En este escrito, Mauro Mendoza discute sobre la apropiación y tergiversación de algunos símbolos y prácticas culturales de las comunidades originarias en la búsqueda de una supuesta identidad mexicana.
La culpa no es de Moctezuma
En este escrito, Mauro Mendoza discute sobre la apropiación y tergiversación de algunos símbolos y prácticas culturales de las comunidades originarias en la búsqueda de una supuesta identidad mexicana.
Texto de Mauro Mendoza 27/09/23
Durante el inicio de este septiembre dos notas llamaron mi atención. En la primera, quizás poco difundida puesto que aparece en un medio local de Veracruz, se habla de una persona que, en la recepción de su título universitario, vestía un penacho, arreglos de plumas, taparrabos de piel y cascabeles en los pies; era una reproducción de la imagen que cualquiera que haya estado en el Zócalo de la Ciudad de México puede traer a su memoria cuando piensa en quienes están danzando alrededor del huēhuētl y del copal. Desconozco los motivos por los cuales él decidió vestir de esa manera, pues el texto omite completamente sus declaraciones, por lo que evitaré hipotetizar al respecto.
Me parece que la manera en que está redactada esta primera nota es muy sugerente; ya desde el encabezado se caracteriza al graduado como “indígena”, y se asume que el acto en sí mismo está relacionado con “nuestras raíces prehispánicas”. Sin embargo, basta una rápida revisión bibliográfica para reconocer que estas tradiciones poco tienen de mesoamericanas, pues en realidad se originaron entre los lakota en el actual territorio estadounidense, de donde fueron importadas durante el siglo xx. También es necesario decir que las “raíces mexicanas” sobrepasan al grupo étnico mexi’ca’, uno de muchísimos hablantes de náhuatl que se inscribía en un un conjunto más amplio de grupos étnicos y lingüísticos a lo largo de Mesoamérica y de las bastas regiones culturales al norte de esta área.
La segunda nota hace referencia a los eventos acontecidos el día siguiente de la declaración de Claudia Sheinbaum como heredera de la cuarta transformación. Como recordará quien lea estas líneas, apresuradamente el actual presidente decidió entregar un bastón de mando (eso que en náhuatl es llamado tōpīlli y que en otras lenguas mesoamericanas recibe diversos nombres) a su probable sucesora. Este acto no es nada baladí; por el contrario, su carga simbólica es densa. El bastón de mando representa a las autoridades de una comunidad particular y su entrega es consecuencia de un proceso de deliberación colectiva. Chilango como soy, poco puedo aportar a una discusión centrada en las formas indígenas de gobierno, de las que el bastón de mando es símbolo, además de que un elocuente análisis puede ser consultado en una columna de Mito Reyes en Gatopardo. Lo que me gustaría retomar del análisis de este autor es que los bastones de mando se han ido convirtiendo en parte de una parafernalia estatal que pretende legitimar su autenticidad a través de una serie de símbolos que, en el colectivo, asociamos con formas de “ancestralidad”, condición que parece dotarlas de un halo de autoridad ante nuestras propias necesidades políticas y culturales.
En un ensayo breve publicado hace unos años en la Revista de la Universidad, Jaime Labastida, entonces director de la Academia Mexicana de la Lengua Española, exponía de una manera sucinta esta relación semiótica entre lo indígena y lo ancestral; decía el autor que mientras que el español conecta a los hispanoparlantes con el mundo entero (muy acorde con la dimensión globalizada de la lengua), las lenguas indígenas se conectan con lo primigenio, la raíz. Cabe decir que la afirmación no sólo aplica a estas tradiciones lingüísticas, sino a todo tipo de expresión cultural provenientes de estas comunidades. De esta forma, la palabra ‘raíz’ tiende a establecer una serie de significados temporales a partir de los cuales se valoran fenómenos culturales específicos, por lo que serían hechos “radicales” (en su sentido etimológico) las festividades asociadas al día de muertos, la fundación de Tenochtitlán, el temazcal, la poesía de Nezahualcóyotl, el pulque, la carga energética en Teotihuacán durante el solsticio, entre un sinfín de expresiones que, a la vez, calificaríamos como mexicanas. En todos los casos, estas prácticas remitirían a una suerte de tiempo primigenio, desprovisto de la mancha pecaminosa que trajo consigo el proceso de colonización europea. Además, la “ancestralidad”, muchas veces asociada a la palabra raíz, sostiene su valoración cultural en una serie de prejuicios que nunca se enuncian pero que se encuentran presentes. Así, por ejemplo, uno puede encontrar en diferentes grupos de Facebook relacionados con la enseñanza y aprendizaje de náhuatl la valoración de esta lengua como una “lengua ancestral”, hecho que valida una serie de conocimientos y prácticas asociados a la misma.
Me parece evidente que toda lengua y toda comunidad humana ha generado, a lo largo de su experiencia histórica, un grupo de conocimientos particulares que le han permitido la supervivencia a través de la interacción entre quienes lo conforman, con el entorno y con otros grupos humanos. De esta forma, no pretendería jamás negar la bastedad de conocimientos cifrados en las lenguas mesoamericanas (o cualquier otro grupo de lenguas), así como en las prácticas culturales de los grupos que todavía hoy las mantienen como parte de su experiencia histórica. Mi asombro nace en realidad del simbolismo que las comunidades ajenas a esas tradiciones asocian a ellas. Como he mencionado anteriormente, considero que buena parte de esta carga simbólica parte de una serie de prejuicios que jamás se enuncian pero que, sin duda, ordenan dichos signos. De esta forma, creo que una parte de nuestra valoración se origina de un prejuicio que podemos asociar al tópico del buen salvaje, tan propio de la literatura decimonónica. Recordemos que, bajo esta imagen, se postula la idea de que los grupos carentes de “policía” (que es lo mismo que decir “civilidad”)1 vivían en una especie de idilio bucólico, armonioso con su entorno, mismo que los mantenía suspendidos en el tiempo anterior al devenir de la historia. Bajo este esquema, entonces, las prácticas culturales asociadas a ellos serían una manifestación de esa edad de oro y, por lo tanto, guardarían una relación “orgánica” con el mundo natural y espiritual que aquellos que hemos crecido bajo la también diversa tradición occidental desconocemos como consecuencia de nuestro abuso de la razón.
Postulado desde este lugar, la supuesta ancestralidad se convierte entonces en un acto discriminatorio que tiende a sostener la falsa idea de que estos “antiguos” grupos humanos se diferencian de los mestizos en tanto que los primeros son aún representantes de ese buen salvaje. Esta postura, creo, se encuentra ampliamente naturalizada en nuestro pensar cotidiano. Recordemos, por ejemplo, el título de uno de los bestsellers universitarios: La visión de los vencidos, una compilación de diferentes textos en náhuatl que comentan el proceso de la caída de Tenochtitlán. Asumir, como presupone ese título, que en conjunto todos los grupos indígenas fueron simplemente sometidos el 13 de agosto de 1521 es una falacia histórica. Por un lado, no podemos olvidar que el grupo vencedor incluía mayoritariamente a los miembros de una alianza indígena construida exprofeso para la derrota de los mexi’ca’, por lo que no todos los vencidos de esa obra lo eran en realidad; seguramente si le hubiéramos preguntado a un tlaxcaltecatl si se consideraba derrotado los años inmediatamente posteriores al establecimiento del gobierno colonial se habría reído en nuestra cara.
De esta manera, es posible que pretendamos negar las complicadas relaciones políticas de las comunidades mesoamericanas del siglo XVI a cambio de conformar en nuestro imaginario la idea de un idilio que, además de inexistente, es solo funcional para la identidad mestiza; pues se preguntarán algunos que cómo es posible que estos grupos, tan conectados con la naturaleza, tan pacíficos, tan espirituales, pudieran desear la destrucción y conquista de quienes, asumimos, consideraban sus iguales. Esa maldad asociada a la política, por ejemplo, no podría sino ser propia del mundo occidental, por lo que sería inexistente antes de que Colón tuviera la mala ocurrencia de poner su pie en islas del Caribe.
Para precisar: este discurso desliga los sentidos originales que estaban asociados a cada una de estas prácticas para imponerles unos nuevos. Como consecuencia de ello, ahora parece que pocos considerarían extraño hacer yoga en Teotihuacán o alabanzas budistas dentro de un temazcal; desprovisto de su contexto, el sentido de estas prácticas queda a merced de la cultura hegemónica. Tal vez estos dos ejemplos parecerían inocuos, pero se sustentan en el mismo principio de apropiación y resignificación cultural que se encuentra en emplear el bastón de mando como un símbolo del poder del Estado mexicano, entidad a la que no le pertenece. Tal vez el problema fundamental en todos estos casos se encuentra en la ruptura entre el sentido y su contexto y, principalmente, la comunidad que los elaboró y que los ha mantenido vivos independientemente de los vaivenes de la política del estado mestizo; ya sabemos que, mientras la parafernalia estatal conecta la historia del país con el pasado indígena, las diferentes comunidades a lo largo y ancho del país han sido sometidas durante los últimos 500 años a una dinámica de exterminio.
Durante el siglo XVI se elaboró el mito de que uno de los últimos tla’to’que’ de México, Moctezuma Xocoyotzin, tras la contemplación de una serie de malos augurios (llamados tētzāhuitl en náhuatl), habría cedido a su inestabilidad emocional y entregado el gobierno a los españoles, confundidos con dioses. Esta narración es producto de la imaginación franciscana, pero ha servido para articular una explicación de lo que sucedería dos años después y también para establecer un punto de inflexión entre lo idílico prehispánico y la historia europea, pero la culpa no es de Moctezuma. Habría que decir que el culpable de que haya quienes gritan ōmeteōtl cuando la gente entra a un temazcal no es el huēyi tla’toāni, sino la manera en la que nos hemos apropiado de tradiciones cuyo verdadero significado nos es del todo ajeno. EP
- El término “policía” en el español de los siglos XVI y XVII hace referencia a la buena ordenanza civilizatoria que se vivía en las ciudades. Tras el contacto con las comunidades originarias, el proceso colonial se justificó como un proyecto civilizatorio que pretendía dotar de “policía” a las diversas comunidades mesoamericanas, particularmente a través de lo que fue llamado “reducción”, que era la conjunción de diversas comunidades en un nuevo pueblo al estilo español. Un excelente estudio de la práctica de reducción y la idea de policía durante los primeros siglos de la Colonia puede leerse en Converting Words: Maya in the Age of the Cross de William Hanks. [↩]
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