Mi Tokio 2020 de tinacos, lavaderos y jaulas de tendido

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 21/07/21

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 5 minutos

He concluido que la señal más alarmante de la madurez masculina no es el abultamiento del abdomen, ni las arrugas que atraviesan la cara como legados de combates a cuchillo, ni los matorrales de canas, ni darte cuenta que tu piel, de arriba abajo, ya no es tersa como tacita china de porcelana. Vamos, uno no es demasiado maduro ni siquiera cuando por primera vez llama al Laboratorio del Chopo para preguntar con pudor, “Buen día, señorita, ¿en cuánto tiene el antígeno prostático?”.

No, nada de eso. La señal más alarmante de la madurez varonil -y está cotejado con amigos casi hermanos desde Berlín hasta Ermita con quienes las confidencias son íntimas y profundas- es el instante en que afeitándote descubres que en la oreja -antes región lampiña, territorio virgen de crecimiento capilar- te brotó un pelo largo, grueso y retorcido. “Inexplicablemente, un pelo aquí, donde no se necesita”, medita tu alma herida y con la tijera procedes a su corte desde la base, o a una medida extrema: su extirpación manual desde la raíz, dolorosa de la punta de la cabeza hasta el dedo gordo del pie.

Explicado lo anterior, es momento de hacer un reconocimiento: al inicio de la pandemia no descubrí mi primer brote en la oreja y dije, “Oh, my God, llegó el día fatal”. No, al inicio de la pandemia ya era una parte insustituible de mi hábito acercar la tijera a mi cara porque ese crecimiento indeseado era constante: un pelo también puede avisarte, “hijo mío, desde hace un buen rato transitas por la madurez”.

Debido al confinamiento, la amenaza del sedentarismo era pavorosa y mis orejas me habían avisado que ya viajaba a esa otra etapa de la vida donde el cuerpo hace cosas raras. Por eso me propuse una vida sana. ¿Qué hago? En mi hogar no había espacio para una bicicleta fija, los habitantes de mi edificio de muros que traspasan sonidos me reclamarían el impacto incesante de mis 82 kilos si saltaba la cuerda, y mi hiperactividad nerviosa no me daría la calma para yoga kundalini ante la pantalla. ¿Un parque? Imposible, era ingresar en los invisibles aerosoles respiratorios de potencial venenoso. Fue cuando pensé: la azotea. ¡Eureka! Subí dos pisos y apareció la magia de ese territorio soleado, inexplorado, oxidado, silencioso, casi deshabitado. Desde que hice mi primer scouting para calcular las zancadas que podría dar en una jornada atlética, la azotea me cautivó con su paz de tinacos, jaulas de tendido, lavaderos de piedra de tiempos inmemoriales. “Y ahí está mi cuarto de servicio”, me acordé. Por simple curiosidad, para ver qué había dentro, lo abrí tras años de abandono. La puerta de lámina rechinó y me cubrió una niebla de polvo. Al agacharme y escarbar los bártulos -incrédulo ante tanto pasado- hallé lo que requería la novedosa vida sana que estaba por fundar. Escondidas entre walkmans, videocaseteras VHS, teléfonos de disco giratorio y casetes de Botellita de Jerez, Charly García y Dire Straits, surgían una barra metálica con dos discos en sus extremos y un par de mancuernas que jamás había usado.

Calculé mis capacidades para no precipitar un infarto, y me coloqué el outfit: pants, gorrita y playera del Atlante pero sin mangas para que mi cuerpo se ventile y goce el frescor del limítrofe Eje 7 Sur. Debuté un lunes en la prueba de 6 mil metros de azotea siguiendo el perímetro de ese espacio (al que en 50 minutos di unas 120 vueltas), proseguí con 37 repeticiones de barras y las mismas 37 de mancuernas, cuatro veces. Cerré con abdominales enganchando los pies a la parte baja de la reja de una jaula para apretar bien el vientre. Y entonces me dispuse a concluir el entrenamiento haciendo lagartijas muy cerca del cuarto donde vive Lulú, la conserje. Calculo que una de esas primeras veces esa señora escuchó la respiración agitada de mi sudorosa rutina porque salió de su diminuto hogar. Me di cuenta que estupefacta se me quedaba viendo mientras yo subía y bajaba en mis lagartijas. Pensé que soltaría algún piropo a mi cuerpo de atleta o un elogio a mi rutina extrema, pero no. Muy seria, con la mirada fija, Lulú me reconvino educadamente: “Perdón que me meta, señor Aníbal, pero no está bajando bien”. “¿No?”, dije extrañado sin dejar de flexionar. “No –insistió-, baje más los brazos, que el pecho toque el piso”. “¿Así?”, le respondí exhalando fuerte, y aunque se me desvanecían los bíceps mi entrenadora me puso estrellita. “Así, muy bien”, exclamó la conserje y volvió satisfecha a su cuarto.

Han pasado más de 16 meses desde aquel 19 de marzo de 2020 en que inicié mi nueva vida de deportista de alturas. Claro que ha habido interrupciones, como cuando la azotea se ha inundado y son impracticables atletismo y halterofilia entre el charquerío. O como cuando los vecinos acordaron impermeabilizar y con amabilidad me solicitaron suspender mis entrenamientos para que mis pasos poderosos no despegaran la membrana de poliuretano Desmopol recién colocada. Sin embargo, en todo este tiempo me he mantenido con disciplina, entusiasmo y vigor en mis prácticas cinco días a la semana (todo atleta necesita descanso, y yo reposo domingo y martes). Hago ejercicio eludiendo fregaderos, viejos tanques de gas y respirando el aroma urbano que se mezcla con el floral proveniente de camisetas, calzones, blusas y calcetas que se orean en lo alto de mi edificio de 1949, todo recién lavado con jabón Zote y suavizado con Suavitel.

Desde luego, en este periodo he recibido provocaciones. Una amiga me suele llamar “superhombre de azotea” con tono burlón, un amigo ironiza preguntando “¿ya te vas a practicar salto de tinaco?”, y alguien más, estimo que con la inspiración en Tokio 2020, me anima a ser anfitrión de los “Juegos Olímpicos de Azotea de la Ciudad de México” convocando a deportistas de azotea desde la norteña Bondojito hasta la sureña Portales (como si fuera tan fácil organizar una competencia de atletas de excelencia en pandemia). Yo, en vez de responder ofendido, lo tomo con una mentalidad ganadora: ahí seguiré, luchando contra las señales del tiempo, incluida las orejas.

No presumo que mi caso sirviera de inspiración, pero al ver a los edificios contiguos desde mi centro de entrenamiento he descubierto en sus propias azoteas a un joven echándose un cigarrito, a dos amigas bebiendo algún trago etílico color azulado, a dos señores improvisando una carpintería, a un adolescente que oyendo música contempla el Ajusco. Menos mal que en México tenemos techos planos y no de dos aguas, como en Suiza (pobres, no conocen las azoteas). Como dijo un entrenador de la antigua Roma, “Mens sana in corpore sano”, y que vivan por siempre, en pandemia y sin pandemia, las azoteas de alto rendimiento. EP

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