De cuando fui a un taller y me quisieron dar Nescafé

En esta crónica, Anuar Jalife Jacobo retrata un singular taller de “Prevención de la violencia”.

Texto de 26/12/23

En esta crónica, Anuar Jalife Jacobo retrata un singular taller de “Prevención de la violencia”.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Para Libre y Güero, los mejores vecinos

Hace no mucho se robaron una televisión de casa de un vecino. Así que decidimos organizar un comité de colonos. Nos mandamos infinitas bendiciones telefónicas, instalamos una alarma en una esquina —que podía uno activar para dar aviso de que estaba a punto de sufrir un ultraje—, espantamos a un joven que fumaba marihuana y terminamos enemistados después de que alguien en una junta sacara a relucir las faltas de todos y cada uno de los habitantes de la colonia. Como en una fábula moderna, descubrimos demasiado tarde que el monstruo no estaba afuera, sino dentro de nosotros. Pero antes de que cobráramos cabal consciencia de esa revelación, emprendimos un último desesperado esfuerzo para hacer frente común a la criminalidad: solicitamos un taller de “Prevención de la violencia” al Municipio. Este fue gestionado por Andrés, el agraviado original, a través de la delegada de la zona, y se impartiría en una enorme bodega ubicada en la colonia, que lo mismo funciona como taller de hojalatería, lavado de autos y salón de fiestas. 

* * *

Es una mañana fría de sábado. A la cita acudimos tres personas todavía legañosas. En punto de las ocho aparece una camioneta último modelo. De ella se bajan dos jóvenes entusiastas con pinta de abogadas. Las ayudamos a bajar computadoras, proyectores, cartulinas, plumones, pliegos de foami, estambres, mesas y lonas impresas con el logo de Gobierno del Estado. Esta será una jornada espantosa.

La noche anterior en la bodega se celebraron los quinceaños de una tal Paulina, como nos lo indica un enorme letrero hecho con globos y la gran cantidad de basura que desde temprano barren los trabajadores del lugar, mientras otros ya trabajan en una pick-up a la que dan un enervante baño de pintura. Son casi las nueve. Reyna, la instructora, nos pregunta si no llegará nadie más. Hemos inundado los teléfonos de la gente con “Vecinos: ya estamos aquí”, “Vecinos: hoy es el taller”, “¿Nadie va a venir, vecinos?”, pero sin resultados. Es una vergüenza. Ella no puede dar el taller a tan pocas personas. No se lo pagarán. Casi sentimos alivio de poder regresar a nuestras casas. Pero Reyna es una profesional persuasiva y la falta de público no será un obstáculo. Se aproxima a los trabajadores y los convence de descubrir el arte de prevenir la violencia.

Antes de comenzar, Reyna nos pide que nos sentemos todos al frente y que no dejemos sillas vacías entre nosotros. Si alguien tiene la mala fortuna de acercarse a la bodega, inmediatamente es capturado por ella. Conformamos ahora un grupo de trece personas. Pide a su asistente que tome fotografías desde ángulos estratégicos para que el lugar parezca repleto. Hay que tomarse una foto junto a la lona de Gobierno del Estado, otra frente a una pantalla en la que se proyecta el título del taller, otra con Reyna, otra junto a unas cajas de galletas y otra desde nuestros lugares con cara de poner atención. “Son las evidencias que le pide Gobierno”, nos dice. Después de nuestra sesión fotográfica estamos listos para comenzar. 

—¿Cuál es la mejor estrategia para combatir la violencia? —nos cuestiona a rajatabla.

—Llamar a la policía.

—¡Armarse!

—Hacer comunidad.

—No. Prevenirla, señores —nos dice triunfante.

Si tuviéramos cuaderno y pluma, como alumnos aplicados, este sería el momento en que todos anotaríamos la respuesta. Apenas ha terminado de decir “señores”, aparece una diapositiva en que se lee la palabra PREVENCIÓN. En los minutos que siguen, se nos bombardea con incontables diapositivas que muestran estrategias para prevenir la violencia. En el transporte público hay que llevar la cartera en los bolsillos delanteros; en la calle hay que caminar por la banqueta y no sobre el arroyo; por las noches hay que transitar por zonas iluminadas; en el automóvil hay que llevar los vidrios arriba; en el trabajo hay que ubicar las salidas de emergencia; en el taller no hay que manejar herramienta después de consumir alcohol o estupefacientes; en la casa hay que instalar protecciones, alarma y cerraduras; a los extorsionadores telefónicos no hay que hacerles plática; en internet hay que evitar los sitios sospechosos y a nuestros hijos hay que importunarlos con llamadas telefónicas cada media hora cuando estén fuera. Realmente hace falta cuaderno y pluma para retener toda esa información. La jornada continúa de esta manera. Uno no está consciente de todos los peligros que lo rodean hasta que toma un taller de estos.

En algún momento, la instructora repara en que todos los reunidos somos varones. Nos felicita. Normalmente es lo contrario. Nos damos un aplauso. ¿Dónde están nuestras señoras? Una voz anónima dice: “Son bien flojas”. Hay risas generales; Reyna incluida, quien aprovecha la ocurrencia para decirnos que hemos llegado a uno de los momentos más delicados del taller. Hablaremos de violencia de género. Las sonrisas se truecan por caras de niños regañados. Nuestra maestra nos hace leer una definición que dice algo así como que “es un tipo de agresión física o psicológica ejercida contra cualquier persona basada en su orientación o identidad sexual, sexo o género”. Para ella parece ser suficiente. Pero el público no parece conforme y, a diferencia de los tópicos anteriores, sobre este tema parece haber muchas opiniones que desean expresarse. Un vecino inquiere: 

—Pero entonces los hombres también recibimos violencia por nuestro género.

Reyna, que hasta entonces había recitado toda la información, duda cuando tiene que improvisar y ese segundo de vacilación basta para que se organice un coro de comentarios:

—Es que las mujeres también se pasan.

—Yo tenía un amigo que hasta le pegaban. ¡Ma!

—Al Pablo, ¿verdad?

—Sí, al Pablo.

—Si uno no pone límites, se le suben a las barbas.

Reyna trata de recomponer:

—Sí, la verdad es que las mujeres también somos canijas —nos dice, produciendo un asentimiento unánime—, pero lo que debemos entender es que la violencia no es la solución. Ahí tienen, por ejemplo, las nuevas masculinidades.

—¡Ah, sí! De esos cada vez hay más. ¿Verdad, Fulano? —dice uno de los trabajadores adelgazando la voz al tiempo que le da un codazo al de un lado.

—No, tampoco se trata de eso —admite Reyna, entre las risas generales, incluida la suya. Parece que nuestra maestra no quiere meterse en más honduras y aprovecha el momento de relajación para dar por terminado el tema. Es mediodía y debemos tomar un receso. Los trabajadores se excusan, deben continuar con su jornada. El dueño de la pick-up está encantado, pero debe irse a almorzar. Reyna no puede continuar sin este público, pues todavía falta recabar las evidencias de la segunda parte. El vecino Andrés llama a la delegada para ver si ella puede convencer a los vecinos faltantes. Yo aprovecho para ir por un café, pero de la cafetera me sale un agua transparente y fría. La asistente me ve con cara de arrepentimiento. Se ha olvidado de conectar el armatoste. Casi una hora después, la famosa delegada aparece no con nuestros vecinos sino con una docena de mujeres, habitantes de una localidad cercana.

Reyna nos advierte que la segunda parte será más dinámica. Ya no habrá más diapositivas. Yo agradezco en silencio al cielo. Vamos a hablar de cultura cívica, de la importancia de llevarnos bien para mejorar la seguridad de nuestro entorno. Haremos cinco grupos para discutir alguno de los problemas que nos aquejan en nuestra localidad. Luego haremos un juego de roles donde pondremos en escena el problema y buscaremos una solución mediante el diálogo y la escucha activa. 

La mayoría de las representaciones son anodinas. Poseemos un espíritu ilustrado y creemos que la gente habla y resuelve sus problemas. 

—Oiga, usted saca su basura muy tarde y el camión no la alcanza a recoger. Es una molestia.

—Discúlpeme no sabía que había un horario.

—Sí, pasa lunes, miércoles y viernes a las 8.

—¡Ahora que lo sé no volverá a pasar!

—Gracias.

—Las que la adornan.

Sin embargo, un grupo —más específicamente un par de mujeres que parecen buenas amigas y que asumen los papeles protagónicos— le ponen sal a las cosas. Su problema imaginario es que una vecina tiene muchos perros hacinados en un patio de servicio que nunca limpia, provocando vapores insoportables.

—¡Buenos días, vecina! Quiero hablarle sobre los perros que tiene en su patio.

—Sí, son mis perros.

—Sí, son suyos. Pero tienen muy sucio el patio.

—Pero están en mi patio, ¿no?

—Sí, pero el olor llega hasta mi casa.

—Son mis perros y es mi patio. No es su problema.

—Sí, es mi problema.

—Pues resuélvalo.

—Por eso estoy hablando con usted.

—¿Qué le importa lo que hagan mis perros? ¡Ni que anduviera recogiendo las cacas y aventándoselas a su puerta!

—¡Voy a tener que llamar Control Animal!

—Hágale como quiera. Nomás le digo: a mí el que me la hace me la paga.

En este punto en que los límites entre la realidad y la ficción se han desvanecido, la actriz que representa a la agraviada está al borde de las lágrimas. No puede creer que su amiga sea capaz de tanta maldad.

Reyna, con su destreza en el manejo de grupos, decide que es suficiente. Da por terminada la actividad y con ella el taller. Nos tomamos veinte fotografías más. Llenamos constancias de participación, listas de asistencia, encuestas de satisfacción, exámenes de los conocimientos recién aprendidos y otra serie de formatos inagotables. Finalmente, nos damos un aplauso y se nos invita a pasar por un café. Yo, que llevo horas temblando por la falta del brebaje, soy el primero en acercarme a la cafetera. Vuelve a salir agua transparente, pero esta vez humeante. Dirijo una mirada interrogativa a la asistente, quien solícita saca un frasco de Nescafé y me lo aproxima como quien entregara un elixir. De todos los timos de esta jornada, este sí que es intolerable, pienso, y me voy deseando que a Andrés, el convocante, se suba a algún camión con la cartera en la bolsa de atrás. EP

Este País se fundó en 1991 con el propósito de analizar la realidad política, económica, social y cultural de México, desde un punto de vista plural e independiente. Entonces el país se abría a la democracia y a la libertad en los medios.

Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.

Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.

DOPSA, S.A. DE C.V