Polvo eres y en composta te convertirás

En este texto, Julieta Domínguez y Alfredo Rodríguez discuten sobre cómo se podrían cambiar las prácticas funerarias tradicionales por otras que nos permitan vincularnos con la tierra y con el duelo, al tiempo que reducimos el impacto ecológico que conlleva este proceso.

Texto de & 02/11/23

Composta humana

En este texto, Julieta Domínguez y Alfredo Rodríguez discuten sobre cómo se podrían cambiar las prácticas funerarias tradicionales por otras que nos permitan vincularnos con la tierra y con el duelo, al tiempo que reducimos el impacto ecológico que conlleva este proceso.

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La muerte nos abraza como cultura, como sociedad y como última verdad. Irrevocable destino para este viaje que llamamos vida es la muerte, que implica un proceso magnífico y aparentemente salido de un conjuro de alquimia: la descomposición de nuestro cuerpo en los elementos originales que lo conforman. Sin embargo, nuestros sentidos, sobre-sensibilizados por la cultura funeraria, reaccionan con fiero rechazo a este evento natural, por lo que el escenario de la descomposición del cuerpo humano nos parece impermisible, y nos atemoriza con solo nombrarlo. De ahí que hayamos buscado confinarlo, primero en cajas funerarias y luego, mediante la ciencia, retardarlo lo más posible.

“[…] el escenario de la descomposición del cuerpo humano nos parece impermisible, y nos atemoriza con solo nombrarlo.”

Tratamos de pensar que nuestros mortales cuerpos no solo son eso, mortales, y evitamos también pensar que se distorsionarán al descomponerse, borrando todos los rasgos que reconocemos y amamos de nosotros mismos y de quienes queremos. Exigimos que las partes incómodas del proceso se evadan (no se puede), se detengan (imparables) y se pospongan lo más posible. Pero, ¿por qué nos preocupa tanto pasar por el proceso de descomposición si de todos modos ya estaremos muertos? ¿Cómo sucede el proceso de la descomposición humana? Por favor, relájense con un cóctel de fauna cadavérica que a continuación les contamos.

Estimados todos, somos bolsitas caminantes de carne acompañadas toda la vida por cientos de miles de huéspedes que ayudan a nuestro organismo a alimentarse y defenderse. Estos huéspedes incluyen bacterias, hongos y animales microscópicos que habitan nuestra boca, estómago, intestinos, piel y cabello, ya sea ayudándonos con la digestión, combatiendo a otros hongos y parásitos más abusivos o descamándonos de células muertas para mantener el cutis renovado. En gran medida nuestra salud depende y es acompañada en todo momento de estos microorganismos que, llegado el momento final, iniciarán la siguiente etapa de su trabajo: descomponer en sus elementos más básicos los nutrientes contenidos en nuestro cuerpo, aprovecharlos, transformarlos y devolverlos a la tierra. Esta mezcla microbiana y fúngica forma parte de la fauna cadavérica que favorece la descomposición del cuerpo humano y que favorece además el aumento necesario de la temperatura, de hasta 76 °C, para que el cuerpo entre en descomposición. Con suficiente tiempo y humedad se desintegrará la materia orgánica y se reincorporarán nuestros fragmentos moleculares a nuevas estructuras orgánicas.

Ilustración de Julieta Domínguez

La cultura funeraria actual, sin embargo, interfiere con el proceso natural de descomposición, al utilizar fijadores que lo retrasan para llevar a cabo el rito funerario con todo y sus tiempos prologados. Esto nos permite irnos a dormir tranquilos sabiendo que la fallecida “tía María” está a tope de formaldehído, en una caja de metal con sellos al vacío, y con la certeza de que ahí se va a quedar hasta el siguiente día cuando sea incinerada o sepultada.

En contracorriente, un movimiento emergente y con actitud socialmente responsable busca cambiar el manejo funerario actual, promoviendo la descomposición natural de los cuerpos para reconectar con la tierra, a la vez que busca contrarrestar la producción de gases de efecto invernadero, como el CO2, y propiciar un manejo emocional de la muerte que nos permita sentir tristeza. ¿Puede entonces, el proceso de descomposición natural al que nos negamos tanto, volverse una herramienta valiosa para el manejo funerario del futuro?

“[…] un movimiento emergente y con actitud socialmente responsable busca cambiar el manejo funerario actual, promoviendo la descomposición natural de los cuerpos para reconectar con la tierra, a la vez que busca contrarrestar la producción de gases de efecto invernadero, como el CO2, y propiciar un manejo emocional de la muerte…”

Pues bien, nuestro cuerpo cuenta con todo lo necesario para iniciar este proceso; solo necesitaríamos un poco de ayuda (temperatura y humedad controlada) para acelerar la obtención de tierra enriquecida por composta como la que encontramos en el bosque, pero en este caso humana. Los centros de recomposición orgánica humana son edificaciones en las que múltiples cuerpos se pueden acomodar de manera vertical, cada uno en su cápsula de temperatura, biomasa y humedad controlada, todo lo cual crea una combinación perfecta de factores para favorecer y acelerar la descomposición de un cuerpo adulto humano en un promedio de uno a tres meses. Pasado este tiempo solo quedan los huesos más grandes, los cuales son separados y pulverizados como se hace durante las cremaciones.

Durante estos meses la familia tiene acceso a las instalaciones para continuar el duelo con fotos y nuevas flores, como tradicionalmente lo hacemos ante una lápida o un nicho, pues la cápsula se mantiene como el espacio físico que habita temporalmente nuestro ser querido. El resultado es una tierra fértil, sin olores desagradables, que la familia puede llevarse a casa, del mismo modo que muchos de nosotros hemos hecho con las cenizas producto de la cremación de nuestros seres queridos, pero con la diferencia de que esta tierra es un valioso oro negro capaz de enriquecer la semilla del árbol que plantemos en memoria de nuestro ser querido o las rosas del jardín que nuestra abuela cuidó toda su vida.

De hecho, hay quienes han trasladado esta idea a espacios públicos, conocidos como zonas de conservación. Con ello se busca cumplir el último deseo de muchas personas de ser depositadas al aire libre, como ya se suele hacer con las cenizas, pero con el aliciente de que estamos devolviendo verdadera riqueza orgánica, en forma de composta, al sitio de nuestro último descanso. Como bien dijo Elliott Rasner, director de una organización sin fines de lucro que rescata y enriquece el bosque de Bell en el estado de Washington con tierra recompuesta donada por varias familias: “… no eres un árbol, eres un bosque”.

“Es importante comenzar a tener estas pláticas, incómodas al inicio pero que retan nuestros prejuicios y miedos, y que podrían funcionar como semilleros de propuestas, curiosidad y soluciones.”

Lo que la recomposición orgánica podría hacer por nosotros y el ecosistema es enorme; esto incluye beneficios ecológicos y sociales, favorecer nuestra convivencia (con los vivos y con nuestra propia mortalidad), e incluso ofrecernos una alternativa a la saturación de los cementerios y criptas funerarias en las ciudades. Es importante comenzar a tener estas pláticas, incómodas al inicio pero que retan nuestros prejuicios y miedos, y que podrían funcionar como semilleros de propuestas, curiosidad y soluciones. Esto podría convertirse en un acto de sublevación contra la limitación, y por tanto imposición, de aquellas prácticas funerarias que refuerzan el tabú de la muerte, y empezar a crear espacios donde se fusionen un amor intenso, el duelo doloroso pero sanador y la entrega del cuerpo a una nueva vida. EP

DOPSA, S.A. DE C.V