Maximiliano Sauza Durán nos ofrece una reseña sobre Marco Aurelio y los límites del imperio, novela del talentoso escritor colombiano Pablo Montoya.
Marco Aurelio y su largo monólogo sobre la muerte
Maximiliano Sauza Durán nos ofrece una reseña sobre Marco Aurelio y los límites del imperio, novela del talentoso escritor colombiano Pablo Montoya.
Texto de Maximiliano Sauza Durán 20/06/24
Desde que la descubrí en 2017, la literatura de Pablo Montoya me ha asombrado con cada libro suyo que leo. Comencé con el Tríptico de la infamia, que le valió premios como el Rómulo Gallegos en 2015 y el Casa de las Américas en 2017. Seguí con Lejos de Roma, el bellísimo relato que narra el exilio del poeta Ovidio en las arenas de Tomos. Continué con sus poemarios y otras novelas, no inferiores en intensidad, pero sí menos afines a mis intereses. Algo que caracteriza al estilo de Montoya es la capacidad de equilibrar los recursos retóricos con los efectos poéticos. Un andamiaje que permite andar entre todas sus historias con soltura. Proclive a la ficción histórica, Montoya extrae el alma de sus creaturas y las inserta en un paisaje donde reina una silente armonía. Yo creía que Tríptico de la infamia era su obra maestra y definitiva; pero Marco Aurelio y los límites del imperio (Random House, 2024)1 ha llegado a cimbrar el trono.
Esta novela de inmediato hemos de enmarcarla en una tradición a la que muchos aspiran con entusiasmo, pero pocos alcanzan con laureles. Aquella que trata con erudición, arte y experticia al imperio romano y al universo grecolatino. Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, Los idus de marzo de Thornton Wilder y el díptico sobre el emperador Claudio de Robert Graves son las cumbres de esta cordillera. Al igual que el Adriano de Yourcenar y el Claudio de Graves, el Marco Aurelio de Montoya es el personaje protagonista que, en primera persona, en medio de una achacosa vejez, narra los sucesos voluptuosos y traumáticos de su vida, los embates y embustes de su gobierno.
Montoya ha señalado en varias ocasiones que a él no le interesan las reconstrucciones arqueológicas. Yo, como arqueólogo, salgo a la defensa de esta disciplina y, a su vez, de esta fascinante novela. Pocas ciencias construyen castillos en el aire con tanta insistencia y necesidad como la arqueología. Para llegar a ser un arqueólogo, hace falta tener una gran imaginación, porque los tiestos y las estatuas no hablan, y ante ese mutismo de antaño está el hombre del presente, el novelista, que toma la palabra y pone en orden ese mundo antiguo, claustrofóbico, sepultado bajo los polvos del olvido. Es por eso que Montoya sí hace reconstrucciones arqueológicas, porque sus novelas (y esta no es la excepción) están basadas siempre en arduas investigaciones, endulcoradas con gran talento narrativo y sensibilidad artística. No reconstruye —rehace.
Como en las novelas de Graves y Yourcenar, en la de Montoya se intercalan episodios autorreflexivos con luengos ejercicios ensayísticos. Vamos conociendo el imperio romano mientras conocemos al emperador que ase el timón y da rumbo a esa nave, demasiado grande para navegar sin contratiempos, que en todo momento parece hundirse por su propio peso. Marco Aurelio, el último de los llamados cinco emperadores buenos de Roma (los otros cuatro fueron Nerva, Trajano, Adriano y Antonino Pío), relata monódicamente el comienzo del fin del imperio. Imperio inconmensurable, que ya no es posible expandirlo sino detenerlo. Frenar las conquistas contra esos bárbaros que entran por todas partes, en las cada vez más luengas y frágiles fronteras. La garantía de volverlos ciudadanos y protegerlos bajo el abrigo militar es menos seductor día con día. Un privilegio que se da a todo el mundo no es un privilegio. Un derecho derrochado parece más bien una incómoda obligación. La creciente secta cristiana, con sus grupúsculos intolerantes entre sí (simonianos, marcionistas, sibilistas, carpocratianos, gnósticos, helenianos, barbelonitas, codianos, montanistas…) y ante otros credos (de germanos, egipcios, griegos y romanos), es un problema ineludible e inabarcable. Al igual que el Adriano de Yourcenar, el Marco Aurelio de Montoya explora los grandes sistemas filosóficos y misterios religiosos de su época, pero vemos siempre relucir al pensador de escuela estoica, autor de las Meditaciones y aprendiz lejano de Séneca, que encarnó el sueño de Platón de ser un filósofo que gobernara. Al igual que el Claudio de Graves, el Marco Aurelio de Montoya narra el devenir de su imperio con una fascinación incrédula y casi ajena. Las huellas que Roma ha plantado a lo largo y ancho del orbe (acueductos, termas, estadios, anfiteatros, odeones, circos, foros, mausoleos, vías, balnearios, calzadas…) no son sino bagatelas de un pueblo que ha soñado con la inmortalidad. Los bárbaros que acosan la paz del imperio (marcomanos, cuados, costobocos, yázigues, cótinos, sármatas, bastarnos, hermunduros, suevos, roxobinos, alanos, vándalos, peucinos, victovales, moros, naristas…) son la excusa para hacer de la guerra el motor de la civilización y su imperturbable movimiento.
He comparado suscintamente algunos elementos donde Montoya parece seguir a Graves y Yourcenar. Resaltaré mejor algunos episodios donde esta novela me pareció única e novadora. Primero, hay que reconocer que hay un mundo lírico-onírico que envuelve al Marco Aurelio y que lo hermana con otros personajes que el propio Montoya ha retratado. En sueños el emperador es arrobado por ilusiones donde advierte la posible división del imperio —cosa que, en efecto, ocurrirá siglos después con la división de Roma y Bizancio; le asusta creer que la creciente secta cristiana pudiera ser algún día la religión oficial del imperio; y atiende las fracturas familiares donde su hijo Cómodo, el príncipe advenedizo, heredero del codiciado trono, se pefila como un nuevo Domiciano, un nuevo Calígula, un futuro Nerón.
Un segundo punto que me pareció muy notable y enternecedor es cuando Marco Aurelio se encuentra, en la biblioteca de Alejandría, con un viejo poeta, ciego, hispánico, que sujeta un bordón y va del brazo de una muchacha del extremo oriente que lo acompaña fielmente, y que concibe la eternidad como una enorme biblioteca formada por hexágonos ilimitados donde acaso sea posible ser feliz. Por supuesto, Montoya es demasiado elegante para llamar a este personaje Borges, pero el homenaje está dado, y no pude contener la sonrisa cuando leí ese hermoso encuentro imposible pero verosímil. Del mismo modo, en el penúltimo capítulo, encontré otro homenaje plausible, cuando un ficticio filósofo, un hombre solar, Livio Tertulio, que habita en sus terruños llamados “la pequeña parcela”, donde no habitan esclavos sino libertos, donde la emancipación y la manumisión de los hombres son el pan de cada día, entabla una larga conversación con el emperador; y es este Livio Tertulio, hombre leguleyo dedicado a la escritura, filántropo y humanista, un personaje que presenta todos los rasgos del conde-apóstol de Yásnaia Poliana, Lev Tolstói. (¿O será acaso un doppelgänger del propio Montoya, una encarnación de sus ideas pacifistas y literarias?)
Un tercer acierto en esta novela es el tratamiento delicado de la filosofía estoica, la paideia griega y el origen del cristianismo —ese batiburrillo donde un hombre encarna al logos, que mezcla mitos mesopotámicos con leyendas judías y se sazona con dislates neoplatónicos. La contemplación rehecha (no necesariamente reconstruida) de un alma capaz de vigorizar a los pueblos y sentenciarlos, por medio de los extraños vericuetos del destino y el albedrío, a una condena irrevocable, es un acierto en la propuesta narrativa de Montoya. Por medio del pasado, que está en las tinieblas, Montoya nos habla del presente, que está en la luz, y nos habla también del futuro, que vuelve a lo tenebroso.
Marco Aurelio y los límites del imperio es una novela de una aparente y profunda sencillez técnica (todos los buenos escritores disuelven sus técnicas en una masa inconfundible), que se sumerge en las honduras de la eterna violencia humana, y que habla de un autor totalmente dueño de sus recursos, que no requiere de la pirotectnia estrafalaria ni de engorrosas digresiones narrativas para hipnotizar al lector desde que comienza la lectura. Es “un largo monólogo sobre la muerte” donde el devenir de un imperio, los frutos de la paz y los errores de la guerra reflejan las meditaciones de un escritor que no aboga por un discurso salvífico en su búsqueda de los clásicos, sino que, mejor aún, los trae de nuevo a la vida para que aprendan con nosotros (y nosotros con ellos) a lidiar en este largo e ilimitado mundo. EP
- Montoya, Pablo, Marco Aurelio y los límites del imperio, Bogotá, Random House, 2024, pp. 304. [↩]
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