Plana verde | Parques revolucionarios: una historia para recuperar la esperanza en la política ambiental mexicana

Andrea J. Arratibel escribe en torno a una historia que narra cómo la Revolución mexicana construyó un patrimonio cultural sobre la naturaleza, creando parques nacionales como una vía de acceso al mundo ambiental para promocionar sus propias visiones de un futuro más justo y sostenible.

Texto de 26/09/23

Andrea J. Arratibel escribe en torno a una historia que narra cómo la Revolución mexicana construyó un patrimonio cultural sobre la naturaleza, creando parques nacionales como una vía de acceso al mundo ambiental para promocionar sus propias visiones de un futuro más justo y sostenible.

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En estos días, una lectura preciosa me acompaña a todos lados, en las horas de espera en los aeropuertos, en escapadas fugaces a cafés, en la mesilla de mi cama donde se me amontonan los libros. No hay apenas una página de las casi 400 que conforman este ensayo que no exhiba una línea subrayada, párrafos enteros. Su autora, Emily Wakild, historiadora y experta en la investigación de la conservación de recursos naturales por sociedades y gobiernos latinoamericanos, ha sido galardonada con diversos premios de prestigio por su trabajo de documentación y divulgación sobre el tema. Aunque es estadounidense, el amor y la admiración desbordados que profesa al país, podrían hacerla pasar por mexicana, también por la forma en que nos relata una historia bellísima que ha sido invisibilizada. Aquella que narra cómo la Revolución mexicana construyó un patrimonio cultural sobre la naturaleza, creando parques nacionales como una vía de acceso al mundo ambiental y construir una visión propia alrededor de un futuro más justo y sostenible. 

En medio de la crisis de valores en torno a la naturaleza que enfrentamos en todo el mundo, exacerbada en México, donde la corrupción se entrelaza con tantos conflictos ecológicos, este libro recupera los triunfos de un gobierno progresista que convenció a la sociedad para posicionar a su país como la vanguardia de la conservación ambiental. México llegó a tener más parques nacionales que ningún país del mundo; el de Iztaccíhuatl–Popocatépetl, conformado por los bosques de pinos y oyamel que rodean los dos volcanes, fue el primero en conseguir tal distinción.

Para ello, el presidente Lázaro Cárdenas llamó a sus filas a los mejores asesores científicos, ingenieros forestales, biólogos, ambientalistas… Pero también contó con los campesinos, comunidad a la que dio voz y asignó un papel fundamental en la toma de decisiones legislativas en torno a su forma de vivir y al medio ambiente. El interés y la predilección por la población rural del mandatario, uno de los grandes referentes de la historia política mexicana, permitió llevar a los lugareños una vida mejor asegurando a su vez la conservación de las riquezas de la naturaleza, como un legado futuro para el bienestar de la colectividad y no de sólo unos pocos.

Como nos cuenta en Parques revolucionarios. Conservación, justicia social y parques nacionales en México: 1910-1940, traducido al español y publicado por la editorial Cigarra, la conservación de áreas naturales durante las primeras décadas del siglo XX resultó del esfuerzo ligado a la reforma agraria, que “integró la defensa de los intereses campesinos y una forma innovadora de entender y aprovechar la tierra y recursos naturales”. Hacia el final del mandato de Cárdenas, casi la mitad de las tierras cultivables de la nación y un quinto de los bosques habían sido transferidos a las comunidades.

“Hacia el final del mandato de Cárdenas, casi la mitad de las tierras cultivables de la nación y un quinto de los bosques habían sido transferidos a las comunidades”.

El saber científico fue clave para proteger el medio ambiente y guiar las medidas políticas que fueron impulsadas, “planes motivados por la preocupación de la rápida degradación del medio ambiente que permitieron a los defensores del mundo natural incidir con fuerza en las políticas estatales”. Aquella sed de conocimiento y progreso llevó a los científicos mexicanos a explorar por primera vez el cráter del Nevado de Toluca, a subir las faldas del Popocatépetl y atravesar los glaciares de Pico Orizaba. Estos proyectos que los expertos llevaron a la práctica siempre estuvieron vinculados a las metas plurales de la justicia social. De esta forma, los funcionarios públicos que asesoraban a aquel presidente, desarrollaron parques nacionales “en el marco de un plan de reforma social que siguió el patrón del concepto hoy conocido como sustentabilidad”.

De 1910 a 1940, en México se crearon 40 parques nacionales, que no son pocos, y el país llegó a ser escenario, gracias a un gobernante que puso toda su pasión y voluntad en ello, del primer congreso internacional para el desarrollo de las áreas naturales protegidas. 

Además de las distintas leyes creadas, como la Forestal de 1926 o el Plan sexenal 1934-1940 —que establecía una agenda nacional para el manejo de los bosques e implementar una constitución coherente a sus ideales—, “la política cultural insertó en el diseño de la reforma agraria, el desarrollo industrial, la educación rural y el manejo de los recursos naturales”. No sólo se abrieron entonces diversas escuelas forestales, sino que se fomentaron como nunca antes —ni después—, las campañas educativas, los festivales públicos y los campamentos de verano, entre tantos ejemplos, promoviendo el conocimiento alrededor de los beneficios que brindan los bosques si se conservan y cuidan. En este sentido, la Sociedad Forestal, fundada en 1921, desempeñó un papel determinante a la hora de transmitir a la sociedad los beneficios que aportan los ecosistemas para mediar inundaciones, conservar suelos y mantener climas viables.

Uno de los aspectos más destacables en la creación de los parques mexicanos y reservas de las biosferas, es que en ellos no se registraron procesos de expulsión de las poblaciones, sino que estas asumieron un rol de guardianes. Porque, como destaca la autora, “la conservación no se trata de excluir la actividad humana sino dirigirla para que no perturbe el equilibrio ecológico”.

Los acontecimientos casi quiméricos que caracterizaron aquella época se contraponen en la actualidad a la tremenda crisis ecológica y social que azota México, donde no hay uno de sus 32 estados que no se encuentre desbordado por los conflictos socioambientales; por la deforestación salvaje, el extractivismo de las mineras, la nefasta gestión de los recursos hídricos, la agricultura sin límites, la ganadería intensiva o la excesiva contaminación que amenaza ecosistemas únicos, la salud y la integridad de las poblaciones.

Si en algo incide el trabajo de Wakild es en los nexos entre la justicia ambiental y la social, profundizando no sólo en su relación directa e intersecciones, sino en la necesidad de que sean asumidas como una sola, asunción que los problemas derivados del cambio climático llevan evidenciando de forma explícita en los últimos años. 

Las lecciones de la era del ambientalismo revolucionario muestran la simetría entre la preservación de la justicia social y la protección de la naturaleza, así como los graves riesgos que lleva balancearlas, afirma la investigadora. Como detalla, “los parques nacionales en México fueron consecuencia de las afinidades reaccionarias por la ciencia y la justicia social. De 1935 a 1940, los mexicanos trataron de combinar la protección de la naturaleza con la justicia ambiental de una forma que rara vez ha ocurrido en otros tiempos o latitudes”.

“Las lecciones de la era del ambientalismo revolucionario muestran la simetría entre la preservación de la justicia social y la protección de la naturaleza, así como los graves riesgos que lleva balancearlas”.

Aunque el reconocimiento del despertar de la conciencia ambiental se lo han llevado ciertos movimientos de los setenta en Estados Unidos, “haciendo de los actores blancos, ricos y urbanos los protagonistas de la salvación del planeta”, escribe Walkin, “la versión mexicana del ambientalismo apareció mucho antes y debe ser vista como parte de la génesis doméstica de las ideas que promovieron el manejos consciente y cautelosos de los recursos naturales”.

Además de desarrollar desde una mirada amplia, minuciosa, inteligente y multilateral las transformaciones que llegaron tras los ideales de la Revolución Mexicana, en este libro, la autora recupera conceptos bellísimos y alentadores, como cuando menciona, por ejemplo, que “la naturaleza figuraba en los planes radicales de la política porque Cárdenas y otros líderes creían que cada mexicano tenía algo que ganar o perder en el entorno natural”.

Por más difícil que me resulte el ejercicio de elegir una entre tantas, me quedo con una reflexión de esta lectura reveladora, aquella que señala cómo “los cardenistas profundos eran todos gente decente y la mayor lección que nos llegaron es que con gente decente se pueden lograr muchas cosas”.

Frente a un gobierno que no cuenta con una agenda ambiental clara ni definida, ni muestra intenciones de impulsarla, necesitamos más que nunca una corriente que tome de ejemplo aquel movimiento político socioambiental que no sólo transformó la vida de la gente dignificándola, sino que la anexó al respeto y cuidado de la naturaleza.

En última instancia, el libro de Wakild es un soplo de esperanza y una fuente de inspiración para recuperar aquel espíritu que sí fue verdaderamente revolucionario y que hasta hoy pareciera una utopía. EP

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