Superar “El Buen Fin” es sobrevivir a la guerra

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 17/11/21

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 5 minutos

Al volver a casa después de correr y correr en un rincón empedrado de Tlalpan y sentir que desde hacía días estaba sometiendo a mis pies a una laceración, me saqué los tenis. Lo primero que vi fue mi calcetín derecho reventado con un gran agujero donde penosamente sacaba la cabeza la llorosa ampolla neonata que había hecho fricción con el suelo. Agarré los tenis, los miré con ánimo de entender sus males para que los atendiera el zapatero remendón del barrio, y así no tener que comprar otros y de paso ayudar al medio ambiente con un par de tenis consumido menos. Descubrí las capas de suela reventadas con cachos gomosos de los coloridos poliéster. Vueltas hilachas de plástico enmarañadas, sucias, heridas, apelmazadas, las suelas estallaban destripadas, abiertas violentamente a horcajadas, igual que el torso de un cuerpo hurgado hasta en el último rincón por un oficioso médico forense. “No dan más —pensé-, los debo tener desde 1997: ya han dado quince millones de pasos”. Y entonces vino a mi mente lo que se volvería no un día de ofertas, sino un viaje inaudito del que jamás imaginé su dimensión. “Viene “El Buen Fin”, ¡claro! ¿A ver, cuándo exactamente? —revisé Internet-. Genial, el próximo miércoles”. Iría en su día de arranque para evitar aglomeraciones.

“Ese día arrojé tempranito a la tumba de mi bote de basura el cadáver de mis tenis generosos hechos madeja de plástico y tela, y agradecí su noble servicio en mi jogging desde tiempos inmemoriales, cuando aún era viable arrancarme las canas sueltas (si ahora lo intentara me quedaría sin pelo).”

Ese día arrojé tempranito a la tumba de mi bote de basura el cadáver de mis tenis generosos hechos madeja de plástico y tela, y agradecí su noble servicio en mi jogging desde tiempos inmemoriales, cuando aún era viable arrancarme las canas sueltas (si ahora lo intentara me quedaría sin pelo). Nike Factory Store fue mi destino al encender el auto. En Churubusco, Calzada de Tlalpan y Viaducto Tlalpan, todo en orden: tráfico de un miércoles cualquiera. El problema vino en Insurgentes: aunque aún no iniciaba el periodo vacacional revolucionario, el volumen de autos hizo que el kilómetro que me faltaba hasta el establecimiento deportivo pareciera infinito. Un choque, un atropellado, una marcha, supuse. Acalorado, abrí las ventanas para refrescarme con el dióxido de carbono de la salida a Cuernavaca y verifiqué en ese momento las desesperadas miradas de los automovilistas vecinos, agotados de meter clutch, primera y freno una vez, dos veces, 100 veces. Y entonces, de a poco lo fui descubriendo: ese atasco descomunal que ya llevaba media hora no era por una desgracia humana ni una colisión de máquinas. La doble fila que pretendía estacionar en Nike Factory para comprar ahí mismo había generado un larguísimo embudo diabólico, como de un puente vacacional pero en quincena y en verano, cuando el País Chilango migra salvajemente hacia el País Acapulco para azotarlo con sus malos modos. Opté por salir de la fila de coches como pude, con bruscas maniobras, agarrar por la izquierda y escapar buscando estacionamiento en Tlalcoligia, una colonia del rumbo. 

Salí, caminé contento en senderos del sur capitalino aliviado tras la tortura motora, seguro de que entraría pronto a la tienda. Inocente. De pie y a metros del monstruo de autos atrapados en la avenida, unas 50 personas esperaban impacientes su turno, ansiosas como atletas que en sus marcas esperan la detonación inicial de los 100 metros planos. Esperé, esperé, esperé, avanzando lentamente, mientras a mi alrededor los consumidores llamaban en sus teléfonos para informar a sus familias su status pormenorizado del gran día del año: “Ya voy a entrar, mamá. Aguanta”. “Tía, calculo 20 minutos más”, “Sí, ya entendí cuál playera quieres, prima, na´más deja entre”.

Al fin, llegó mi turno. Gel, temperatura, y el primer paso al interior. Había ingresado a la boca de un dragón: enloquecida por el 40 % de descuento, la muchedumbre insaciable agarraba las sudaderas de los anaqueles, corría para ganarle al prójimo la playera azul de la palomita que estaba allá arriba, trenzaba sus manos en los aparadores redondos de piso para encontrar el pants XXL del abuelo que sumaba la tentación orgásmica del descuento por liquidación más el descuento Buen Fin; se tiraba al piso donde pudiera —junto a otros que hacían lo mismo— para probarse los tenis, recostados mujeres y hombres como salamandras porque no quedaba espacio libre entre tantas personas anfibias. Los adolescentes trepaban por las estanterías para ubicar el tenis amado del que ya solo quedaba un par. Varios hablaban por celular para seguir las indicaciones de algún pariente que desde un sitio lejano daba indicaciones remotas sobre productos indispensables para la supervivencia. Nadie agarraba nada; todos, turbados, arrebataban todo. 

“Juro que no describo el furor por el papel higiénico prepandemia: esa gente ambicionaba indumentaria deportiva como si fuera agua, arroz y frijol en un territorio devastado por un huracán.”

Juro que no describo el furor por el papel higiénico prepandemia: esa gente ambicionaba indumentaria deportiva como si fuera agua, arroz y frijol en un territorio devastado por un huracán. Cuando ubiqué a una empleada para que me dijera dónde había tenis de mi talla imposible (calzo del 11), en medio de un maremágnum de otros clientes que también la necesitaban pidiendo “oiga, oiga, oiga”, la joven, transpirando a chorros, soltó un angustiado y asfixiado “por allá, señor”. Elevó su manita sobreviviente emergiendo de la multitud y señalando un sitio incierto, casi como si me dijera: “no quiero morir aquí, agárreme que me hundo”. De pronto, me sobresaltó un grito junto a mi oído: “Martín, Martíiiiiiiin”. Una señora de pants le estaba gritando a su hijo localizado justo en el otro extremo de la tienda, y para superar la contención natural del tapabocas aullaba como si quedaran segundos para salvarse de un cataclismo, de un tsunami, una erupción volcánica o algo peor. Atónito volteé hacia la dama que continuó con su clamor: “Agarra también un número siete de los negroooooos”. Martín respondió obediente desde el fondo, “síiiiiii, síiiiiiii”.

Me probé mis flamantes tenis grises aprisionado por un barandal, y quise pagar para irme ya mismo. ¿La caja? La caja era ese recoveco minúsculo frente a una cola de unas 70 personas pegadas como sardinas enlatadas. En la fila vi gente con 20 o 30 prendas dentro de bolsas del tamaño de costales del camión de la basura, empleados que rogaban a la clientela no apartar lugar —“seamos civilizados”, imploraban—, sujetos con montañas de tenis que prácticamente superaban su altura y que al avanzar las iban pateando con una técnica depuradísima (con la parte interna del pie, de modo que se arrastrara la caja de abajo sosteniendo a las otras) aunque a veces les fallaba la técnica y se les derrumbaba todo. Entonces lanzaban un improperio bajito y volvían a acomodar la endeble pila. Al chavo que estaba delante de mí no le bastaron los 6 pares de tenis que llevaba, y me pidió: “disculpe, ¿se los encargo tantito? Voy a buscar otra cosa”. Dejó a mi responsabilidad la torre del calzado y se dirigió a la zona de shorts. Por arriba de sus jeans se iba colocando a la altura de la cadera unos shorts naranjas, otros amarillos, unos grises. Su “tantito” se volvieron 20 minutos: como la fila avanzaba debí ir empujando la pila de cajas del hermano consumidor con la técnica de pie que ya había aprendido. Acepto que delante y atrás mío tuve grandes maestros, pero lo hice con total pericia —sin que jamás ninguna caja se desplomara— hasta que el chavo volvió feliz con sus shorts naranjas.

Después de una hora y media de cola, pagué. Salí viendo compadecido a la fila humana que aguardaba su entrada (“no saben qué les espera”), y observé anonadado el tráfico que ya era un nudo pornográfico, una orgía de láminas y motores y claxonazos y mofles lamiéndose. Yo caminé por Insurgentes, recuperé aliviado la respiración, y acuné en mi regazo a mis queridos tenis de 800 pesitos como a un hijo recién nacido bajo la metralla de la guerra, de esa guerra mexicana: “El Buen Fin”.

Hoy, Nike mandó a mi mail una encuesta de satisfacción. No había esa opción, pero yo solo quería comunicar: “Gracias por todo. Sobreviví”. EP

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