En este texto, Mauro Mendoza discute sobre la heterogeneidad de la lengua española y su posible función como mecanismo de resistencia ante aquellos prejuicios colonialistas que reivindican la existencia de una supuesta panhispanidad.
Un nuestro español como resistencia
En este texto, Mauro Mendoza discute sobre la heterogeneidad de la lengua española y su posible función como mecanismo de resistencia ante aquellos prejuicios colonialistas que reivindican la existencia de una supuesta panhispanidad.
Texto de Mauro Mendoza 12/10/23
En los últimos años el discurso de la hispanidad, que tiene una de sus máximas celebraciones el 12 de octubre, ha ido perdiendo mucha de su vitalidad a partir de la crítica proveniente de las comunidades indígenas y la diversidad de posturas dentro del espectro político de la izquierda. Ya se sabe que la gente de ciencias sociales y humanidades aprovechamos ese día para decir que no hay nada que festejar, citar a Eduardo Galeano y tal vez profanar alguna estatua de Colón, ese ente que metonímicamente se ha convertido en el colonialismo español personificado en América Latina.
No puedo sino comulgar con esta actitud anticolonial, pues sin duda alguna considero que es necesario confrontar desde todos los lugares posibles una forma de pensamiento que se alinea con un sector en el que abiertamente suenan aquellos ecos franquistas (pero tropicalizados, a su pesar) de una patria, una religión y una lengua. Pero en vez de dedicarle más líneas a criticar esa postura, quisiera ahora permitirme el lujo de posicionarme desde una perspectiva que en un principio puede parecer contraria a mis propias convicciones.
Para ello, es preciso que me confiese como hispanoparlante que soy. Todos mis deseos, mis sueños, mis enojos los elaboro en la lengua de sor Juana (Cervantes qué), o en una bastante parecida a la suya. Y este hecho en verdad me conflictúa, pues no solo es cierto que la imposición de la lengua hablada por las élites latinoamericanas ha supuesto el retroceso de la variedad lingüística del territorio, sino que también se ha convertido en un pretexto para que las empresas españolas, en un acto neocolonialista, pretendan asegurar la explotación de los recursos naturales del continente a la par de que capitalizan el propio hecho lingüístico; por ello, no es gratuito que existan entidades como la Fundéu-BBVA, el Instituto Cervantes y la Asociación de Academias de la Lengua Española. Además, estas instituciones, a través de garantes como Vargas Llosa o Manuel Alvar (un patriota estudioso del español), han servido para darle espacio a un discurso que afirma que nuestra identidad como latinoamericanos esté asegurada por el gentil y humanitario hecho de que la Madre patria nos regaló el don de la lengua, vital elemento de integración continental.
Lo anterior, sin embargo, necesita ser matizado, pues cuando esta gente pretende atribuirle dichas cualidades coloniales a la lengua no lo hace pensando en el español en toda su complejidad, sino en esa entidad que en lingüística se llama ‘norma’. En tanto término especializado, ‘norma’ hace referencia a un deber-ser de la lengua procurado por un grupo de hablantes pertenecientes a las élites intelectuales y económicas que imponen su propia forma de hablar como el hablar “correcto”. Sin duda, es la norma lingüística del español la que funciona como punta de lanza de este pensamiento colonial.
Y el poder de la norma es tal que cualquier hablante puede hacer uso de ella en un inconsciente acto de colonialismo; sucede cuando cualquiera de nosotros escucha la forma haiga y decididamente corrige a quien la acaba de proferir. La norma se encarna también en nosotros cuando discriminamos a alguien por su acento, o cuando pensamos que hay formas de la lengua que son dignas de escribirse mientras que otras son propias de lo coloquial. La norma lingüística es, pues, ideología, similar a lo que Gramsci llamaría ‘hegemonía’.
Pero la propia existencia de la norma presupone que hay otras formas de habitar el español. Y creo que estas otras formas (llamadas ‘variedades’ en términos técnicos) son un acto de resistencia frente al colonialismo lingüístico. Es evidente que a pesar de que el español no se originó en territorio latinoamericano, ha sido en él, y gracias a sus habitantes, donde se ha constituido como la lengua (o lenguas) que es hoy. No solo en América Latina habita la mayor cantidad de hispanoparlantes del mundo, sino que también el español se ha convertido en una parte fundamental de la experiencia histórica de esas comunidades. Por lo tanto, en cada una de ellas la lengua ha ido adquiriendo una fisonomía particular que no está ceñida exclusivamente a su vocabulario (reino lingüístico al que los normativistas han querido reducir la experiencia latinoamericana del español), sino en todas las perspectivas en las que podemos acercarnos a él. Así, mientras que en los Andes el español se ha modificado por la necesidad de especificar “cómo es que sé lo que digo que sé” (y que es una expresión fundamental en lenguas como el quechua), en el centro de México nos sentimos más cómodos dando largos circunloquios para parecer más respetuosos con nuestro interlocutor, tal y como hacía el náhuatl en el siglo XVI.
Habría entonces que considerar que no es el español lo que ha dado identidad a estas comunidades, sino que han sido ellas las que le han dado identidad a la lengua en el momento en que, sea por la razón que sea, la han retomado, se han apoderado de ella y la han ido moldeando según sus necesidades. Por lo tanto, y contrario a lo que sostienen los altos dignatarios de la RAE y demás instituciones normativas, Latinoamérica creó la lengua española, y no a la inversa. José G. Moreno de Alba, un filólogo mexicano, comenzaba hace muchos años sus cursos de lingüística discutiendo si era mejor la frase “el español de América” o “el español en América” cuando se hacía referencia a las formas en la que esta lengua se habla en este lado del Atlántico, y mientras que él se decantaba por la preposición “en”, con la que se cifra que la lengua está contenida en un territorio en el que es ajena, yo considero que ambas formas son incorrectas, pues el español es más un hecho latinoamericano que castellano.
Exculpado ahora de mi ser hispanoparlante, puedo decir que, si bien es verdad que los recónditos espacios de mi psique están configurados por esta lengua, no es el español normativo el que me define, sino esa variedad que aprendí durante la infancia en la colectividad, un español propio del territorio latinoamericano que no solo se aleja de Cervantes, sino también de sor Juana; se trata, pues, de un español que resuena con más naturalidad y contundencia en cualquier canción de Los Ángeles Azules que en Primero sueño. Por ello es fundamental que vayamos reconociendo que hablar alguna de las formas en las que el español se ha construido en este territorio es un acto de oposición a la norma, y es también un acto anticolonial la defensa de cada una de esas variedades. EP
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