Hay una magia con la luz del amanecer de la que habla Fernando Clavijo en este texto, además de compartirnos la experiencia en algunos restaurantes de un pueblo de la comarca del sur catalán, invitándonos a imaginar la recreación y el goce que ahí se vivía, además de los momentos históricos que forman parte de estos lugares.
Amanecer y madrugar
Hay una magia con la luz del amanecer de la que habla Fernando Clavijo en este texto, además de compartirnos la experiencia en algunos restaurantes de un pueblo de la comarca del sur catalán, invitándonos a imaginar la recreación y el goce que ahí se vivía, además de los momentos históricos que forman parte de estos lugares.
Texto de Fernando Clavijo M. 10/06/21
Hace varios años, antes del euro pero después de la caída del muro de Berlín, trabajé en una fábrica al sur de Cataluña y al norte de Comunidad Valenciana, en Tarragona. Pasando Ulldecona pero antes de llegar a San Carles de la Rapita, los pueblos del Montsiá que recogen el mejor arroz del Delta del Ebro. Mi turno empezaba a las 6 de la mañana, para lo cual debía salir de casa unos minutos antes, aun de noche. En el trayecto breve desde Les Cases d’Alcanar a la fábrica me tocaba el amanecer sobre el mar, un Mediterráneo bastante apacible. En esos pocos kilómetros de carretera, día a día, fui entendiendo que esa combinación, el agua y la luz del sol naciente, son una receta para la felicidad.
Despertar tan temprano no era fácil pues a veces me desvelaba y el trabajo era duro físicamente, pero tampoco podía negar el éxtasis con el que llegaba a tomar mi casco (lo habían marcado “Ferran”) en el despertar del día, saludaba brevemente a los compañeros y me encaminaba a los elevadores de carga o directamente por las escaleras, interminables, de servicio. La luz tenue me recargaba. Después de ese despertar podía bajar al desayuno a la cafetería a las siete, y comer bacalao con jamón desmigados en tomate y en una media baguette —lo que en España llaman una pistola— con un quinto o un vaso de vino blanco. Temprano para beber, pero cuando se empieza antes del amanecer se absorbe rápido —a eso los andaluces le sumaban un carajillo y un purito—, sin perder la euforia del comienzo del día.
Cómo no va a ser así, si durante miles de años el fin de la noche significó para los homínidos y luego humanos una tregua de depredadores y frío nocturnos. La alegría del amanecer está integrada en nuestras neuronas. La salida del sol es un renacer no solo existencial sino cromático. El color azul se ha ligado a un efecto calmante, incluso regulador del pulso, a través de un pigmento que tenemos en el ojo, llamado melanopsina, que se conecta directamente con un grupo específico de neuronas. El anaranjado —que no viene del color del sol (en realidad blanco) sino de la distorsión de las ondas de luz en nuestra atmósfera— causa entusiasmo[1]. Esto funciona a través de receptores cónicos sensibles también a los amarillos y el alto contraste, es decir a la luz y no a una imagen en particular. Al ajustar nuestro reloj circadiano, activan la secreción de hormonas que controlan nuestro humor, sentido de alerta y función cognitiva.
Estas hormonas (serotonina, oxitocina y dopamina) nos ponen de buenas. Nos hacen, además, vernos más guapos al dilatar nuestras pupilas (algo que es casi redundante en el caso del principio del amanecer pues la falta de luz tiene el mismo efecto). El uso de pantallas de celulares o computadoras engaña al ojo y puede causar un agotamiento de dichas hormonas, con lo cual no solo perderemos el sueño sino que nos puede dar lo que se conoce como “bajón”, una decaimiento temporal del ánimo.
Este bajón puede ocurrir por desbalances hormonales, por abuso de sustancias recreativas, o por cambios naturales asociados a la edad. Para traer a colación el tema alimentario de esta columna, hay comidas que ayudan a la regeneración de dichos niveles de hormonas. Grasas naturales como las que se encuentran en algunos peces, nueces y frutos; así como luz solar, en combinación con agua e incluso algo de ejercicio son suficientes para fomentar el restablecimiento natural del estado de ánimo. Es decir, lo que hacemos los mexicanos en una crudita playera: comer cacahuates, ceviche con aguacate, una cervecita y un chapuzón en el mar, eso es exactamente lo que recetaría un doctor.
Traigo al caso el pueblo de la comarca del sur catalán porque ahí también se comía de maravilla y porque forma parte del aniversario 40 de un suceso que tal vez algunos ya no recuerden: el golpe del 23F. Así ligamos amanecer con madrugar.
El nombre viene porque fue el 23 de febrero, de 1981. Como a eso de las seis de la tarde, el teniente coronel (qué simpático, el mismo nivel que alcanzó Chávez, quien a su vez diera un golpe diez años más tarde, también televisado —un Chávez joven dijo que se irían pacíficamente, “por ahora”—) Antonio Tejero entró al Congreso acompañado de la Guardia Civil y gritó “Quieto todo el mundo” (sé que suena casi cómico, como “arriba las manos”, pero un golpe no es ninguna broma, y creo firmemente que lo único peor que un golpe de estado es un golpe de estado de derecha). El General Suárez intentó pronunciarse en contra, pero Tejero le dijo “tú ya no eres presidente de nada”, y listo. Así de frágiles son nuestras instituciones. Al mismo tiempo, la operación se completaba en Valencia por un general de apellido Milans del Bosch. Como no me corresponde detallar este suceso, recomiendo la lectura de Anatomía de un instante, de Javier Cercas —un verdadero estudio de carácter con toques borgesianos— y yo me concentraré en relatar la parte alimentaria.
Dicen que Milans y Tejero planearon el golpe en el restaurante Casa Angelina. Uno de ellos llegó en helicóptero, me dijo Florenci Figueres, mi director de operaciones. Yo les puedo decir lo que ahí se come porque vivía a menos de 100 metros sobre la línea de mar y pude frecuentarlo. Entre la iglesia y el puerto, el Angelina tenía la cocina en un pequeño local del lado del pueblo, por donde pasaba con mi amigo German del Bel a ver el producto y preguntar qué estaba bueno ese día, antes de cruzar la calle al malecón y entrar al restaurante —una caja de vidrio con acaso ocho mesas elegantísimas, mantel blanco y cubiertos plateados— por el lado del servicio, es decir la parte de atrás. Al frente, la puerta principal tenía un atril con la lista de reservas y espera que atendía la hostess ante la mirada impaciente de los barceloneses bien vestidos que acudían en BMWs serie 7 porque más largos no los hacen.
Dependiendo de la estación, de entrada se solían comer robellones a la plancha con aceite y sal gorda, calçots (cebollas tiernas) con romescu (una salsa de almendra con ajo y tomate), angulas del Delta cercano (esta desembocadura permitía recoger con una rama de tomillo a estos animalitos que son arrastrados por la corriente desde el Mar de los Sargazos, además de albergar a patos que terminaban convertidos en muy buen confit), o mejor aún, espardeñas (un pepino de mar con la forma del nudo de la alpargata, de donde proviene el nombre catalán espardenya). Ese tipo de entradas ameritaba siempre un cava, ya fuera el Juvé & Camps o un Gramona, lo que decidiera Vicent (QEPD) el capitán de meseros. Había champaña en la lista pero ningún local la pedía. A veces había cigalas (como un camarón pero con cola de langosta y tenazas) asadas o al vapor, que acompañábamos de ensalada verde, dependiendo del apetito, y alguno de los vinos de aguja de la región. Después, caldereta (terminada con un chorrito de Pernod) o suquet de peix si éramos solo nosotros dos, pero arròs caldós de bogavante si venían más miembros de la familia, seguido de pescado (el mejor, para mí, era el besugo) al horno con papas. De postre ponían trozos de bizcocho con uvas, higos y almendras sueltas para pasarse el porrón de Moscatel de mano en mano.
Seguramente el Angelina era el mejor restaurante de la comarca, seguido del Can Jesus, donde servían chuletón (can en catalán hace la función del chez francés, es decir “casa de”). Si se nos pasaban las copas nos cruzábamos la calle al bar, el Castor. Cómo recuerdo a esas personas bronceadas, con la fisonomía y el lenguaje de un cuento de Astérix, que lloraban de alegría o ternura a la menor provocación. Al ver salir la luna, al comentar la muerte de un toro, al brindar con un amigo. Nunca he visto a tantos hombres maduros lagrimear como durante esa estadía.
Debo decir que el plato insigne de la gastronomía local no es el arroz caldoso sino el arròs a banda, un plato finísimo por su sencillez y dependencia en el punto exacto del arroz, que debe ser suelto y sin líquido. Arroz del mejor, cocido en fumet (caldo de pescado), estrictamente sin nada más. Se sirve en una paella (el término “paellera” no existe y es redundante) cubierto de un repasador o trapo de cocina. En las casas de los pescadores locales, aparte se sirve el pescado hervido, para no desperdiciar nada.
El golpe no pasó a mayores. Hubo un momento de terror que recuerda a la pintura de Münch, “El grito”, que utiliza exactamente los mismos colores azules y anaranjados, retrato de un atardecer en Oslo, aunque como explica el propio Cercas tal vez eso fue más en retrospectiva. Pero como suele hacerlo, el Rey Juan Carlos apareció en la televisión declarando que el orden había sido restituido y con ello la paz. Pavimentado el camino para la llegada de Felipe González, comenzó la verdadera democracia y también el experimento Thatcheriano que pudo manejar gracias a un corporativismo sindical que recuerda mucho al PRI.
A mí me hace pensar en una salida de la oscuridad hacia la luz, la magia del amanecer que sigo buscando a diario en la natación. Siempre es único. A veces la oscuridad va cediendo ante nubes aborregadas, lilas y moradas; otras solo aumenta el contraste de las palmas y pinos (qué extraña mezcla) ante un cielo cada vez más claro; otras parece que hay un incendio detrás de la alberca. Muchas de estas escenas las ha compartido y fotografiado Laura López, entrenadora y amiga también única. Vale la pena madrugar. Cada amanecer en la alberca me sorprende, me despierta y trae de un mundo a otro, de la soledad en el agua cuya superficie brilla como mercurio, a la esperanza de un nuevo día que se va llenando de ruidos de aves y de compañeros. A diario, el agua y esa luz me relajan y me hacen feliz. EP
[1] Aunque no tanto como para emocionarse en un Vips.
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