En esta fascinante crónica, el escritor Antonio Moreno nos traslada a Juneau, la remota capital de Alaska.
Salmones y osos
En esta fascinante crónica, el escritor Antonio Moreno nos traslada a Juneau, la remota capital de Alaska.
Texto de Antonio Moreno 20/02/23
Para Joshua Lund
Esa borrosa mañana de finales de otoño de 2021 que conduje durante cuatro horas para alcanzar El Paso, Texas y tomar allí el avión que me llevaría a la capital de Alaska, me embargaba una extraña inquietud que se conectaba con un incómodo presentimiento que traía pegado a la cabeza como si fuese un tábano, desde hacía varias semanas, de esos que si no logras graduarlos, son capaces de socavar la voluntad, hasta el punto de querer confesar que no eres apto para emprender ciertos viajes que pueden sacarte de un relativo bienestar. En medio de este dilema, leí en algún lado que las bendiciones necesitan mucho más tiempo para cumplirse que las maldiciones. En cualquier caso, sabía de antemano, como lo sabe todo el mundo, que el alto norte es imponente, hostil y que ese mar y esas montañas pueden significar el principio del horror, y no precisamente como se narra en determinados relatos marinos con barcos escoriados por las tormentas, una tripulación diezmada y un capitán agonizante por la tifoidea. Alaska es también un indicio verbal, luz tenue, atajo para alcanzar otros mundos, el frío que te cuartea la mejilla igual que el barro mal cocido del que estamos hechos.
Llegué a Juneau, con escala en Seattle, poco antes de la media noche. El termómetro marcaba cero grados, pero cuando salí a la intemperie para tomar el taxi, por la sensación térmica, sentí la amenaza de una temperatura extremadamente fría que, con el factor del viento, podía cortar igual que el filoso cuchillo del cazador la cálida garganta del alce. Había alquilado la habitación de una casa enorme en la que se hospedaban allí viajeros de muchas partes del mundo, situada al pie de una montaña majestuosa, a pocos kilómetros del también, a falta de otro adjetivo más puntual, majestuoso glaciar Mendenhall. El recorrido del aeropuerto a la casa duró treinta minutos. Leí con mucho detalle las indicaciones que había dejado para mí la propietaria, escritas en una hoja como quien deja la lista del mandado para ir al súper; después supe que tenía más de cien casas de alquiler por toda la espaciada ciudad de Juneau. Me detuve en la última línea (de diez en total) porque era una recomendación manifiesta, lo más importante del mensaje: al salir y regresar de casa, tener cuidado con los osos. Pasé la noche con los ojos abiertos, afianzado en esa sensación equiparable al sentimiento de destierro, la soledad deseada, la dosis justa que requiere el alma por el bien nuestro, como acto metafísico elemental.
Pasaban de las 7 de la mañana cuando me levanté de la cama, más urgido por la necesidad de un café que por una luz incolora, tratando de formarse, vacilante y con ganas de escabullirse por las rendijas de la ventana. Interesado, me asomé y pude darme cuenta de que la mañana era de color plomizo; podía percibir los árboles y las siluetas de las casas a lo lejos, como si la noche estuviese cayendo apenas. Siempre me he sentido atraído por momentos como este en los extremos del planeta, si uno afina un poco más los oídos, puede escucharse el exacto y monótono crujir del metabolismo terrestre, la luz posee otra densidad (aquí nace la luz granulada del mundo), el agua que baja de las montañas, en su ausencia de sabor, sabe a relato bíblico, y el viento, si cierras los ojos, puedes tocarlo como a un colibrí sostenido en el aire. Lo que realmente me perturbaba era el poco tiempo de luz natural que tenía para desplazarme de un lado a otro; contaría con apenas cinco horas para sumergirme en ese mundo de atléticos bosques, de nieve y frío, el perfil indómito de la naturaleza, idóneo para alcanzar el estado mental contemplativo que yo aspiraba. Para darle suelta a mi propia individualidad. Pasar días sin contacto humano alguno. Por lo menos, hacer el intento. Pasar días sin ver rostros humanos, alejados de toda afectación. Nadie sabía más que yo que mi viaje consistía en una suerte de retiro espiritual y pasar allí mi cumpleaños. No era un capricho, reitero, sino una necesidad espiritual. Además, no voy a negarlo, me había influido mucho la lectura de la única novela mexicana que toma lugar en Alaska, y que no dejo de recomendarla: Los perros de Cook Inlet.
Como su personaje narrador, que es de algún modo el propio Alberto López Fernández, comprendí que para desplazarse por Alaska es mejor dejarse guiar por la ambigüedad que por el azar, pieza clave de la maquinaria que siempre trasciende y, por lo mismo, pone la vida a un paso de la fatalidad, mientras que la ambigüedad está apuntalada desde sus intenciones. Abundan las ficciones sobre este lugar y ha resultado irresistible para todos esos escritores y directores de cine, y un gran desafío, narrar y fotografiar el paisaje, donde prevalece lo primitivo con poderes totémicos. De acuerdo con lo que se ha dicho sobre el futuro de horror que espera a la humanidad en caso de no revertir —para algunos, casi imposible— los efectos del cambio climático, cavilaba en dirección hacia la primera y única cafetería en un radio de 30 kilómetros, porque todo lo que veía a mi alrededor (densa floresta, glaciares solemnes y casi un millón de arroyos) estaría condenado a la erosión. Sospecharía que el ideal urbanístico de esta región, después del desastre ambiental ocasionado por el buque Exxon-Valdez en las costas de Alaska, y Juneau, por ser la capital del estado, consistiría en concederle, por decreto, todos los fueros de conservación a la naturaleza, sin intenciones políticas ni prerrogativas ciudadanas.
No hay carretera o camino que conecte a Juneau con otra ciudad. Aquí se llega por aire o por barco. No hay más. Me lo dijo Andrea Dewees, con quien me vería después de tomar mi café, en esa extraña mañana que me sabía a tarde, puesto que en cinco horas caería la noche. Si no hubiera sido por la señora Dewees, profesora de la Universidad de Alaska, me habría perdido uno de los mejores y memorables paseos de mi vida. Me escribió este correo que aquí transcribo: “Gracias por su mensaje, y sí tengo tiempo esta semana. Crecí en Alaska (soy gringa). Empecé a estudiar español en la secundaria; y a parte del doctorado en Letras, soy intérprete y mamá de un adolescente bilingüe, bicultural y violinista. Pero también le puedo poner en contacto con una amiga gallega que ha vivido aquí más de diez años y con otras personas de la comunidad latina”. Por su confianza y hospitalidad, cambié de idea respecto de mi presunta necesidad de distanciarme del prójimo en ese viaje. La profesora Dewees ubicó de inmediato la cafetería en la que tomaba mi café con el placer de los solitarios: uno imagina solo, uno sueña solo, uno anhela solo, uno llora solo, uno se carcajea solo, uno se traga las culpas solo y uno, a final de cuentas, se muere solo. Pero está el prójimo.
Caminé durante 45 minutos para llegar a la cafetería que está dentro de un súper. Ahí mismo conseguí mapas para recorridos en los bosques y glaciares, cupones de descuento y folletines de actividades culturales en el centro de la ciudad. Por la fronda, los aromas que viajaban con el aire, el verde musgo que está por todos lados, las montañas como almenas en todo lo alto y una lluvia fina que acentuaba el frescor de la mañana, la travesía fue sublime. Al doblar en una esquina, afianzado en la rama de un árbol, contemplé un cuervo enorme que, por su dimensión, parecía irreal. Tomé café en compañía de hombres pertenecientes a los pueblos originarios, sin cruzar palabra. Eran como unos cinco, de rostros curtidos y edad indescifrable, sentados en mesas contiguas. Malicié que, en lugar del café, un caldito de gallina de rancho, bien caliente, los retornaría a la vida. Uno de ellos esbozó una sonrisa al ver que yo sopeaba el pan en el café. Los volvería a ver todos los días, allí y en el centro de la ciudad. La profesora Dewees pasó por mí para llevarme en su propio auto al epicentro del glaciar Mendenhall, en medio de la lluvia que ya había recrudecido; aunque ésta amainó gradualmente a medida que subíamos la carretera de montaña. Mediante el acto de espíritu, y no físico, es la única manera de tener acceso a la revelación de la verdadera naturaleza en extremo. Pude observar, atónito, un paisaje que sólo había visto o imaginado por otros medios; y no dejaba de escuchar a la profesora Dewees la interesantísima cátedra que impartía para mí, entretanto caminábamos hacia el pie edénico de la montaña y a un costado la masa sólida del hielo que parece eterno. Serpenteamos por un camino de tierra, rodeado de miles de arroyos que caían de la montaña. En una de esas, me incliné para saciar la sed. Bebí como los antiguos hombres tlingits que había visto recién, también como beben agua el oso, el lobo y el alce. Me sorprendió el tamaño de un salmón que coleteaba en uno de los arroyos; por su tamaño, buscaba acomodo en otro con aguas más profundas. Traté de ayudarlo, pero como si tuviera alas, voló de acá para allá. La profesora Dewees sugirió, por el olor que percibimos, tomar un atajo para acercarnos a un manchón de playa, desviándonos del sendero por el que transitan los visitantes. Me dio un fuerte olor a palomitas de maíz salidas del micro. Ella aclaró que era un oso que acababa de cruzar el camino sin que nosotros nos hubiésemos percatado. No me alarmé. Sin embargo, estaba convencido de que no habría sabido qué hacer en caso de topárnoslo de frente.
De vuelta al auto, y de allí, hacia el campus universitario, porque la profesora Dewees tenía una junta departamental, le narré mi encuentro en el café con los hombres esquimales. Y ella de inmediato me sugirió no volver a emplear el término “esquimal”; de cualquier manera, me propuso usar “inuit”. Por lo peyorativo que resulta. Significa “personas que comen carne cruda”. Le agradecí la aclaración, por supuesto; si bien, los hablantes en México están familiarizados con la expresión, dado que se emplea para denominar a un tipo de helado cubierto de chocolate. Nuestro recorrido había durado más de una hora, tiempo que había sido suficiente para satisfacer mis intereses. En dirección a la universidad, hermoseada con tótems y una biblioteca envidiable, donde tomaría un autobús público que me trasladaría al centro de la ciudad (a poco más de hora y media de distancia, por las constantes paradas), posterior a la regañina, yo no dejaba de pensar en la presencia menos que fantasmal del oso. Nos había visto y escuchado (sin apetito de carne cruda).
La regla obligatoria del autobús consistía en usar la mascarilla como medida sanitaria, de lo contrario, no podías usar el servicio de transporte. Del trayecto, que no se me hizo prolongado ni tedioso por la variedad de panoramas, rodar al margen de la costa o internarse por la montaña, con casas en las laderas, y lo distantes unas de otras, concluí que Juneau era la ciudad perfecta para temibles forajidos: capos de la droga, hackers, traficantes de armas, neonazis, asesinos a sueldo, pedófilos y uno que otro expolítico mexicano. Ocultos en cabañas en tierra adentro, más allá donde la nieve pasa del metro de altura, o maniobrando, suave como la seda, un bajo perfil en la ciudad, sin ostentaciones de ninguna clase, podrían vivir como reyes, sin que el brazo enérgico de la ley pudiese capturarlos. Pero sabemos que no es así, se establecen en ciudades con climas agradables, gozan de una buena reputación entre sus pares y son amados por sus vecinos. En la parada previa al destino final, quise hacer juicios de tinte moral, innecesarios, como si yo fuera un santo, por mi reacción inmediata luego de ver que varios hombres subían a trompicones al autobús, ahogados de alcohol. La satisfacción de unos es el desencanto de otros. Si yo viviera aquí, me dije, como parte de un autosabotaje en contra de mis prejuicios, a qué demonios me dedicaría, ¿a cazar alces?, ¿a jugar a ser capitán de barco?
Ya no pude deleitarme con la luz dorada del mediodía. Pero me desquité en los días sucesivos. Hasta que llegó el domingo, con sus ires y venires, sin riesgo de que mis piernas se entumecieran en el pleno día de mi cumpleaños. Comí en un restaurante vietnamita y bebí cerveza en una cervecería espléndida. El gesto del californiano Doug Shimansky no lo olvidaré jamás. Mientras que paladeaba a pierna suelta la primera Silt Milk Stout, una cerveza negra y perfumada, en el Devil’s Club Brewing Company, Doug se acercó, tras verme solo y sentado en un amplio sillón, para decirme si no me incomodaba que su esposa Mary, con un malestar crónico en la espalda, se sentara a mi lado. Tan preguntón como yo, Doug se enteró de que celebraba a mi manera. En el acto se puso en pie y habló en voz alta para todos: mi amigo Antonio cumple años hoy, me gustaría que me acompañaran para cantarle las mañanitas y también le desearan lo mejor. De acuerdo con cierta ordenanza —ahí me enteré— para atenuar los altos índices de alcoholismo en la ciudad, no se te permite consumir más de tres bebidas alcohólicas en el mismo establecimiento. Conté siete bares y cantinas en un perímetro de tres cuadras a la redonda, excluyendo los restaurantes para turistas ubicados a un costado del extenso malecón. Es fácil imaginar un recorrido de bares (pub crawl) para borrachos apasionados, pero es casi imposible que eso suceda: sobre todo si vas pasado de copas o si los trabajadores reconocen a los mismos malandrines y borrachos de siempre. Se complica el tema porque está asociado a los casos de suicidio que se acentúan con la llegada del invierno. Los más afectados son los indígenas. El chiste evocado por Claude Lévi-Strauss en uno de sus libros, ese que toda familia indígena contaba como mínimo con tres personas: el marido, la mujer y el etnólogo, me temo que sigue vigente, con la novedad de que el etnólogo ha sido sustituido por el trabajador social. Con la complacencia de la policía, andan por las calles intoxicados (sin riesgo para nadie), ofreciéndote yerba, pastillas y te prometen a cambio de una jugosa propina llevarte al mejor puticlub en el que bailan, según esto, bellísimas ucranianas. Traté de conversar con algunos trabajadores sociales de una dependencia del gobierno local; en lugar de mi petición, me ofrecieron folletos con estadísticas, que, de cualquier manera, son equiparables a las que uno podría deducir con la estrategia de limitar a sólo tres copas por establecimiento; los indígenas que vagabundean en el centro de la ciudad se emborrachan todos los días, y es imposible que lleguen a esos niveles de intoxicación con sólo tres bebidas.
Mi cumpleaños no cayó en domingo sino en martes; para ahorrarme las marañas, decidí desde hace mucho tiempo que, siempre y cuando hubiese condiciones, lo celebraría en domingo. Porque es un día evanescente y bastante ordinario; por lo tanto, puedes soñar futuras pasiones, permitirte levantarte hasta tarde, no en mi caso; y repetirte que durante varias horas vivirás en estado de gracia. Esa fría mañana, recién llegado a la terminal de autobuses, divisé a muchos pasajeros descender por las rampas de un crucero gigantesco que había repechado en el muelle. De alguna forma, habría buena derrama económica para todos los negocios del centro, que se sostienen del turismo. Alguien me dijo que era el último crucero de la temporada que arribaría a la ciudad portuaria de Juneau; en una semana, por el cambio de clima, las autoridades cerrarían el muelle para las embarcaciones de gran calado. Ciertamente, nunca me he subido a un crucero, aunque sí a los buquebuses que se desplazan por el Río de la Plata de Buenos Aires a Montevideo. La conversación del día anterior con el dueño de El sombrero y dos de sus cocineros me había dejado intrigado con los vaivenes de la teoría de la conspiración a los postulados científicos de la adaptabilidad del hombre en una naturaleza hostil. Quizá por eso, tras observar a la multitud de turistas que se dirigía a los negocios, luciendo impermeables, caperuzas y guantes, reconstruí una escena al modo de Patricia Highsmith: el asesino pasa camuflado como turista, usa coleta, es joven, encantador, de temperamento saturnino, locuaz con los extraños, pero tartamudea con la gente que le conoce. Casualmente, asesinará a su víctima en el baño de la cervecería a la que yo me dirigía para celebrar mi natalicio.
De entre un grupo de turistas percibí el acento mexicano, más fuerte y claro, y no tan pedregoso como el que empleaban los Carlos (padre e hijo), cocineros de El sombrero, originarios de Tequila, Jalisco. Para no quedarme con las dudas, pregunté para confirmar. El que respondió se identificó, después de una breve charla, como Alexis Ayala, un actor de telenovelas, acompañado de una actriz, joven y guapa, a quien me presentó como su novia. Habida cuenta de que se me ocurrió solicitarles noticias de México, ambos me revelaron diagnósticos inquietantes: el gobierno de México había abrazado la ideología comunista de un tiempo a la fecha; la acelerada militarización confirmaba la puesta en marcha de un gobierno dictatorial y, por consiguiente, el éxodo de las familias acomodadas hacia Mayami estaba por venir. ¿Eso es bueno o malo?, volví a preguntar sin recibir una afirmación. Eran personas que me resultaron tan agradables como los cocineros y el chofer del autobús, Alejandro Pérez, nayarita, con más de veinte años residiendo en Alaska, que conocería más tarde, en mi retorno al extremo de la ciudad. Aprecié la actitud de Alejandro. Mientras él esperaba a que los pasajeros terminaran de subirse al autobús, le formulé una pregunta identitaria, con buena intención, (cantaba a cappella una canción de Vicente Fernández junto con un hombre afroamericano), la cual me respondió con otra pregunta identitaria:
—¿Eres mexicano?
—¿Lo parezco?
Los Carlos dejaron California por el tráfico y se mentalizaron para poder adaptarse a las temperaturas invernales extremas que te carcomen los huesos (en el verano, el termómetro registra los 90 grados; y en el invierno, que ya estaba bajando con rapidez de las montañas, los menos 50 grados). Al igual que Alejandro, los Carlos no pueden pasar mucho tiempo en México cada vez que van a visitar a sus parientes, los calores son sofocantes e insoportables. El dueño de El sombrero, Ryan Fageström, es nieto de una mexicana de Toluca que se casó a mitad del siglo pasado con un exsoldado alemán, radicado en México. Ese dato buscó abrigo en lo más intrincado de mi cerebro para atar cabos. Dejaron el país en los sesenta y se asentaron en Juneau desde ese entonces, donde el recetario de la abuela hizo magia y todo aquel comensal que probaba las deliciosas enchiladas que no probé, volvía para siempre al restaurante. Quise retornar a El sombrero, pero me fue imposible por alguna razón: una vez que até los cabos, con toda la consideración posible, me habría gustado formularle al señor Fageström dos preguntas que, obviamente, no compartiré aquí.
Con una infraestructura bien hecha para soportar las inclementes nevadas de cada año, con sus montañas que rodean el centro de Juneau, una espectacular bahía, y con estampas palpables de la cultura rusa (estuvo presente aquí activamente hasta 1867, año de la venta al gobierno estadounidense a cambio de 7,2 millones de dólares en oro), me marchaba del lugar viendo el paisaje desde la ventanilla del autobús, semejantes a genuinas postales del recuerdo. Luego de un tiempo de intercambiar impresiones sobre la visibilidad mexicana en Alaska, Alejandro me invitó a comer cangrejo en su día franco, que caía en martes. Hasta ese momento yo no había recordado que mi retorno a las planicies del oeste de Texas estaba programado para dentro de unas cuantas horas. Si mi vuelo salía a las 5:30 de la mañana, yo tendría que estar en el aeropuerto a partir de las 3. Le agradecí la invitación; en cuanto a mi traslado, me quedé relativamente tranquilo porque el servicio de Uber me había parecido eficaz. Después de enterarse en la parada donde yo me bajaría, y que además me esperaba una larga caminata de 50 minutos para llegar a la casa, Alejandro me recomendó estar al tanto de los osos:
—Hambrientos, bajan de la montaña por la noche a buscar comida.
—¿Con qué frecuencia te los has topado?
Alejandro dijo que es común topárselos; familiarizados con la presencia humana, no había de qué temer, salvo el susto; pero sí me advirtió estar alerta por si el oso, según su tamaño, tenía intenciones de acercarse. Enseguida, quizá por evasión, lo que sus palabras me decían, las traduje hacia un escenario aislado, por improbable, como si formara parte de un acto peliculesco, ajeno a mi circunstancia inmediata, o de comerciales en los que los osos buscan miel en los panales o aparecen como personajes afelpados de alguna marca de papel higiénico.
La diferida exhortación de Alejandro (debiste de haber conseguido aerosol para ahuyentar a los osos), y el enfático por si las moscas de ese nayarita, con el exclusivo desdén crepuscular que sólo los mexicanos sabemos entonar, debilitaba toda implícita luz que la certidumbre de estar vivo pudiese otorgarme; y ponía de relieve estructuras premonitorias de un modo tangible que, como resultado de la despedida, mientras caminaba a toda prisa, trataba vigorosamente de neutralizarlas porque se quiso alojar en mi cerebro un ambiente de pesadilla, comparable a las escenas sangrientas del oso de González Iñárritu, o la historia de Werner Herzog, basada en las patrañas de un hombre lunático que, por cruzar la frontera entre la cultura y la naturaleza, fue devorado por osos junto con su novia. Para atenuar mi nerviosismo, rememoré el primer oso panda que conocí en el zoológico de Chapultepec siendo un niño; deseé estirar mi mano para presumirles a mis amigos que en verdad había tocado a un oso de peluche. Vi a los lejos el supermercado, con sus cilantros lánguidos, los jalapeños sin picor y los aguacates que lucían como reliquias para el museo de las frutas podridas, donde conocí a mi amigo Stone, de quien no pude despedirme. A pesar de no dedicarse a nada, particularmente, a vivir la vida trémula que el alcohol podía concederle, Stone era un narrador erizo, como dijo cierto filósofo que admiro. No sabía muchas cosas, pero las pocas cosas que sabía, las sabía muy bien. Al mismo tiempo que me recomendó no comer salmón rosado (pink salmon), porque su carne no era apreciada en la región sino por los perros, yo le enseñé algunas palabras en español; buscaba aquellas palabras que pudieran cicatrizar el corazón herido de una mujer mexicana que había conocido cerca de su casa móvil.
Cómo iba a saber que eso de ir a trotar durante una hora todos los días, pudo haber sido un factor decisivo, y deseo evitar aquí todo drama, si no para salvar la vida, por lo menos, para no perder mi vuelo de retorno. Quizá no fue una cuestión de bendiciones o maldiciones; de cualquier forma, el sentido común llegó demasiado tarde. Habría evitado la fatiga de correr un maratón en la madrugada y también la horrorosa posibilidad de un inminente ataque de los osos, si me hubiese hospedado esa noche en un hotel que incluiría el servicio de transporte al aeropuerto. Después de 40 minutos de espera, la plataforma de Uber me envió un mensaje para disculparse por la cancelación del servicio requerido. Antes de poner un pie fuera de la casa, intenté conseguir otro modo de transporte, pero fue en vano. Mi suerte estaba echada. De un momento a otro, tan pronto como pude avanzar, con una mochila a la espalda y una pequeña maleta con ruedas, que, tras deslizarse sobre el pavimento, emitía un ruido firme y pernicioso, me sentí el hombre más vulnerable de la tierra, una emoción que jamás la había percibido en mí de esa manera; aún más, por el trastorno del clima, la repentina precipitación de aguanieve y una oscuridad cerrada, enmarcaban el cuadro perfecto que habría sido del gusto del conde Drácula. Una vez que entré en calor, hice cálculos: si corría sin parar, podía llegar en una hora y 40 minutos al aeropuerto. Justo a tiempo.
Si bien no paré de correr, frené en dos ocasiones; cuando presentí que venía un auto a mis espaldas, por lo cual, momentáneamente, me sentí salvado. Hasta ese tramo, yo ya había avanzado la mitad de la travesía. No podía creerlo. Levanté la maleta con ambas manos, como un recurso para despertar la compasión en el prójimo. Y me ignoró. Evité pronunciar las maldiciones de rigor, pero, viéndolo bien, puede que yo tampoco me hubiese detenido por temor a subir al auto a un posible asesino, cuya víctima vendría dentro del equipaje. Sin embargo, a unos kilómetros más adelante, conocería la verdadera compasión de los osos. Un crujido sordo me detuvo en seco, como de ramas gruesas que se rompen con facilidad por una fuerza superior a la humana. Era un oso grizzly, cruzaba la carretera con aparente lentitud. Yo no podía moverme. Estaba atenazado por el miedo y distinguía la bestia a escasos diez o quince metros de distancia. Se paró a mitad de la carretera y se dignó a verme como contemplando una cosa. Deduje la posibilidad de tirar todo y salir corriendo para salvar la vida. En seguida, volví a escuchar el mismo crujido de ramas: tres osos más, de menor tamaño, venían atrás de la bestia maravillosa. Y cruzaron la carretera. Después de lo ocurrido, comencé a correr con todas mis fuerzas. Los policías del aeropuerto que me vieron llegar se inquietaron por mi aspecto; sin dar más explicaciones, les dije que había corrido desde las faldas de la montaña, cercana al glaciar Mendenhall, hasta el aeropuerto. No en ese momento sino mucho tiempo después, sobreviviendo de los efectos del verano, en mi casa, medité y reparé en la fraternidad existente entre los animales y los seres humanos. Extrañamente, algunas de las virtudes que presumimos entre nosotros, no las aprendemos de los semejantes. El oso que yo vi esa madrugada me produce ahora una agradable sensación como de estar acompañado por alguien, así sea un fantasma que no deja de observarme. Como el viejo oso de Faulkner que, en lugar de atacar al joven cazador y despedazarlo a su antojo, en ese encuentro decisivo, le enseñó la humildad y el orgullo. EP
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