En esta columna, Aníbal Santiago escribe sobre las nuevas gestas deportivas de Lionel Messi en el Inter Miami.
Boca de lobo: Messi no es Rapunzel oliendo jazmines
En esta columna, Aníbal Santiago escribe sobre las nuevas gestas deportivas de Lionel Messi en el Inter Miami.
Texto de Aníbal Santiago 07/08/23
Cuando leí que el jugador que en 19 años ha transformado hasta la eternidad el futbol decidió jugar en algo llamado “Inter Miami”, busqué el equipo en Google (no sabía de su existencia). Como a tantos, lo que más me descolocó fue su color. “¡Un equipo rosado!”; me extrañé como si viera una manzana azul, un elefante verde, un río amarillo.
El rosado, el color al que la humanidad ha confinado como símbolo de delicadeza femenil para vestidos de niñas, arreglos florales, lápices labiales, cobertores de dama y, claro, el mundo Barbie, era el color de algo tan viril, sudoroso, marcial y rebosante de testosterona como un equipo de futbol. Y me encantó: imaginé a Messi con ese jersey rosa incandescente y me dije que lo quería. Incluso me visualicé yendo a comprar tortillas en mi colonia Portales con esa prenda estética, elegantísima, que nadie puede dejar de ver. ¿Por? Porque puedes no advertir que a tu lado está un individuo con la camiseta blanca del Real Madrid, la azulgrana del Barcelona o la rojiblanca de las Chivas. Pero si pasa alguien con la del Inter Miami lo voltearás a ver, sí o sí, porque es lo mismo que descubrir en Río Churubusco a alguien que camina con orgullo portando una radiante blusa de chaquiras doradas. Lo ves.
Y entonces, superados los prejuicios cromáticos, pasé a los prejuicios deportivos. Messi no jugaría en Alemania, Inglaterra o España, la élite del futbol mundial, sino en la MLS, una liga con una bajísima exigencia deportiva y maniatada por el marketing, con porras de plástico y estadios sin el misticismo de lo añejo, sin el hechizo de los escenarios que acumulan cicatrices de viejas batallas. Estadios bellos y confortables, sí, pero tan fríos y pulcros como campos de golf. Pensé que a los 36 años Messi se estaba jubilando frente al mar —en la ciudad más frívola del mundo— y jugaría su etapa final con pausa y contemplación, con la serenidad —para volver al mundo rosa— con que Rapunzel siente la fragancia de jazmines dando saltitos en verdes praderas.
Hace siete años escribí sobre mi necesidad de Messi en la vida diaria: “Sus partidos llenan la mente de belleza y ante eso —en un mundo destripado por el horror— hay una sola forma de agradecer: verlo. Por eso me sorprendí marcando mis días con los partidos del Barça ante Getafe, Villarreal o Espanyol. Me atacaba un sentido del deber: creía que faltar a uno de sus duelos contra el equipo que sea, así fuera el Limasol de Chipre, era irresponsable y egoísta. Como si Regina Spektor decidiera cantar y tocar su piano en mi calle una noche por semana y yo prefiriera quedarme en casa, tapadito bajo mis cobijas: ella y su arte sublime a solo unos metros, pero, lástima, justo a mi inviolable hora de dormir. Qué vergüenza”.
Ahora quería verlo en el Inter Miami. Como la economía no me da para pagar el MLS Pass, he caído en el mundo clandestino de las señales piratas web. No cargo culpa por mi ilegalidad. Messi es un patrimonio de la humanidad y negar a los terrestres su admiración es una injusticia y una aún más grave violación a la ley. Si me detienen, me esposan y conducen a una celda, acataré el castigo con dignidad.
¿Y el Messi deportivo? Pelea, transpira, asiste, convierte y celebra los goles con emoción desbordada, como si lo mejor de la vida fuera dar alegrías a esa multitud rosada que celebra con humo rosa y papelitos rosas. La liga le queda chiquitita, pero como él lo que quiere es jugar y ganar, eso le importa nada.
El miércoles, en el límite del área, vio a la distancia cómo su compañero Robert Taylor tenía la pelota. Lio lo vio y corrió hacia adelante del punto penal. Recibió el balón, lo mató de pechito y encajó el empeine para el 1-0 ante el Orlando City. Un manjar, un gol riquísimo como el mousse de chocolate.
Y luego metió otro gol, asistió, hizo paredes deliciosas e incluso, algo que cuesta entender, cometió faltitas, engañó al árbitro, protestó todo y encaró a rivales con agresividad de “chavo banda”. “Fue un circo y Messi debió ser expulsado”, declaró el técnico rival Óscar Pareja.
Sí, el jugador ejemplar estaba irreconocible. Menos mal. Messi está vivo. Sale al césped y demuestra que ni se jubiló, ni solo le importa acrecentar su fortuna. Y tampoco juega con el sosiego con que Rapunzel siente la fragancia de jazmines. A sus 36 años emociona, ahora en su fantástica y combativa versión rosa. EP
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