Coincidencia, sí lo creo

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 21/07/21

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Me gustan las casualidades porque me regalan la fantasía de que este universo tiene un sentido, el que sea. A las más notorias, Jung las llama disposiciones significativas —cuanto más abundantes y exactas, más raras, más improbables, hasta que ya no pueden considerarse como mero azar—. Disposición: el escarabajo dorado que descubrió en su ventana justo cuando una paciente acababa de enunciar que había soñado con un animal idéntico. Disposición: recorrer descalza un departamento del sur de la Ciudad de México, uno entre millones, ignorar el sobresalto que me provoca toparme con una suerte de familiaridad inexplicable, infundada, qué locura, y meses más tarde descubrir que se trata del mismo espacio que mi abuela habitó durante años, décadas antes de que yo naciera. Y están las otras, las casualidades menores, lecturas amañadas de mi cerebro ególatra que no llegan ni a disposiciones y a las que Schopenhauer despreciaría, como que a Alaíde Foppa le decían la sin ventura y yo me llamo Alaíde Ventura, como que mi abuela y yo teníamos, además del mismo rostro, una cicatriz similar en la pierna. ¿Encontrarle una intención oculta al azar? Qué huevos. La simple idea roza la temeridad.

Sin embargo, también hay coincidencias de índole más, digamos, artificiosa, aquellas que las escritoras modelamos de forma semiconsciente. Estas pertenecen al terreno de las posibilidades infinitas, ahí donde las leyes del cálculo pueden ser infringidas y donde —palabras de Cărtărescu— puede aparecer una persona más poderosa que el azar. Estoy hablando de la ficción, de la literatura. Y la memoria, como se sabe, como dice Rivera Garza que se sabe, funciona como la ficción. Más: la memoria es la ficción por excelencia.

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Mi abuela murió hace un año y desde entonces no ha dejado de aparecerse. Da la impresión de que anduviera improvisando, sacándole jugo a su condición de espíritu chocarrero; y cómo iba a ser de otra manera, si incluso en vida gustaba de ocultarse detrás de las paredes para espantar a los paseantes. Dice mi hermano que la abuela se reía como se ríen los chaneques. Confieso que me entristece este recuerdo ajeno, pues he comenzado a olvidar su carcajada.

Primero vino en forma de sueños. Alguien soñó, justo antes de su muerte, que mi abuela se despedía. “Ya me voy a Estados Unidos”, y esta persona asentía en silencio. El día de mi regreso a México tras varios meses en El Paso, alguien más soñó que mi abuela la saludaba. “Ya llegué”, decía esta vez, y era obvio: venía conmigo.

Poco después aparecieron los animales. Por mi casa desfiló una caterva de bichos terrestres y aéreos. Un gato se coló hasta el baño, luego un pichón se enjauló a sí mismo en la recámara, y eso sin contar las mariposas, las polillas, los colibríes, las mariquitas y, por supuesto, el bienteveo chismosote que me mantuvo entretenida y monitoreada durante las semanas que estuve enferma de covid.

Y, bueno, desde el principio y sin detenerse, pomposas, insistentes, también han estado las abusiones y otras señales que hallan sentido en la sincronía. Personas, palabras, orquídeas y situaciones varias, como despertar a las tres de la mañana y entablar conversación con un fantasma risueño. A las cábulas cabalísticas, como he dado en llamarlas, las guardo en el Wunderkammer imaginario que llevo a cuestas y al cual me refiero como memoria.

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Las casualidades pertenecen al presente, son un escalofrío continuo, emergencia. Aun cuando encuentren sedimentos en el pasado, su magia depende de la sincronía —en eso se parecen al amor—. Tanto en la escritura como en el mundo real, la revelación de una coincidencia, sea irritante o satisfactoria, provoca que las cosas del mundo cambien su significado de manera abrupta. Lo que creíamos no es más. Un departamento ya no es solo un departamento, un escarabajo, una cicatriz, etcétera. Así como escogemos lentes para el mundo corriente, también seleccionamos los filtros con los que mirar hacia el pasado. Elegimos, o hacemos como que elegimos, o, mejor aún: fingimos que no elegimos, jugamos a que los astros se alinearon y a que el mensaje que nos envían no lo hemos escrito nosotras mismas. No es ansiedad, son patrones interpretables. No es un duelo incompleto, es la certeza de que los dos planos lograron superponerse. Conecto con mi pensamiento místico, primario. Las mujeres somos las de la intuición —¿no creo en el azar?—.

“Elegimos, o hacemos como que elegimos, o, mejor aún: fingimos que no elegimos, jugamos a que los astros se alinearon y a que el mensaje que nos envían no lo hemos escrito nosotras mismas.”

Viví muchos años confiada en que la casualidad del departamento de mi abuela tenía que provenir de algún multiverso recóndito. Ahora vivo convencida de que mi abuela sigue aquí conmigo, que se ríe de las tonteras que digo cuando parezco estar a solas. Es demasiado raro seguir existiendo en el mundo sin ella.

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De entre las pistas materiales que quedaron tras su muerte, mis favoritas son las fotografías que no tengo la menor idea de dónde fueron tomadas. Es una de las cosas que más me gustaban de ella: todas las otras personas que era, además de mi abuela. Ningún ejercicio de caracterización le hará justicia, su autonomía se escapa a la estrechez del lenguaje.

No se estuvo quieta un solo día sino hasta que la demencia la obligó a postrarse en cama. Fue entonces cuando se volvió complicado elegir en qué tiempo verbal referirla. A veces decía: “mi abuela era enfermera”, y era cierto, pues no lo era más. Pero también decía: “mi abuela era jarocha”, y de inmediato me arrepentía de mi elección gramatical porque, si mi abuela seguía viva, seguía siendo jarocha. Además, para aquel entonces yo ya había hecho las paces con el plano fantasmal. Mi abuela estaba presente, aunque ausente. Existía y no. La teníamos y no. Paradoja. Terreno de lo no causal, o bien, de lo doblemente causal, de lo cíclico. Mi abuela eterna, iluminada, enfurecida y tranquila.

La maté con mi gramática, sin querer, varias veces. Y ahora que la supongo muerta, me refiero a ella en presente para prolongarla. Mi abuela es un fantasma mesurado. Ay, nanita. Mi abuela dice que el que mucho se despide pocas ganas tiene de irse.

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No es literatura esto que escribo. Tampoco es memoria. Acaso impulso por documentar, compulsión, crónicas desde una mente en obra negra.

Ernaux alimentó un diario durante los años del deterioro de su madre a causa del Alzhéimer. Es la escritura más catártica que se le conoce, ella misma confiesa en una de las entradas que apuntaba lo más rápido posible y sin pensar en las palabras, con la esperanza de volver a ellas más adelante. “La vida y la muerte se me presentarán como una continuidad”, decía. No sé. A mí se me están manifestando en sincronía.

Para dotar de sentido no hay nada mejor que la distensión de tiempo y espacio, más o menos como había anhelado Jung. Es obvio: a mayor distensión, mayor espacio para las probabilidades, y todo apunta a que la casualidad también depende de las estadísticas. En esto el pensamiento mágico de nuevo se encuentra con la escritura, pues ya había dicho Gornick que únicamente la distancia aleja la narración del rant terapéutico.

Por mi parte yo necesito de ambos. Y también de un sacerdote o de un médium, de cualquier especialista que me ayude a procesar mi duelo.

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Narrar en el ajo de la tristeza, y revisitar los diarios tiempo después, se parece un poco a la metodología que le adjudican a Hemingway: escribir borracho y editar sobrio. La melancolía nubla algunos sentidos y afila otros, igual que el alcohol. Mi mano se acalambra de tanto apuntar. Luego, por eso, al día siguiente no logro escribir nada. El barbudo me auxilia de nuevo, ahora con la parte lúcida de su método, la que no requiere un daiquirí. Lo único que tienes que hacer, me dice, es escribir una frase verídica. Lo más verídica posible. Verídica. Pero a mí no me queda más remedio que la fantasía.

Para esto sirven los diarios, entonces. Mediante el ejercicio evocativo, el sentido se vuelve una meta alcanzable. El llenado de libretas Estrella no era una perdedera de tiempo y tinta, sino una búsqueda sensata. En eso tenía razón Ernaux: para comprender hay que salvar primero.

Frase verídica: mi abuela está muerta.

Frase verídica: la extraño todos los días.

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Contraté los servicios de una médium. Había que ponerle distancia al texto y por eso en algún momento entre la escritura del octavo y el noveno párrafos, acudí al llamado de lo paranormal. En la ficción, el Deus Ex Machina resuelve hasta lo irresoluble. En la vida más verdadera, por el contrario, a veces hay que empujar hacia la anagnórisis un tantito.

El fantasma de mi abuela le dijo a la médium que ella se encuentra de lo más calmada, que no anda de chocarrera ni maldadosa. Claro que eso es exactamente lo que habría dicho en persona, pues ahora recuerdo que también acostumbraba pellizcarnos por debajo de la mesa y hacerse la loca.

Hacerse la loca. Precisamente lo que sucedió.

La ironía, otra sincronicidad.

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Dice Jacobi que la gente que confía demasiado en su pensamiento racional tiende a reprimir las manifestaciones de su vida psíquica y esto la convierte en un blanco fácil para los charlatanes. Pero yo, que confío muy poco en mi propia mente, parece que ando gritando y buscando y rogando que alguien me embauque. No me basto a mí misma y a mis casualidades. Necesito que alguien me regale la fantasía de que este universo tiene un sentido. No importa si este es doble, de ida y vuelta o circular como una glorieta, pero alguno, por favor.

“Necesito que alguien me regale la fantasía de que este universo tiene un sentido. No importa si este es doble, de ida y vuelta o circular como una glorieta, pero alguno, por favor.”

La médium insistió en que soy yo la que no suelta, la que se apropió de energías que no le correspondían. “Tu abuela ya trascendió”, me dijo, “abandona la búsqueda de señales”. Pero ¿cómo supo que ando cargando a mi abuela? Ah, porque se lo dije al contratarla. Pero ¿cómo supo que ando cazando señales? Ah, pues porque se me nota en la jeta, en la atención que le puse a la libélula que se asomó por la ventana.

Prometí que obedecería, con los dedos en changuito detrás de la espalda. Sigo forzando la evidencia hasta que se amolde a mi teoría, a fin de cuentas para eso soy antropóloga.

Digo, ¿qué?

Si no encuentro casualidades, las invento. Es fácil unir dos o tres elementos aislados con un poco de buena voluntad. Un escarabajo, un departamento, una cicatriz, etcétera. En esto no hay diferencia entre comenzar hablando del azar y terminar hablando de mi abuela. Terminar, siempre, hablando de mi abuela. Hablando de mí hablando con ella. Soñarla. Atribuírsela a los seres de la naturaleza. Convencerme de que una calle de sentido único es un camino de ida y vuelta o circular, ya lo dije, como una glorieta. EP

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