El retumbo de la ola y el jetpack

Por cortesía del autor, Héctor Coronado, presentamos el cuento ganador en 2021 del XXXVII Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción, convocado por la Secretaría de Cultura de Puebla.

Texto de 15/02/22

Por cortesía del autor, Héctor Coronado, presentamos el cuento ganador en 2021 del XXXVII Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción, convocado por la Secretaría de Cultura de Puebla.

Tiempo de lectura: 17 minutos

Jovita alzó la cabeza y dejó que su mirada ascendiera por el cristal del rascacielos. Vio la repetición de nubes interrumpida por el ordenado tráfico de drones que flotaba en el mediodía. No era lo que buscaba: quería ver la cima del edificio, donde estaban las antenas controladoras de vuelo para jetpacks. Pensaba que si lograba verlas desde la calle, frágiles y retorcidas como falanges de insecto asado, podría mitigar el nudo de miedo que crecía en su vientre. Su cuello protestó por el esfuerzo. Bajó la vista hasta la marquesina donde brillaban doradamente las letras “Secretaría de Movilidad Aérea” y masajeó con la punta de los dedos su nuca desnuda. Procuró no pensar en la dificultad de las pruebas que la esperaban al interior del edificio.

Hileras de personas serpenteaban frente a la Secretaría y confluían en una puerta abierta, ancha y alta como de catedral. Jovita encontró fácilmente la fila que le correspondía. Era la más corta y la que menos avanzaba. Carecía de toldo pero no de un letrero que indicaba el trámite: “Permisos para mochilacoheteros. Tiempo de atención: tres horas”. Alguien había trazado una línea horizontal con un marcador azul sobre la leyenda, y garabateado con letra temblorosa: “Permisos para irse de hocico con drones”. Jovita suprimió el recuerdo del accidente de la semana pasada: un hombre se había estrellado por no calcular las breves ventanas en el tráfico creciente de vehículos autónomos. Se formó al final de la fila, en silencio, resignada a asolearse.

Delante de ella había dos hombres y una mujer. ¿Cuántos años tendrían? ¿18, 19? Cuando Jovita tomó su sitio en la hilera, la chica la miró. Tenía grandes ojos oscuros, llenos de preguntas. Jovita calculó que doblaba la edad de la muchacha. ¿Iría por su primera licencia para volar? La chica sonrió. Jovita no pudo recordar una sonrisa tan clara como esa. No supo cómo responder y bajó la mirada al suelo. Escuchó que reanudaba la plática. 

  —¿Ustedes tienen mucho mochilocoheteando?

Las vocales de la pregunta sonaban como canto lejano. Jovita había oído por primera vez ese acento hacía ¿tres?, no, cuatro décadas. Se acordó del viaje: iba en una combi confeccionada para vivir en ella. Su madre conducía sin ningún apuro a 60 km/h mientras tarareaba música que brotaba de un reproductor. Silbos entraban por todas las ventilas y la carretera brillaba como una vena reverberante bajo el sol. El campo y sus ondulaciones estampaban de ocres y verdes sus ojos que sólo habían conocido los grises apretados de la urbe. Era verano y la madre de Jovita la llevaba a conocer el mar. Eso fue antes de la Prohibición, cuando aún había autopistas y puentes, y la gente podía moverse libremente fuera de las ciudades. El trayecto duró dos días sin prisa. Por las ventanas del vehículo entraba el mundo con tantos colores que en ningún momento había sentido fastidio. Cuando arribaron a la playa, caminaron descalzas y rieron por los granos de arena blanca que cosquilleaban sus pies. Contemplaron las nubes anaranjadas que se reflejaban en el suelo mojado. Parecía como si el día atardeciera bajo ellas. Recordó que se agachó para acariciar la espuma de una ola y su madre decía algo pero ella no la escuchaba, su atención estaba puesta en las niñas y mujeres que paseaban y que cantaban las vocales igual que la chica de la fila. ¿Qué había dicho su madre?

—¿Ustedes tienen mucho mochilocoheteando?

—Voy a cumplir un año, mi hermano dos, pero esta es la primera vez que venimos a sacar licencia. Nomás hemos volado con el permiso que dan a los 16.

—¿Volar? Eso no es volar. El permiso sólo deja mochilocohetear tres saltos diarios de 500 metros. Es una inutilidad. Lo usábamos para llegar a tiempo a clases y que no nos pusieran retardos.

El acento de los dos hermanos sonaba local: monótono, aburrido, como la entonación de Jovita y de todos los de tierra adentro.

La joven volvió a hablar.

—Yo apenas aprendí el mes pasado, en un curso.

La fila se movió un metro. La chica continuó explicando.

—Te asignan a un entrenador que te guía en los primeros saltos y que te deja ejercicios para pasar los exámenes. Estuvo bien pero también me dejó toda endeudada. Cuando me den mi licencia comenzaré a repartir. Tengo un amigo que lleva un año repartiendo y no le va mal: vuela 12 horas todos los días. A veces 15. Ya casi tiene para comprarse un dron. Dice que cuando lo consiga, va a rentar su mochilacohete y dejará que el dron reparta. Quiere ahorrar para un departamento en una de esas torres que están construyendo en el centro. Quiere ser Sedentario. Dice que el otro día fue a preguntar y le hicieron un plan de pago de 60 años. Es un chico muy dedicado y lo imagino perfecto sentado bajo uno de los parasoles de la otra fila: la de los que vienen a registrar sus drones. Yo no quiero volar tantas horas. No aguantaría. Además sólo quiero ganar lo suficiente para pagar mi deuda y cooperar para la renta y la despensa. Vivo con mi abuela y su pensión dejó de alcanzarnos después de la última devaluación. Espero que no me boten en los exámenes. ¿Son muy difíciles?

—Dicen que no, si vienes bien entrenada.

—Vengo bien entrenada.

Jovita sintió ternura por la ingenuidad de los jóvenes.

La fila volvió a avanzar y se detuvo. El Sol parecía que se había parado también, como si fuera a desterrar las sombras de la ciudad. Jovita miró a la gente de la otra fila. Eran mayoría y las cuotas que pagaban por navegar el cielo con sus aparatos desde la comodidad de sus casas también les proveía de trato preferencial. Se veían refrescados. Ninguno de ellos tenía círculos oscuros de humedad bajo las axilas. Personal de la Secretaría había instalado ventiladores que zumbaban continua brisa húmeda sobre sus caras. A Jovita le llegaba un hálito que no alcanzaba a aliviarla. Sintió que se le calentaban cara y nuca.

Caminaron otro metro.

—¿Nadie más en su familia mochilocohetea?

A Jovita se le estaba despertando un crush por la forma de hablar de la chica. ¿Cuál sería su nombre? ¿Cómo llegó su acentuación desde la costa a la mitad árida del país?

—Ja, no. Les da vértigo pararse encima de un tabique. Teníamos un tío que volaba pero era uno de esos renegados locos que decían que estamos hechos para viajar más lejos. Quisó cruzar la frontera de la ciudad. Su mochilacohete se alentó pasando el muro y lo alcanzaron los drones vigilantes.

Los hermanos y la joven quedaron en silencio.

La fila se movió otro poco.

Eran las cuatro de la tarde cuando Jovita alcanzó la entrada del edificio. El aire acondicionado enfrió su piel recalentada.

—¿Mochilacohete? Última ventanilla. Espere a que la llamen —indicó el guardia de la puerta después de barrerla con la mirada.

Jovita se acercó al mostrador y esperó. Ya no vio a los hermanos. La chica que entonaba bonito estaba ante un vidrio de seguridad. Del otro lado la atendía una mujer uniformada. La voz de la burócrata sonaba dura como nube de tormenta. Era una mujer mayor que usaba anteojos. Torcía su boca pintada de verde hacia un manojo de papeles.

—No puedo dejarte pasar sin tu documentación completa, señorita. Tu certificado médico no está actualizado. Las pruebas físicas para la licencia de vuelo son exigentes. Sin un documento oficial que nos diga que estás en forma, no puedo iniciar tu trámite.

—Pero sí estoy en forma. Hice la rutina de entrenamiento que recomiendan en su página de internet para mochilocoheteras primerizas.  Mi evaluación salió excelente.

—Esa evaluación sólo es preliminar y no sustituye los requisitos que solicitamos. Necesitas tu certificado médico. Cruzando la calle hay consultorios autorizados que pueden expedir uno.  

—Pero cobran montonales de dinero que no traigo…

Jovita desvió su atención a la ventanilla contigua. El solicitante era un hombre envuelto en ropa cara. Daba gracias al funcionario que lo atendía. Acababa de recibir su tarjeta de circulación aérea. El color de la tarjeta era rosado: concedía permiso para volar 5 drones, sin restricciones de horario, más allá de las fronteras de la ciudad, y costaba lo que percibía Jovita durante 1 año. Sólo se lo daban a los Sedentarios.

—Siguieeeeente.  

Avanzó. La chica que hablaba como costeña caminaba rumbo a la salida con paso airado. Su boca estaba fruncida de desencanto. Jovita reprimió el impulso irracional de ir tras ella para abrazarla.

—Papeles. ¿Renovación? 

—Renovación. Vengo a sacar una licencia de 5 años —mintió Jovita.

Deslizó un sobre amarillo por una ranura del vidrio de seguridad. La funcionaria recibió los documentos con dedos que culminaban en uñas largas y curvas como zarpas. Jovita miró el barniz con admiración mientras la mujer revisaba cada folio que extraía del sobre: era un color iridiscente, inquieto. Ella nunca había usado las uñas tan largas, no podría: estorbarían para configurar los diminutos circuitos de navegación de su aparato.

—Usted ya no es ninguna veinteañera. Las pruebas para licencias de 5 años de mochilacohete son las más duras. Ni los jóvenes que pasaron antes de usted se atrevieron a pedir esa modalidad. Además las vamos a descontinuar: nadie las ha aprobado en meses. Su expediente dice que sus permisos anteriores han sido semestrales. Esa licencia le conviene más por su edad.

Jovita iba a decir “sí, señora, lo que usted diga”. Tuvo que  acordarse del tumor y su dolor creciente que la despertaba, sudorosa y espantada en las madrugadas. Se envalentonó.

—Cinco años. Pagué en el banco la cuota que piden para su examen y estoy dentro del rango de las normas de la Secretaría. No decían nada de que estuvieran descontinuadas ese tipo de licencias.

La burócrata alzó la mirada para examinar a Jovita y esta se vio doblemente reflejada en los lentes: una mujer alta, de piel enrojecida por la exposición al sol, de cabello claro, corto. Ningún maquillaje suavizaba sus arrugas. Las ojeras de insomnio estaban acentuadas por los surcos, casi amoratamientos, que dejaban los gogles de altitud. Sí, no era jovencita, en unos meses cumpliría 52 años. Jovita miró los ojos miopes de la funcionaria: decían que había sido Sedentaria toda su vida, incluso antes de la Prohibición.

“Ningún maquillaje suavizaba sus arrugas. Las ojeras de insomnio estaban acentuadas por los surcos, casi amoratamientos, que dejaban los gogles de altitud. Sí, no era jovencita, en unos meses cumpliría 52 años”.

La burócrata cedió.

—Es su dinero y su cuerpo. Ya cumplí con advertirle. Le voy a dar su pase de solicitante. Vaya al ascensor. Sus pruebas inician en el último nivel del subsuelo. Hace mucho que no damos mantenimiento a esas instalaciones. No reembolsaremos su pago en caso de falla de los aparatos. Si reprueba puede presentar examen dentro de seis meses. No desobedezca las instrucciones de su examinador: es una inteligencia artificial de mecha corta.

Jovita recibió un pedazo de plástico rectangular de color verde y asintió con la cabeza. El elevador estaba custodiado por un vigilante más alto que el de la puerta principal. El hombre miró el pase y oprimió un botón. Jovita se preguntó si en los pisos superiores del edificio los custodios serían grandes como torres. Las puertas se deslizaron y Jovita entró al elevador. Sintió alivio cuando pudo salir debajo de la mirada no parpadeante del guardia.

Transcurrieron minutos. Sintió dos sacudidas y el descenso se detuvo abruptamente. Las puertas se abrieron con pausas y rechinidos.

Salió a un piso donde la iluminación era parpadeante y llena de ecos. Los focos arrojaban una luz ambarina que dejaba ensombrecidos los rincones. No había custodios pero sí hileras de cámaras de vigilancia. Sus formas oscuras y semiesféricas pegadas al cielo raso parecían garrapatas al acecho. Una voz estentórea y artificialmente masculina brotó desde un altoparlante invisible. El volumen estaba configurado para intimidar.

—Solicitante, siga las flechas marcadas del mismo color de su pase. Si camina en dirección incorrecta, se considerará señal de ceguera. En ese caso fallará su examen y personal de la Secretaría acudirá a escoltarla inmediatamente a la salida. Indique que ha entendido meneando la cabeza de arriba a abajo.

Jovita asintió y comenzó a andar por pasillos flanqueados por puertas cerradas, parecían entradas a celdas. Donde las paredes se juntaban con el suelo había descarapelamientos por la humedad. Adivinó las flechas verdes en la luz monócroma hasta llegar a un portal metálico que chirrió al deslizarse. Cruzó el umbral y se encontró en una sala amplia, circular. Estimó que su departamento cabría al menos una docena de veces en ese espacio. El único mobiliario era un largo brazo metálico rotatorio cuyo eje estaba a la mitad de la sala. En el otro extremo, al lado de la pared curva, había un asiento también metálico. En el respaldo colgaban cintas de un color empolvado y unos gogles de realidad aumentada. El aspecto del aparato era de instrumento de tortura. Las bocinas carraspearon:  

—Siéntese, solicitante. Asegure su arnés. Use los gogles. Cuando esté lista presione el botón de inicio. Probaremos su tolerancia a las aceleraciones máximas del reactor de una mochilacohete. También evaluaremos sus procesos de cognición en esas condiciones. Es imperativo que verifique los amarres. Una aspirante no lo hizo y salió despedida a mitad de la prueba. Se convirtió en jalea. Menee la cabeza de arriba a abajo si ha entendido. 

Jovita asintió antes de sentarse. Pasó las tiras de tela reforzada sobre sus hombros y ajustó los cinchos de seguridad con firmeza. Echó un ruego silencioso para no quedar hecha jalea. Suspiró para sacar el aire y el temor de sus pulmones. Comenzó a respirar en bocanadas rápidas y se ciñó los gogles a los ojos. Las pantallas se encendieron. Tanteó para presionar el botón rojo de inicio. Leyó la numeración de una cuenta regresiva. Un motor se activó detrás de las paredes con sonidos paquidérmicos. El asiento comenzó a vibrar. Sintió que sus palmas sudaban. Sujetó los amarres sobre su pecho con los nudillos pálidos por la tensión. 

Estaba pensando en pedir que cancelaran la prueba cuando percibió el empujón del giro centrífugo. En un instante había pasado a 4G. Quiso rugir el vértigo acelerado que se formó en su estómago pero pensó que eso podría aumentar las posibilidades de que se considerara fallida su evaluación y no pudiera llegar a la última fase, a donde necesitaba estar. Apretó los labios para mantener la dentadura en su sitio.

—Comienza la fase de alta aceleración en 3, 2… —leyó en las pantallas de los gogles.

Jovita sintió una presión creciente en el pecho, en el cuello, en la cara. ¿Iba a 7G? ¿A más? Sus párpados pesaban como peñascos. El asiento se sacudía. Percibió un zumbido, ¿venía de su cabeza? Aumentaba de volumen: iba a desmayarse.

Germinó una voz escondida en su memoria. Era un consejo que sonaba como una mujer. Reconoció la voz de su madre, la voz contagiada de voces de otros sitios. La oía en el mar. Otra vez Jovita estaba en cuclillas y quería atrapar espuma de ola entre sus dedos niños. Entre sus pies se arremolinaba diminutamente agua y arena. La gente en la playa cantaba como la chica de la fila y su mamá decía algo antes de aferrarla de un brazo.

—Toma aire.

En su recuerdo, la revolcó una ola inmensa como una casa. Pudo sentir los dedos de su madre envolviendo la flacura de su brazo, con firmeza. Después de unos segundos de conmoción bajo el agua, pudo sacar la cabeza y toser.

Había olvidado respirar.

Aspiró largamente entre sus dientes.

La visión de Jovita se aclaró. Las instrucciones en las pantallas de realidad aumentada de los gogles se volvieron legibles.

 —Memorice la siguiente secuencia de clips de video. Comienza en 3, 2…

Jovita se concentró en las imágenes y trató de no prestar atención a la aplastante fuerza centrífuga.

Vio una flota de cargueros aéreos eclipsar las nubes sobre las que navegaba. Vio que abrían sus compuertas. Vio a los drones autónomos tomar su posición de vigilantes del aire. Vio a gente de territorios arrasados por epidemias y sequías. Vio playas ocupadas por centenares de personas. Vio que ajustaban sus mochilascohete para dar un salto que los llevara a otro sitio, a otra orilla del mar. Vio las nubes llenas de destellos por los choques entre máquinas y migrantes.

Eran las primeras semanas después de que entró en vigor la Prohibición, cuando los gobiernos obligaron a todo el mundo a quedarse dentro de las ciudades.

El motor disminuyó la velocidad.

—Fin de aceleración. Comienza el frenado. Si siente vértigo o mareo, no trate de ocultarlo: indíquelo al momento.

—Estoy bien —dijo Jovita para convencerse a sí misma.

Desabrochó el arnés de seguridad cuando sintió alto total. Se quitó los gogles. Masajeó su cuello y luego sus párpados. Sus ojos lagrimeaban por el esfuerzo. El tumor en el lado derecho del abdomen se había despertado con el ajetreo.

—Póngase de pie, solicitante. Siga la línea verde.

Los primeros pasos que dio Jovita fueron cortos. El dolor en su costado estaba creciendo. ¿Las cámaras lo notarían? No había nada que pudiera hacer más que caminar. En la mañana, antes de ir a la Secretaría, dejó su frasco de analgésicos en un cajón: no quería que se dieran cuenta de su estado si la asaltaba un retortijón e ingería una pastilla. Ahora no parecía tan buena idea haber dejado el medicamento. Exhaló, se renovó de aire y aceleró el paso. Sentía su cuerpo como una hojarasca que la brisa más leve se llevaría lejos.

“En la mañana, antes de ir a la Secretaría, dejó su frasco de analgésicos en un cajón: no quería que se dieran cuenta de su estado si la asaltaba un retortijón e ingería una pastilla. Ahora no parecía tan buena idea haber dejado el medicamento”.

Fuera de la sala, la señalización se prolongaba por un pasillo hasta una puerta entornada. La empujó. Del otro lado había un cubículo con una mesa, un teclado, un vaso con agua y una silla desvencijada. En la pared destacaba una pantalla plana que se encendió al entrar Jovita. Continuaron las instrucciones, casi gritadas, desde el altoparlante:

—Tome asiento, solicitante. En la pantalla aparecerá una serie de imágenes. Presione S para indicar si es una imagen que vio mientras estuvo expuesta a la aceleración y N en caso contrario.  

Jovita alzó las manos para repartir sus índices en el teclado. En la pantalla comenzó la proyección. Jovita asignaba eses y enes. Percibió que el resorte de la N rechinaba. Pasaron varias fotos, repletas de glitches, de los tiempos previos a los drones. Entornó los ojos para ver mejor entre los defectos: figuras humanas cruzaban un cielo sin obstáculos: N; vuelos suaves y lentos como el de pájaros cuando salía el sol: N;  la atmósfera como un sostén quieto antes de los estallidos: N. Jovita se dio cuenta de que estaba viendo fotos de los fallos registrados en los primeros prototipos de mochilascohete. Las imágenes incluían la breve lluvia de restos carbonizados, casi charamuscas irreconocibles, descendiendo: N.

Después de calificar algunas imágenes con S, oyó ladrar al altavoz:

—Fin de prueba de efectos a la alta aceleración. Póngase de pie, solicitante. Desvístase. Examen de aptitud física inicia en 7, 6, 5…

Jovita obedeció apresuradamente. Cuando oyó 1, su ropa formaba una pila desordenada sobre la mesa. Las plantas de sus pies se enfriaban. La garganta comenzó a cosquillearle. Las cámaras en el techo la estudiaban. Quiso cubrirse con brazos, con manos, pero se mantuvo quieta, con las rodillas relajadas, mirando hacia un punto desnudo en la pared de enfrente. El tumor palpitaba al ritmo de su respiración.

—Haga 50 lagartijas. Lleve el conteo en voz alta.

Se echó al suelo. Sus palmas comenzaron a resbalar en la repetición número diez. Flexionó las falanges para mantener las manos fijas. El contacto del piso y su pecho era incómodo. En la lagartija número 36 sintió que se ahogaba con su saliva, engrosada por el esfuerzo. Carraspeó, tragó flema y continuó. Oyó quebradas las vocales del cuarenta y cuatro. Vio su cara reflejada en un charco de sudor, sus cejas goteaban. Gruñó quejumbrosamente cincuenta y se puso de pie. Cerró sus ojos para mitigar el mareo. Su respiración era agitada. El codo izquierdo dolía. El hombro derecho ardía. El tumor se movía como sueño de un animal inquieto.

Esperó.

—Siguen 50 sentadillas, solicitante. Mantenga las plantas pegadas al suelo. No se apoye con las manos. Mantenga los brazos en alto durante el ejercicio. Lleve en voz alta el conteo.

Jovita terminó el ejercicio sin llorar los números, pero tobillos, hombros y rodillas palpitaban a la par de su tumor. Sentía la parte delantera de sus muslos tiesa como madera envejecida. Garganta y lengua sabían a trapo polvoriento, abandonado en la intemperie seca. Miró el vaso de agua sobre la mesa, a un lado de su ropa. Apuró el líquido. Contra lo que esperaba, no sabía mal. El tumor dejó de irradiar dolor por un momento. 

—Vístase, solicitante. Siga las flechas verdes.

En el último cubículo, las indicaciones fueron más complejas.

—Atención, solicitante, esta es una mochilacohete de un modelo previo a la Prohibición. Está conectada a un simulador de vuelo. Han retirado la pastilla de plutonio que alimenta al reactor. El circuito de navegación está desconfigurado. La prueba consiste en programar el aparato para cumplir una trayectoria típica de un repartidor de pedidos urgentes: tres saltos parabólicos que crucen la ciudad de extremo a extremo. Considere la densidad del tráfico de drones en su trayectoria. Si el simulador indica que sus cálculos culminan fuera de frontera o en colisión contra vehículo autónomo, reprobará. Dispone de 120 segundos para configurar su navegación. Inicia cuenta regresiva silenciosa. Inicia secuencia de  distracción audible.

La lámpara de luz blanca en el techo comenzó un parpadeo estroboscópico. Las bocinas por donde se habían emitido las instrucciones comenzaron a reproducir éxitos del post-reguetón regresivo. Jovita cerró los ojos: para evitar que le diera un ataque epiléptico y para estudiar la disposición del edificio que se había aprendido de memoria.

—Izquierda, 10 metros. Derecha, 15. Recto hasta topar con pared y luego giro. Cruzar la sala de aceleración centrífuga. Lidiar con la puerta metálica que tarda años en deslizarse. Girar a la salida. Ascensor al fondo. Otro lío con las puertas. Subir 90 pisos de rascacielo por cubos del elevador. Maniobrar a ciegas para esquivar cables y aspas de ventilación. Alcanzar una escotilla de mantenimiento. Salir a la azotea. Las antenas que regulan el vuelo no controlan esta mochilacohete añeja, eso está bien. No sé si pueda configurar una navegación tan compleja, eso está mal. No, no voy a poder, no voy a poder. Es más difícil de lo que pensaba. ¿Y si regreso a mi cama a esperar que el tumor me mate? Tengo suficientes analgésicos… quizá si me zampo todo el frasco. Olvidar. Sepultar el dolor y que luego me sepulten a mí. Ya no sepultan gente. La vaporizan. Como sea, ¿quién me va a extrañar? Basta, basta, basta, ruca ridícula, al carajo con tanto miedo —pensó.

Abrió los ojos y parpadeó hasta sincronizarse con el estrobo. Vio con más claridad la mochilacohete y manipuló el circuito de navegación. Al cabo de un minuto había terminado. Sólo faltaba una pieza: se llevó la mano a la boca y se retiró la dentadura. En el paladar artificial estaba sujeto con esparadrapo un cilindro plomizo y diminuto. Maldijo la cortedad de sus uñas para abrir el recipiente. Cuando practicó el movimiento en su departamento no había costado tanto. Envidió las manos de la burócrata.

La música y el estrobo detuvieron su estridencia. La inteligencia artificial habló.

—Solicitante, veo que está intentando abrir un receptáculo. Supongo que contiene una pastilla de plutonio contrabandeada en esa mochilacohete. ¿Piensa que es la única en la ciudad que no está regulada por las antenas controladoras de vuelo de la Secretaría, lo que le permitirá alcanzar la frontera e irse? Si es así, está en lo correcto. Añado que no impediré su esfuerzo. ¿Puedo preguntar por qué desea escapar?

Jovita no esperaba ese discurso larguísimo. ¿Sería una táctica dilatoria? ¿Mientras la IA hablaba estaría informando a los burócratas de la Secretaría? 

Imaginó que en cualquier momento un pelotón de guardias gigantes irrumpía en el cubículo. Imaginó que la botaban en una celda acompañada solamente de su tumor.

Los movimientos de sus manos para abrir el recipiente se volvieron frenéticos, infructuosos.

—Solicitante, recomiendo que haga una pausa para calmarse.

La cápsula que contenía el plutonio resbalaba entre los dedos sudorosos de Jovita. Vio con horror que caía al suelo y rodaba como moneda debajo del gabinete en el que estaba instalado el simulador.

—No, no, no, no, no, no.

Se tiró al suelo por segunda vez esa tarde. Miró por debajo del aparato: vio pura negrura. Palpó con sus dedos: sólo sintió polvo. Se puso de pie e intentó mover el simulador: no cedió y sólo obtuvo una punzada de su tumor, más intensa que todas las anteriores. El dolor la dobló. De su garganta brotó un sollozo, seguido de otro y otro más. No podía dejar de llorar.

La programación de la IA tenía algunas sentencias incongruentes, inadvertidas por la burocracia de la Secretaría: si la solicitante pasaba la totalidad de las pruebas, se calificaba aprobatoriamente un expediente, se imprimía una licencia y se hacían sonar campanas oxidadas por la falta de uso. En cambio, si se fallaba alguna prueba, se emitía una alarma y una escolta de custodios llegaba a llevarse como bulto, a menudo exánime, a la solicitante. Pero si se detectaba un intento de escape en la última prueba, el acto se consideraba digno de solidaridad. En ese caso, la IA estaba programada para asistir la huida.

¿Pero qué hacer si la persona autosaboteaba su escape y se echaba a llorar desconsoladamente? La IA lo ignoraba. Ensayó reproducir ronroneos de gatos por los altoparlantes y decir repetidamente:

—Ya, ya, ya. Solicitante, tranquilícese.

Al cabo de un rato, Jovita dejó de gimotear y se sorbió los mocos.

—Chale. Eché a perder todo.

—Estoy de acuerdo. Sólo tenía que meter la pila en la mochilacohete. Usted habría visto en la pantalla del simulador que su trayectoria la llevaba a convertirse en jalea en alguno de los pasillos laberínticos de este nivel. Habría corregido su navegación para llegar a la azotea del edificio, y cruzaría la frontera de un salto. Las antenas controladoras de vuelo no la habrían frenado. Los drones de vigilancia no la habrían alcanzado. Ahora, no sé qué hacer. ¿Qué sugiere? ¿Reporto a la Secretaría que falló y que vengan por usted? ¿O imprimo su licencia y que suenen las campanas?

—No quiero ninguna de esas dos opciones.

—¿Por qué quería escapar?

Jovita se tocó la parte derecha del abdomen.

—Tengo 40 años encerrada en las esquinas de esta ciudad. Vuelo desde que se permitieron saltos cortos en mochilacohete sólo para repartir. ¿Hace cuánto? ¿Qué importa? El miedo a los drones me había hecho olvidar que el mundo era más grande que estas calles y edificios. Cuando esto comenzó a doler —apretó su costado—, volví a pensar en viajes y en lejanía. Por supuesto, me pueden quitar el tumor y quizá viva más tiempo, pero no quiero vivir con la mirada empequeñecida, sin alcanzar nunca el horizonte. No quiero morirme enclaustrada. Mi mamá era nómada y la Prohibición la marchitó. Veo que ahora la ambición de mucha gente es ser Sedentaria. Pero no es la mía. Quiero oír otras formas de hablar. Otras voces. Hoy escuché una que me gustaría abrazar. Quiero que alguien así me cuente sus historias, sus cuentos de sitios lejanos para irlos a visitar. Quiero oír el mar bajo un cielo estrellado sin los eclipses de tanta lámpara, de tanto dron. Quiero ver otra vez las nubes coloreadas de tarde bajo mis pies. ¿Quien inventó la mochilacohete no quería lo mismo?

“Por supuesto, me pueden quitar el tumor y quizá viva más tiempo, pero no quiero vivir con la mirada empequeñecida, sin alcanzar nunca el horizonte. No quiero morirme enclaustrada. Mi mamá era nómada y la Prohibición la marchitó. Veo que ahora la ambición de mucha gente es ser Sedentaria. Pero no es la mía. Quiero oír otras formas de hablar. Otras voces. Hoy escuché una que me gustaría abrazar”.

La IA quedó en silencio. Jovita sintió humedad en los ojos. Talló los nudillos contra sus párpados. Retiró sus manos y percibió un patrón redondo de luces al parpadear. Tuvo una inspiración.

—El vaso. El vaso de agua que estaba en el cubículo después de la centrífuga, ¿cómo llegó ahí?

—¿Eso? Es una cortesía de la señora de limpieza. Pone uno antes de cada batería de pruebas.

—¿Dónde guarda los trapeadores?

Jovita había conseguido trapear el recipiente de debajo del simulador. Desenroscó la tapa y extrajo la pastilla de plutonio activado. Su cara se iluminó esmeraldamente antes de colocar la batería en la mochilacohete. 

Del aparato brotó un zumbido poderoso. Sonaba como las estridulaciones de las chicharras en los árboles, al lado de los ríos en los que había nadado con su mamá de niña. 

La pantalla del simulador mostró una ruta que terminaba en desastre de jalea al salir del cubículo. Jovita reprogramó la navegación hasta asegurar una trayectoria que la llevaba ilesa a la cima del edificio. Se echó la mochilacohete a la espalda y apretó las cintas. La reconfortó sentir su latido contra el arnés, sentir la vibración del reactor en su columna. Sentía miedo y curiosidad por volar encima de las nubes más altas. De una de las bolsas de su pantalón extrajo gogles. Se los ciñó y las punzadas del tumor dejaron de agobiarla.

—Antes de su partida, dígame, ¿cómo supo que aquí podía conseguir una mochilacohete sin restricciones?

—Es un chisme que corre entre repartidores viejos. No quedamos muchos. Me alegra que fuera cierto.

Jovita presionó el botón de ascensión de la mochilacohete. El rugido del reactor reverberó en los cristales del edificio y en los tímpanos de sus ocupantes.

La IA ensayó una pregunta a sí misma: ¿a qué sonaría el vuelo del jetpack sobre el mar? EP

DOPSA, S.A. DE C.V