Luis Felipe Lomelí ha vivido en un pueblo universitario de Kansas en los últimos años. En este texto nos compartirá algunas prácticas locales que podrían adaptarse a la realidad ambiental mexicana para mejorarla y cómo algunas, las más nocivas, lamentablemente se están copiando.
Estrategias del Viejo Oeste para la conservación
Luis Felipe Lomelí ha vivido en un pueblo universitario de Kansas en los últimos años. En este texto nos compartirá algunas prácticas locales que podrían adaptarse a la realidad ambiental mexicana para mejorarla y cómo algunas, las más nocivas, lamentablemente se están copiando.
Texto de Luis Felipe Lomelí 05/08/21
Parece un desatino, ya lo sé. Decir que se pueden aprender estrategias para la conservación ambiental o, mejor dicho, para una relación menos destructiva con nuestro entorno, de uno de los países que más devasta el planeta suena ilógico. Cuantimás si se considera que casi cualquier labor cotidiana llevada a cabo en el medio oeste de los Estados Unidos —limpiar la casa o lavar la ropa— implica una mucho mayor huella ecológica promedio que en cualquier país tercermundista. Sin embargo, las problemáticas ambientales no tienen una solución única ni la pueden tener y, en el lustro que llevo viviendo en un pueblo universitario de Kansas, he encontrado que algunas prácticas locales son mejores, en términos ecológicos, que lo que solemos hacer en México. Así, a continuación, hablaré de las que me parecen más interesantes, de cómo podrían adaptarse a la realidad ambiental mexicana y, por último, de cómo algunas, las más nocivas, lamentablemente se están copiando.
Lo primero que llama la atención al sobrevolar las grandes praderas estadounidenses es que las “manchas verdes”, los parajes más arbolados, no son aquellas regiones del mapa más alejadas e inaccesibles, como en México, sino las poblaciones mismas: ahí donde se ven árboles es donde está el pueblo o la ciudad. Es decir, el modelo urbanístico implica la forestación del lugar. Esto es posible debido a la conjugación de tres factores: 1) la ley exige que se planten árboles y se destinen espacios amplios de áreas verdes tanto en la ciudad como en el terreno de cada vivienda, 2) a los lugareños les gusta vivir entre árboles y 3) los árboles que crecen en las grandes praderas suelen tener raíces verticales. Los tres puntos son importantes y en México se podría hacer algo similar. No ahondo en el primero porque es el más complicado, requiere hablar de la voracidad inmobiliaria y de la corrupción tanto de las compañías como de los políticos, y no tengo espacio suficiente. Pero los otros dos pueden lograrse fácilmente, y luego incidir en el primero, a través de la educación ambiental (fomentar el gusto y la valoración de los árboles) y de estudios precisos sobre qué árboles son más convenientes para sembrar en cada sitio. Sí, es menos problemático sembrar un pino a cuatro metros de la barda de una casa que sembrar una parota o un hule cuyas raíces terminarán tumbando la barda y la casa. ¡Pero también hay pinos nativos mexicanos! Y probablemente también habrá especies arbóreas convenientes para cada microbioma.
Anticipo la crítica a esta idea: eso no es conservación, es la modificación del entorno para crear un antroma. Y la crítica es certera. Mi única defensa es que éste tal vez, como dijera Leibniz, sea el mejor de los escenarios posibles: las grandes praderas tampoco eran sitios arbolados hace doscientos años, sin embargo, la presencia de árboles —de estas especies exóticas introducidas— sí implica servicios ambientales no sólo para los seres humanos sino también para otras especies. Esto es lo segundo que llama la atención.
En las calles de los pueblos y las ciudades pequeñas del centro de EE.UU. es común ver ardillas, conejos, tlacuaches, mapaches y una gran diversidad de aves canoras y rapaces. Aparte de la cobertura arbórea, esto se debe por un lado a que no se les aplaude a los niños cuando agarran a resorterazos a un animal; por otro, a que los habitantes descienden de una cultura que solía entretenerse contando aves en navidad en lugar de descender de una cultura, como la española, que tiene dichos como “ave que vuela, a la cazuela” y que tuvo instituciones nefastas como las Juntas de Extinción de Alimañas hasta bien entrado el siglo XX. Aunque no hay que ser ingenuos, la biodiversidad faunística en estos lares también se debe a que, a diferencia de México, el ecosistema de las grandes praderas tiene pocos animalitos que te maten. Aunque usted no lo crea, en el pueblo en el que vivo, la gente no patea las piedras antes de levantarlas o incluso arranca cachos de corteza de los árboles a mano pelona. Esto no es poca cosa. En otoño en el pueblo nadie barre ni levanta las hojas secas que caen de los árboles y ahí las dejan hasta que se pudren y se convierten en tierra en primavera. Si se hiciera eso en México, digamos, en Colima, en unos cuantos días se tendría un miniparque jurásico en el jardín y lo menos que te podría pasar es que te pique un alacrán güero. De modo que es preciso no sólo descartar esa ideología cientificista, tan moderna y avanzada que se pensaba en su tiempo, y que nos llevó a abrazar el concreto y a arrasar con todo —entubar ríos y demás— sino que, para expandir la biodiversidad animal urbana de nuestras poblaciones, aparte de educación ambiental, es necesario estudiar y replantear tanto el manejo que hacemos, la interrelación que tenemos con el resto de las especies, como lo que concebimos como “especie nociva” o “especie amiga”, como “áreas verdes” y/o “jardines”. Más general aún: lo que concebimos como estéticamente agradable.
Esto es lo tercero que llama la atención de los pueblos del viejo o medio oeste de los EEUU: los jardines “nativos”. Ciertamente son pocos, tan escasos que uno los distingue a simple vista a cuadras de distancia porque, además, “se ven feos”: parecen la casa abandonada de una novela del boom latinoamericano. La mayoría de los jardines del rancho, los “normales”, se ven “bonitos” casi todo el año, hasta cuando los cubre la nieve: con setos recortados, árboles, plantitas dispuestas en orden matemático y una gran extensión de esa extraña comunidad vegetal llamada “pasto”. Que se vean así no es por obra y gracia de la naturaleza nada más, sino debido al ingente uso de glifosato (entre otros herbicidas), de mallas de plástico (normalmente cubiertas de pedacera de madera) para delimitar donde crecen unas especies y dónde crecen otras y de un recambio constante de especies cada primavera (para que siempre haya flores). Es decir, la jardinería tradicional del rancho en el que vivo no sólo es altamente contaminante, sino consumista.
Sin embargo, existen también esos otros jardines, los “nativos”, jardines que no se ven “bonitos” ni salen jamás en ninguna portada de revista sobre diseño paisajista, casas de famosos o Vida & Estilo mexicana, pero que confieren no sólo la mayor biodiversidad vegetal del pueblo (con la consecuente biodiversidad de invertebrados: ahí, por ejemplo, es donde se alimentan las mariposas monarca cuando pasan por el rancho en su viaje hacia México), sino también un cambio en los paradigmas de lo que significa lo “bello” y de nuestra función en un bioma dado. En otras palabras, para quienes practican este tipo de jardinería, lo “bello” ha dejado de estar subyugado a un ordenamiento visual —a los privilegios de la vista, como decía Octavio Paz— para estar determinado por su función ecológica: ante la pérdida acelerada y posiblemente irreversible de los ecosistemas de las grandes praderas por haber sido reemplazados con monocultivos, principalmente, de maíz, algunos ciudadanos comienzan a reproducir, de forma intensiva, abigarrada y alrededor de sus casas, las comunidades vegetales que existían fuera de los pueblos antes de la invasión europea. Asimismo, entre estas mismas personas es común encontrar que también participan en bibliotecas de semillas y en la reproducción de los varietales menos comerciales de las especies comestibles o medicinales nativas, como la calabaza, el jitomate o la equinácea, para que no se extingan y entonces todos tengamos que depender de las semillas patentadas por las compañías transnacionales.
Anticipo lo que está pensando: esto no es nuevo, así de biodiverso era el jardín de su abuelita con sus cientos de latas reutilizadas como macetas, la defensa y la preservación de las semillas es lo que llevan haciendo desde hace décadas movimientos como “Sin maíz no hay país” y es lo que se puede ver en cualquier milpa tradicional mexicana o en las pocas chinampas que aún quedan al suroriente de la Ciudad de México. Más aún, un orgulloso puma dirá que esa misma idea del jardín nativo es la que tuvo, desde los planos iniciales, el diseño de la UNAM y es el que subsiste ahí en lugares como el Espacio Escultórico. Y es cierto. Pero así como las clases altas mexicanas descubrieron hace poco los encantos de andar en bicicleta, imagine que las clases altas mexicanas —esas que tienen los jardines más amplios— comenzaran a poner de moda el jardín nativo. Serían oasis invaluables de la biodiversidad.
En cambio, lo que han empezado a hacer las clases medias y altas mexicanas, azuzadas por la codicia inmobiliaria y corporativa, y respaldado por ideas racistas y clasistas de lo que debe de ser lo “bello”, es copiar no éstas, sino las prácticas ecológicamente más nocivas del rancho en el que vivo: la prohibición de tender la ropa a la vista porque eso “afea” el paisaje y afecta a la plusvalía (e implica el nada ecológico uso de secadoras), el diseño de casas sin lavadero (para consumir electricidad y jalarte de los pelos si tienes un bebé de meses porque, claro, ni modo de echar el pañal de tela todo cagado a la lavadora), la construcción de casas con ventanas diminutas y escuálidas pero que se ven muy a la moda para incentivar el uso de aires acondicionados, el artefacto de mayor consumo eléctrico doméstico, incluso en lugares inverosímiles como Puebla, la Ciudad de México o Toluca; el cambio de los trapeadores tradicionales por esos alucinantes artefactos que están hechos con varios tipos de plásticos y necesitan baterías electrónicas para su funcionamiento, el cambio también de los estropajos tradicionales por otros artefactos cuajados de plásticos, de los jabones en barra por los más contaminantes jabones líquidos cuyos envases se apilan en los rellenos sanitarios y un largo etcétera de diseños, políticas y productos que implican un impacto ambiental sin precedentes y que se han popularizado después de la firma del Protocolo de Kioto.
Así, si bien es absurdo copiar todas las prácticas de una sociedad dada, también es absurdo rechazar todas tajantemente. Y, más importante, lo esencial en todos los casos es estudiar y comprender qué es lo más conveniente para cada lugar en específico sin fantasear con que una tecnología particular nos hará libres o con que, de forma automática, una vez que exista la mejor tecnología posible, entonces la sociedad la implementará racional e invariablemente: en Kansas las casas son de madera, no de ladrillo, no importan lo famosos que sean el Mago de Oz y sus tornados y que las casas de madera, obviamente, sean la peor tecnología posible para Kansas. EP
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