Antes de que odiáramos las ciudades por los vehículos de combustión interna —por el smog y las bocinas—, las concentraciones urbanas ya tenían muchos problemas. Las grandes ciudades del siglo XIX estaban hundidas, literalmente, en estiércol. Héctor Zamarrón ofrece un panorama de lo que precedió a la ciudad actual y de un aprendizaje que no terminamos de tener.
Estiércol, ruido y carretas: recuento de una crisis urbana
Antes de que odiáramos las ciudades por los vehículos de combustión interna —por el smog y las bocinas—, las concentraciones urbanas ya tenían muchos problemas. Las grandes ciudades del siglo XIX estaban hundidas, literalmente, en estiércol. Héctor Zamarrón ofrece un panorama de lo que precedió a la ciudad actual y de un aprendizaje que no terminamos de tener.
Texto de Héctor Zamarrón 01/06/21
En 1897 un periodista del diario The Times pronosticaba que, a cincuenta años, las calles de Londres quedarían sepultadas bajo tres metros de heces de caballos. Quizás hubiera tenido razón de no haber cambiado la humanidad su forma dominante de transportarse. En esa época, el tráfico ya era una pesadilla similar a la actual —entrada ya la tercera década del siglo XXI—, aunque con sus particularidades. Había tantos carruajes, cabriolés, calandrias, calesas, carretas y vehículos de tiro que aquel maremágnum de caballos y personas sólo se comparaba con un embotellamiento en hora pico en Santa Fe en la Ciudad de México, en la interestatal 405 en Los Ángeles, el cruce de la Caracas con El Dorado en Bogotá o en la avenida Gonzalitos de Monterrey.
Más grave todavía a los ojos de ese periodista y de su época era el manejo del estiércol producido por los caballos que congestionaban la City en Londres, la antigua ciudad medieval. Era tal la cantidad de estiércol que todos los días tenían que recoger las ciudades de finales del siglo XIX, que en la historia de la tecnología se conoce a esa época como la gran crisis del estiércol, o de los caballos. Lo mismo vivían y sufrían en Londres que en las grandes ciudades de la época: Nueva York, París, Madrid, Roma, Moscú, Viena, etcétera.
Las calles centrales de esas ciudades estaban llenas de veloces berlinas y pesadas diligencias, el tráfico de personas y bicicletas se sumaba a los primeros tranvías y autobuses de tracción animal. Todo el traslado de bienes se hacía a lomo de caballo o burro. Las familias tenían sus propios carruajes, pequeños frente a los enormes antepasados de los buses: los trams, trolleys y streetcars, vehículos de doble altura como los utilizados por las compañías Globe Express, la London General Omnibus Company o la menos popular Thomas Tilling Ltd.
Los primeros autobuses a caballo, o horse drawn buses, aparecieron en Francia hacia 1830, en Nantes, y en apenas 60 años tuvieron un veloz desarrollo contribuyendo a la congestión en las ciudades y a la crisis por el manejo del estiércol. Los caballos de tiro sólo podían trabajar unas horas al día pero requerían de establos para reposar, guardar heno y paja para alimentarse durante largas horas y producían enormes cantidades de estiércol.
No fue la primera crisis vial en la historia de la humanidad. Ya en la antigua Roma los atascos de carruajes llevaron al emperador César a prohibir su circulación en ciertas horas del día y a ordenar el flujo imponiendo calles de una sola dirección, según cuenta Tom Vanderbilt en Traffic: Why We Drive the Way We Do. Los arqueólogos, prosigue el periodista y bloguero, también hallaron en las ruinas de Pompeya huellas del ordenamiento de las principales calles, demasiado estrechas algunas para permitir el paso de dos carruajes a la vez y de los conflictos que ocasionaban el trasiego de bienes y mercancías por las vías romanas.
A fines del siglo XIX el puerto de Londres estaba lleno de carretoneros y cargadores, los famosos porters,en cuyo nombre se bautizó una de las cervezas más ricas del mundo la típica Porter inglesa, de un estilo oscuro y pesado, que daba las energías requeridas a esos trabajadores que descargaban los barcos y llenaban carretas y carromatos a caballo para abastecer los talleres que saturaban esa ciudad en pleno auge por la revolución industrial, lo mismo que las tiendas de ultramarinos y demás negocios que esperaban el algodón, la seda y la lana, el té e incluso el opio que desde Asia traía la Compañía Británica de las Indias Orientales.
En las calles había aguajes y lugares para aparcar esos vehículos y amarrar sus animales, sí, como en el Viejo Oeste. Los transportes de ruedas, sin importar su origen —lo mismo los populares que los de la aristocracia victoriana con sus landós, cabriolés, el faetón o el tílburi— dependían de herreros, talabarteros, carpinteros, y de contar con posadas donde abastecerse de forraje y agua para los caballos.
Esa pujanza urbana, producto de una rica actividad industrial y comercial, pero con las consecuencias de un mundo donde el animal de tiro era el motor del transporte y el traslado de mercancías, la describió muy bien uno de los primeros urbanistas ingleses, Ebenezer Howard:
“Todo el tráfico rodado de Londres dependía del caballo: carros, carretas, galeras, furgones, autobuses, cabriolés y coches de cuatro caballos, carrozas y otros vehículos privados de todas clases, eran apéndices de caballos. Meredith cita el ‘anticipador hedor de los coches de punto’ conforme el tren se acerca a Londres: pero el aroma característico —el olfato reconocía a Londres con jovial excitación— provenía de los establos y cuadras que tenían por lo general tres o cuatro pisos y rampas de acceso en zig zag en sus fachadas, sus desperdicios tenían los candelabros afiligranados de hierro forjado que glorificaban los salones de recepción de las clases medias altas y bajas de todo Londres incrustados de moscas muertas y, al final de verano, velados por nubes zumbantes de estos bichos.
La marca del caballo más rotunda era el barro que —a pesar de los numerosos mozos uniformados con casacas rojas que esquivaban ruedas y cascos armados de una cazuela y una escoba llenando tinas de hierro a los bordes de la calzada— inundaban las calles con sopa de guisantes que en algunas ocasiones formaba grandes charcos que rebasaban el nivel de las aceras y en otras cubría la superficies de la calzada con una guarnición de grasa de carro o con polvo y cáscaras de salvado para mayor entretenimiento de los viandantes.
Había carretillas con dos tipos equipados como para navegar por los mares de Groenlandia, con botas hasta el muslo, impermeables hasta la barbilla y gorros de marinero cerrándoles el cogote.
Y, después del barro, el ruido que, de nuevo debido al caballo, surgía como un poderoso latido del corazón en los distritos céntricos de Londres. Superaba todo lo imaginable. Las laboriosas calles del Londres estaban pavimentadas con adoquines de granito… y el golpeteo de multitud de herraduras, el ensordecedor repiqueteo de las ruedas saltando de adoquín en adoquín como palitos corriendo por una verja; el crujir y el gemir y el chirriar de los vehículo, ligeros y pesados, maltratados de esa forma; el sonido discordante de las cadenas de los arneses y la estridencia y el retintín de todas las cosas concebibles o inconcebibles, aumentados por gritos proferidos por cualquier criatura del Señor que deseara hacer saber algo o preguntar a voz en cuello… todo junto elevaba un estruendo inimaginable. No era algo desdeñable, como el ruido. No. Aquello era una inmensidad sonora.”[1]
Howard pasó a la historia como el primer urbanista en proponer soluciones a la entonces crisis de las ciudades, con su propuesta de crear la Ciudad Jardín, una utopía que dio paso a la primera asociación de urbanistas en el mundo y que incluso tuvo dos experimentos en las afueras de Londres para darle vida a ese proyecto. Se trataba de crear comunidades separadas y con un límite de 30 mil habitantes, en pleno contacto con la naturaleza, con un consejo que regulaba la presencia de fábricas y mercados, con las ventajas de la vida en sociedad y al mismo tiempo los beneficios de vivir en el campo. Una utopía comprensible frente al caos del Londres de la época, sumido en problemas de crecimiento urbano que sólo anticiparon los retos que tendrían las ciudades en el siglo XX.
La crisis del XIX no era sólo de estiércol, sino que incluso existían lo que hoy en día los economistas llaman las “externalidades” negativas producto de actividades que son trasladadas a la sociedad. En esta época sabemos que son la contaminación, el ruido, los accidentes, los costos para el sistema de salud, el espacio vial, el ruido y demás; en aquella época, el transporte basado en caballos tenía las suyas: el estiércol era una —la principal, pero no la única— y el ruido, que era tanto o más grave, incluso.
El ruido provocado por el chocar de las herraduras de miles de caballos contra el empedrado y las baldosas llegaba a ser insoportable por momentos. Para los herreros era una bendición que mantenía sus fuelles inflamados todo el día produciendo miles de herraduras, pero para los habitantes era una tortura. Las angostas calles de ciudades viejas, de traza medieval, tampoco tenían suficiente espacio para albergar esa enorme cantidad de caballos y carruajes, los problemas de estacionamiento habían comenzado y requerían de cuadras de varios pisos de altura, con rampas en zigzag como las que describe Howard.
Las calles de Londres estaban empedradas, en el mejor de los casos, y otras sólo eran de tierra compactada, a pesar de que las canteras de Portland se encuentran a 230 kilómetros de esa ciudad. El uso del cemento, el concreto y el asfalto no se popularizó sino hasta entrado el siglo XX.
¡Y el olor! Sí, ni siquiera podemos imaginar esas miasmas emanadas de las calles que eran auténticos establos. Si un caballo de 350 kilos produce en promedio 20 kilos de estiércol al día, queda a la imaginación cuántos litros de orina expele. La combinación de ambos desechos, sumada al hedor producto de los cadáveres de los caballos abandonados en las calles, era inimaginable.
Algo de ese Londres llegó a la literatura a través de las obras de Charles Dickens y, sobre todo, de las de sir Arthur Conan Doyle en Las aventuras de Sherlock Holmes. Ambos retratan esa ciudad impulsada por la riqueza de la explotación de sus colonias en Asia, África y América, y la acelerada industrialización, pero que tenía que convivir con el hollín de sus miles de fábricas y el estiércol producto de sus vehículos de tiro.
El detective más famoso de la historia rueda por las calles de Londres en medio de la niebla a bordo de su berlina, alumbrando el camino con lámparas de gas en busca de El sabueso de los Baskerville o tras las pistas que dejaban los caballos en Un estudio en escarlata, descubriendo que una de las patas del caballo dejaba huellas más nítidas y lo llevaría a encontrar a los culpables del crimen.
“Nada más llegado eché de ver dos surcos que un carruaje había dejado sobre el barro, a orillas de la acera. Como desde hace una semana, y hasta ayer noche, no ha caído una gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas rodadas se hubieran producido justo por entonces, esto es, ya anochecido. También aprecié pisadas de caballo, las correspondientes a uno de los cascos más nítidas que las de los otros tres restantes, prueba de que el animal había sido herrado recientemente. En fin, si el coche estuvo allí después de comenzada la lluvia, pero ya no estaba ––al menos tal asegura Gregson–– por la mañana, se sigue que hizo acto de presencia durante la noche, y que, por tanto, trajo a la
casa a nuestros dos individuos”[2].
En ese Londres la principal tarea de los alcaldes era mantener la ciudad lo más limpia de estiércol posible, tarea fallida a los ojos de los reporteros de The Times. Con empleados municipales que barrían a todas horas las toneladas de estiércol dejadas por miles de caballos que, aglomerados frente a los teatros, dejaban abundante mierda; de ahí, el origen en el mundo teatral de desear mucha mierda cuando se estrena una obra.
Un cálculo conservador estima en 10 mil el número de vehículos de tracción animal en Londres hacia fines del siglo XIX y en 50 mil el número de caballos. En Nueva York, hacia 1863 censaron 13 mil vehículos de tiro, entre ellos 5 mil carretas y carruajes privados, más 558 omnibuses, un millar de carruajes y coupés y 278 carrozas de basura, entre otras.[3]
Aparte del estiércol y la orina que generaban esos animales (un millón de kilos de estiércol y más de 200 mil litros de orina producidos por miles de caballos en Manhattan) en las principales ciudades de Occidente, todas las semanas aparecían además cientos de cadáveres de equinos expuestos al sol, abandonados por sus propietarios o tirados en los ríos que las cruzan: lo mismo al Támesis en Londres que al Sena en París, al Manzanares en Madrid o al Moldova en Praga, para que sus aguas los arrastraran hacia el mar, contaminando de paso los ríos al grado que, en el Londres del siglo XIX era más seguro beber cerveza que el agua del Támesis.
En las calles también había miles de bicicletas y peatones, sin ninguna regla de tráfico ni señales que priorizaran el paso de nadie, lo que contribuía a hacer el desorden monumental.
Nadie sabía cómo resolver ese problema que iba más allá del mero estiércol y que tenía un origen reciente. Ni las ciudades ni la población habían crecido tanto como lo hicieron durante el siglo XIX, impulsadas por la revolución industrial y los nuevos mercados que desarrollaba el capitalismo.
Londres había pasado de tener un millón de habitantes al iniciar el siglo, a 6.2 millones al comenzar el siglo XX, con todas sus consecuencias urbanas, desde epidemias de cólera hasta la rápida urbanización de los suburbios, a partir de la invención de los tranvías (de caballos, primero, y más tarde, eléctricos).
Un año después del castrofista titular de The Times tuvo lugar la primera Conferencia Internacional de Planificadores Urbanos en Nueva York, en 1898, convocada por el entonces alcalde de esa ciudad, George E. Waring Jr., donde a lo largo de diez días, urbanistas de las principales capitales de Occidente buscarían solución a la crisis del estiércol. La conferencia fue suspendida al tercer día sin resultados. Había una crisis no sólo en las ciudades, sino también entre sus estudiosos.
Waring lidió con la de Nueva York a su manera. Para hacerse cargo del millón de kilos de estiércol y más de 200 mil litros de orina que dejaban los caballos cada día en la ciudad, estableció un Departamento de Limpia encargado de recoger hasta los esqueletos de los caballos muertos que eran abandonados en las calles. Además, ordenó que todos los caballos pasaran las noches en establos y no en las calles. Contrató un ejército de desempleados que, vestidos de blanco y con carros de ruedas, recogían el estiércol por las noches ; de hecho, hay quienes vinculan la peculiar arquitectura neoyorquina, con escaleras en la entrada de las casas, a la necesidad de separarse de los ríos de lodo y mierda que inundaban las calles, en algunos casos con 30 centímetros o más de altura.
Waring también fue pionero en construir sistemas de drenaje y en tomar medidas sanitarias para las ciudades, pero esa es otra historia.
La solución a la crisis de los caballos en Londres y Nueva York, entre otras ciudades, fue el avance tecnológico.
Por esas fechas apareció una solución casi mágica, inesperada: el automóvil de combustión interna que en unas cuantas décadas desde su invención en 1855 (el Motorwagen de Karl Benz), se popularizó y desplazó a los caballos de calles y avenidas. Aunque por unos años convivieron ambos modos de transporte —incluso los tranvías jalados por animales— el automóvil a gasolina se hizo de las ciudades entre aplausos de los habitantes de esos días.
La crisis del estiércol había pasado… lo que nadie sabía aún es que la proliferación de automóviles detonaría una crisis similar a la de los caballos, pero un siglo más tarde. Esa es ya otra historia por contar. EP
Estiércol, ruido y carretas: recuento de una crisis urbana es parte de un libro en preparación sobre la crisis de las ciudades y el automóvil en el siglo xx.*
Fuentes:
[1] Creswell, H.B., Architectural Review, diciembre 1958, citado por Jane Jacobs, The Dead and Life of Great American Cities, pp. 341-342, Nueva York, Vintage Books ed. (Publicado originalmente por Random House en 1961)
[2] Conan Doyle, Arthur, The Original Sherlock Holmes, New York, Castle Books p.193 (reproduced from the original publication in The Strand Magazine, 1892)
[3] Kolbert, Elizabeth. “Hosed: Is there a quick fix for the climate?“ en The New Yorker, 6 de noviembre 2009
Jane Jacobs, The Dead and Life of Great American Cities, pp. 341-342, Nueva York, Vintage Books ed. (Publicado originalmente por Random House en 1961)
Johnson, Ben, “The Great Horse Manure Crisis of 1894”, en Historic Uk, www.historic-uk.com
Horn, Heather, “The Secret World of ‘Garbagemen’”, The Atlantic, 1º de abril, 2013, www.theatlantic.com
García de Durango, Águeda, “Nueva York, estiércol y escaleras: cuando los caballos eran la pesadilla de las ciudades”, iAgua, 19 de abril, 2018, www.iagua.es/blogs
Vanderbilt, Tom, Traffic: Why We Drive the Way We Do (and What It Says About Us), Vintage Books, Nueva York 2008.
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