Detrás de las ventanas azules

La pandemia ha afectado la salud mental y la intimidad de las mujeres con mucha fuerza. En este reportaje, Irma Gallo indaga cómo distintas mujeres sortean en el cotidiano el encierro y las limitaciones. Lo doméstico, lo familiar, lo romántico: todo se ha visto afectado y la carga recae, sobre todo, en ellas.

Texto de 27/12/21

La pandemia ha afectado la salud mental y la intimidad de las mujeres con mucha fuerza. En este reportaje, Irma Gallo indaga cómo distintas mujeres sortean en el cotidiano el encierro y las limitaciones. Lo doméstico, lo familiar, lo romántico: todo se ha visto afectado y la carga recae, sobre todo, en ellas.

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Habitan geografías distintas y, sin embargo, sueño que todas están en el mismo edificio. De esos con pequeñas ventanas azules que dibujan los niños pequeños. Se asoman, unas y luego otras, a mirar la noche de un negro profundo que parece no tener final, pero también, a veces, el sol brillante en un cielo sin nubes, pues el amor por sus seres queridos, la imaginación, la creatividad y una fuerza insospechada, que no sabían que poseían, las mantiene vivas y sanas.

En este ejercicio de la imaginación, Toronto, alguna otra localidad de Canadá no especificada, Tucson y la Ciudad de México se vuelven un espacio común. El lugar en el que ellas intentan reconciliarse con su cuerpo, mantenerlo sano, no caer en la depresión. Luchar contra esos fantasmas de la mente que les quieren jugar chueco, cuyas voces, amplificadas por las publicaciones en redes sociales y chats de Whatsapp, dicen que esto no tiene para cuándo terminar, que todavía morirán muchos conocidos, muy probablemente seres queridos, amigos y familia.

Estas, sus historias, tienen mucho en común. Son sus cuerpos de mujeres territorios de lucha; son ellas quienes ejercen las labores de cuidado (con sus hijxs, mascotas, madres y padres, hermanxs y otrxs familiares), además, desempeñan trabajos remunerados y a pesar de todo intentan mantener la cordura.

Siempre creí que sólo las personas mayores tenían una necesidad imperante de hablar, de contar “sus cosas”. Como mi querida mamá, que si le hablo para hacerle cualquier consulta cotidiana que pienso que será rápida —por ejemplo, si el arroz se fríe antes de cocerse—, encuentra siempre más temas de conversación para que no le cuelgue tan rápido (y mucho más desde que estamos en confinamiento).

Por eso me quedé sorprendida del gran número de mujeres, de distintas edades, que respondieron a mi convocatoria en Twitter para narrar su experiencia durante estos meses sombríos.

Estas son sus historias. Son nueve mujeres, algunas de las cuales me pidieron que sus palabras permanecieran anónimas porque en sus relatos involucraron a sus parejas, padres o hijxs. A todas les agradezco haber abierto las ventanas azules de ese edificio en el que las sueño. Gracias por dejar entrar a esta intrusa pero, sobre todo, por ese cálido abrazo con el que me cobijaron —y me acompañaron, a la distancia— sus palabras.

El cuerpo, aliado y enemigo

“Empezó la pandemia y me puse como propósito escucharme un poco más a nivel de cuerpo. Me puse la meta de bajar de peso, lo cual no ocurrió y además salió contraproducente, porque subí mucho. El estar en casa, sin moverme, porque no he salido para nada, me tiene con unos seis o siete kilos arriba. Asimilar eso ha sido durísimo”, dice Aminetth Sánchez, periodista, de 30 años de edad.

“Empezó la pandemia y me puse como propósito escucharme un poco más a nivel de cuerpo. Me puse la meta de bajar de peso, lo cual no ocurrió y además salió contraproducente, porque subí mucho. El estar en casa, sin moverme, porque no he salido para nada, me tiene con unos seis o siete kilos arriba. Asimilar eso ha sido durísimo”

No es la única que ha pasado por esto. Hay otra mujer, escritora, traductora y profesora universitaria de 49 años de edad, que vive en alguna ciudad de Canadá y a la que llamaremos María, y que prefiere dar su testimonio de forma anónima, narra así su relación con el cuerpo durante estos meses: “He subido de peso y no tengo motivación para bajarlo. En casa tenemos una caminadora y una bicicleta que mi esposo e hijas usan con frecuencia pero yo ni me he acercado. Antes caminaba mucho en la universidad, cuando iba a dar clases. Eso me hace falta; no es lo mismo caminar en casa. Durante el verano y el otoño sí salí a caminar a la calle, a tomar el aire, que acá es muy fresco, pero ahora que es invierno y hace frío y hay nieve y hielo, es fácil resbalarse”.

El ejercicio al aire libre es una de las pasiones de Kirén Miret, productora y escritora. La pandemia la obligó, al inicio, a suscribirse a un chat de Whatsapp en el que un entrenador les enviaba, a ella y a otras personas, rutinas en video. Esto le funcionó durante un tiempo; después dejó de encontrar la motivación para continuar: “Alcanzaba mis objetivos por momentos y de repente veía cómo todo se derrumbaba si dejaba de hacer ejercicio 15 días. Tuve momentos de mucha felicidad, en términos de mi físico, y también momentos de mucha frustración. Y sé que esto puede sonar súper frívolo en medio de un momento tan dramático respecto a lo que está pasando, pero una tiene que regresar a lo que tiene, que es uno mismo. Entonces, una trata de enfocarse en su cuerpo, en su salud”.

Aunque camina todos los días, acompañada de su madre y un amigo, hacia un pequeño cerro que se encuentra a unos minutos de su casa, la ansiedad a veces alcanza con sus garras a Cassandra Meléndez, estudiante de Relaciones Internacionales de 22 años de edad. Intenta comer lo más saludable posible, pero aun así, con frecuencia está cansada. “Porque, aunque trate de hacer ejercicio por la mañana, todo el día estoy sentada frente a la computadora”, cuenta.

A la escritora y activista feminista Priscila Palomares, de 26 años de edad, el inicio del confinamiento le pegó por partida doble: acababa de mudarse a la Ciudad de México desde ese norte de cerros grises donde nació, y no conocía a mucha gente: “Todo nos pega en el cuerpo. Empecé la pandemia un poco ciscada porque no tenía chamba. No tenía dónde trabajar y no sabía qué hacer. Esta no es mi ciudad, entonces estaba un poco perdida”. De un día para otro, y sin darse cuenta al principio, Priscila dejó de comer: “Comía muy poco. Y como no tengo báscula y no iba a salir a pesarme, no puedo comprobar si enflaqué o no. Pero se me olvidaba comer. Como no tenía una rutina, que sí tenía antes en el trabajo, se me olvidaba, por ejemplo, comer y cenar, sólo desayunaba”.

La lucha por conservar la cordura

Hace unos meses la abuela de Karla Cerriteño Chávez, correctora de estilo y promotora cultural de 25 años de edad, murió por una afección que, aunque no le diagnosticaron como tal, hizo que la familia quedara convencida de que era COVID. “Esto”, dice, “definitivamente empeoró mi estado anímico y mis crisis nerviosas; a veces paso por episodios de insomnio y me estreso mucho cuando la gente cercana a mí no sigue las medidas sanitarias o enferma”.

La muerte de la madre es la ruptura con el lazo primigenio. Esta estudiante de doctorado de 49 años de edad, a la que llamaremos Bela, la sufrió desde Arizona: “No pude estar en México por la pandemia, aunque tampoco se podían hacer ceremonias religiosas o reuniones. Aún estoy procesando esa pérdida y llevará tiempo”. Sin embargo, este acontecimiento brutal no fue lo único que puso en jaque su paz mental: “Otra preocupación fue que uno de mis hermanos enfermó de COVID y, debido a que tenía un daño pulmonar desde que era niño, su recuperación fue más lenta”.

Irma Escamilla, ingeniera industrial, decidió pasar el confinamiento con sus padres para cuidarlos y hacerles compañía, pero eso tampoco hizo menos duro el transcurrir de los meses: “Los casos de contagio y muertes aumentaban, lo peor: ya no eran sólo de personas lejanas, ahora eran de conocidos, de vecinos. Dejé de hacer las cosas que disfrutaba, como leer, escribir o dibujar; las caminatas sólo eran de la sala a la cocina o al baño, tenía ansiedad, miedo y preocupación ante un presente y un futuro desconocido”.

Desde Canadá, María habla sobre el mayor motivo de preocupación en este encierro: “Me preocupa la salud mental de mis hijos, en particular la de una de mis adolescentes, que sufre de depresión y está medicada. A una edad en la que ya tendría que estarse independizando, saliendo a divertirse con amigos, dedicada a su vida social y a su carrera, para una persona joven estar encerrada con sus padres es brutal, y creo que no nos estamos preocupando lo suficiente, como sociedad, por esto”.

El encuentro amoroso de lxs cuerpxs

La pérdida del deseo parece ser una constante para estas mujeres. Y es que no es fácil mantenerlo en estas circunstancias de encierro, falta de privacidad e incertidumbre.

“El apetito sexual bajó a cero. Al principio lo justificaba pensando que era este estrés pandémico que me tenía muy preocupada; luego pensé que era por un tema de trabajo, decía ‘es que no tengo cabeza para’, pero la verdad es que durante la pandemia he estado muerta en ese aspecto”, me cuenta una de las mujeres que pide no poner su nombre en este testimonio.

“En cuanto al sexo”, narra otra mujer, ama de casa de 37 años de edad a la que llamaremos Elisa: “estoy casada desde hace seis años con acuerdo de monogamia. Ha sido terrible: creo que los seres humanos no estamos preparados para la convivencia de 24 horas seguidas, el misterio se rompe y el deseo empieza a faltar”. Sin embargo, otras maneras de relacionarse han surgido entre ella y su esposo: “Hemos tenido noches y fines de semana para platicar, tomar una cerveza o café, o jugar cartas. Esto ha provocado que conozcamos más historias e ideas uno del otro que desconocíamos por completo. Nos hemos vuelto menos amantes, pero más confidentes”.

María me cuenta: “Mis relaciones sexuales han sufrido, pero más que nada por la falta de privacía. Al tener a todos nuestros hijos en casa todo el tiempo, es difícil encontrar el momento en que ya todos duerman y suele suceder que primero nos dormimos nosotros (¡qué horror y qué vieja me siento de escribir esto!). No quiero decir que no tengamos intimidad, pero es más complicado arreglárselas”.

“Mis relaciones sexuales han sufrido, pero más que nada por la falta de privacía. Al tener a todos nuestros hijos en casa todo el tiempo, es difícil encontrar el momento en que ya todos duerman y suele suceder que primero nos dormimos nosotros (¡qué horror y qué vieja me siento de escribir esto!)”

Los trabajos de cuidados: ¿una carga demasiado pesada?

No es un secreto que en las mujeres recaen la mayoría de los trabajos de cuidados no remunerados. Las cuatro paredes que delimitan eso que en ocasiones se puede llamar “hogar” encierran historias en las que al peso de esta carga se ha sumado el del trabajo remunerado, elevando la tensión de las familias durante el encierro.

Es el caso de María, avecindada en Canadá: “Cuidar de toda mi tropa en estos meses ha sido agotador. Mi esposo va a trabajar todos los días, para él la vida sigue normal, pero yo acá tengo que hacerme cargo de todo y estar con los tres niños sola el día entero, asegurándome de que coman sano (sobre todo el de 11, que es muy goloso) y de que hagan sus trabajos como deben. He tenido que ceder y ayudarlos más de lo normal, lo cual me quita tiempo a mí y me frustra mucho. Creo que es muy injusto. Entonces, el fin de semana si algo no terminó mi hijo, por ejemplo, obligo a mi esposo a que se encargue”.

La experiencia de Irma Escamilla al cuidado de sus padres también ha sido desafiante: “Al principio me liaba entre hacer la comida, la limpieza, el trabajo y todo lo demás, pero con el transcurrir de los días pude organizarme mejor. Hay días en los que mis padres también sienten temor y se preocupan, entonces lo tratamos de solucionar ocupándonos del huerto, de la milpa, y si llueve, haciendo manualidades que ven por el internet, ¡bendito internet, en este caso!”

“Hay días en los que mis padres también sienten temor y se preocupan, entonces lo tratamos de solucionar ocupándonos del huerto, de la milpa, y si llueve, haciendo manualidades que ven por el internet, ¡bendito internet, en este caso!”

Desde Toronto, Elisa tampoco la ha tenido fácil como madre de dos niñxs de 5 y 6 años. “No aguantan mucho frente a una computadora; tuve que acomodar mi departamento para que cada uno tomara sus clases y mi esposo pudiera trabajar. Así que no quedó un espacio libre para mí y eso ha sido muy agotador. Las maestras te dan los temas a cubrir para su grado y yo soy una especie de asistente educativa que debe explicar los contenidos y trabajar con ellos. A veces”, continúa, “cuando intento contarle a amigos o amigas que todo esto ha sido una carga de trabajo realmente pesada, me dicen que soy privilegiada por poder pasar tiempo con mis hijos y apoyar en su educación. Lo anterior me pone en un lugar fuera de la queja, y obligada al agradecimiento eterno al sistema por dejarme convivir con mis hijos”.

Desde Tucson, Bela comparte el confinamiento con su hijo adolescente en un departamento pequeño. “Eso ha sido un verdadero reto de convivencia y (creo) hasta de salud mental para los dos”, dice. “Los cambios naturales en sus estados de ánimo, aunados al encierro, han hecho crecer exponencialmente los disgustos y discusiones. Ambos hemos paliado un poco la negatividad con el ciclismo —mi hijo forma parte de un equipo, además de que es nuestro único medio de transporte, y yo hago recorridos cotidianos—. Pero no ha sido fácil. Hemos tenido altibajos, aunque también mucho aprendizaje”.

Los compañeros no humanos

En estas circunstancias de encierro, ya sea en soledad o acompañadas, a casi todas ellas las han salvado, literalmente, sus mascotas. No es raro, si pensamos cuánto bien le pueden hacer, por ejemplo, los perros a los seres humanos.

Priscila Palomares tiene una hermosa familia. Ella y su novia cuidan de un perrito que se llama Io. Además de un erizo que responde al nombre de Baby Spinach y de un cuyo que se llama Chocolate. Eran dos, pero el mes pasado falleció Poseidón.

“Me siento muy agradecida de estar acompañada por el perrito que adopté dos semanas antes del encierro. Gastaría todo mi dinero en mis mascotas porque me dan mucha compañía. Son algo que me levanta todos los días los ánimos”, dice.

Para Karla Cerriteño, la compañía de su perro también ha representado un alivio: “Su presencia y acompañamiento me han ayudado mucho cuando hay incertidumbre y estrés; percibo que él identifica los momentos en los que los ánimos están bajos, así que no se despega de nuestro lado”.

Kirén Miret dice, de plano, que sus gatos le han salvado la vida durante la pandemia. Adoptó a una gata pequeñita, cuya madre y hermanos habían muerto por envenenamiento, y que estaba muy grave: “Saber que me tenía que hacer cargo de un ser vivo, indefenso, moribundo, me dio un motivo real, concreto. Mis gatos fueron la salvación. No entiendo a la gente que está viviendo sola la pandemia, sin la compañía de un animal. Porque te representa una responsabilidad, una compañía”.

“En noviembre se murió nuestra perrita de 14 años”, me cuenta, desde una ciudad canadiense, María, la escritora y académica. “Era mi compañera, y su muerte me afectó mucho. Tenemos además dos gatos, uno de ellos que duerme con mi hijo. La otra gatita la encontramos en la calle pero es muy tímida y no se lleva con nadie en realidad. El vacío que dejó mi perrita se hizo abismal”.

Unos meses después de la muerte de la perra tan querida, llegaron dos cachorras más a la casa de esta familia: una pug y una labradora, que junto con los gatos les han hecho mucho más llevadero el encierro: “Es un golpe para la billetera porque tener mascotas en Canadá es muy caro, pero dado que este año al parecer volveremos a estar todo el tiempo en casa, creo que han sido la mejor idea que hemos tenido durante la pandemia, y nos darán muchos años de compañía y felicidad. La vida con un perro es mejor vida, sin duda”, concluye.

En casa, mi perrito Chancho me sigue a todos lados, me acompaña mientras escribo y escarba las cobijas para dormir junto a mí por las noches. Su mirada, pura inocencia y amor, me hace pensar que no puedo menos que estar de acuerdo con María. EP

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