muchas veces ni siquiera figura.
Otras áreas fundamentales para preservar la vida y la ecuanimidad también son afectadas por nuestra negligencia: durante una contingencia ambiental se recomienda no realizar ejercicio o actividades al aire libre sobre todo entre las 13:00 y las 18:00 horas, cuando existen las mayores concentraciones de ozono en la atmósfera. Tal situación merece nuestra atención en tanto que dichas actividades se han convertido cada vez más en una necesidad a causa del alboroto y el ritmo acelerado de las ciudades. Irremediablemente buscamos momentos que escapen a la lógica de la productividad y su inercia, anhelamos instantes de contemplación. Quizá solo en tal actividad se realiza plenamente la felicidad; al respecto Aristóteles señala lo siguiente: “Por consiguiente, hasta donde se extiende la contemplación, también la felicidad, y aquellos que pueden contemplar más son también más felices no por accidente sino en virtud de la contemplación”.5 El frecuentar los espacios naturales que nos rodean, incluso al realizar una caminata breve, puede contribuir a experimentar esos instantes de contemplación en nuestra vida, así como a conformar nuestra sensibilidad o a formar un sentimiento de preservación.
Por otro lado, ¿cuáles son los impactos a la salud de una contingencia ambiental?, ¿cómo se ven afectadas nuestras funciones cognitivas y nuestra vida interior?, ¿cómo nos sentimos en un día con mayor concentración de contaminantes atmosféricos? La sintomatología más frecuente es dolor de cabeza, dificultad para respirar, cansancio, bruma mental, resequedad e irritación en los ojos; todo ello disminuye nuestra esperanza de vida. Muchos de estos síntomas pueden esconderse o pasar desapercibidos bajo una gran cantidad de cortisol, la hormona principal del estrés; sin embargo, a pesar de no sentir ninguna afectación debido a nuestra constante tensión y nerviosismo, nuestra salud está igualmente comprometida. Las personas que viven en el campo o la provincia son quienes advierten con mayor facilidad la diferencia entre un día despejado y uno con contingencia; los efectos de la mala calidad del aire en sus cuerpos y la pesadez de cada inhalación es evidente para ellos.
Las emisiones desmedidas también contribuyen al aumento de la temperatura y la sensación térmica: gases como el dióxido de carbono, el óxido nitroso, el metano y el ozono impiden la disipación del aire caliente que se acumula en la atmósfera, lo que genera un efecto de “olla” que no hace sino acentuar las olas de calor. ¿Podemos decir que estos cambios tan drásticos en el clima atienden o coinciden con nuestra interioridad? Seguramente no hay una única solución para esta problemática, sino un conjunto de medidas que es necesario implementar, sobre todo a nivel de políticas públicas en materia ambiental; dejamos dicha empresa a los entendidos en el área. Lo que sí podemos entrever es que, del mismo modo en que una ciudad que entuba sus ríos está condenada a perecer, una que envenena el viento comparte el mismo destino. EP
- Heráclito, (DK 22 B 123). [↩]
- Anaxímenes, (DK 13 B 2). [↩]
- Génesis, 2,7. [↩]
- Hechos, 2, 2. [↩]
- Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 8, 1178b25–30. [↩]