La reconocida sommelier mexicana Sandra Fernández hace un periplo por los vinos
que han estado presentes en las mesas mexicanas durante las últimas décadas.
De Marqueses a otros vinos
La reconocida sommelier mexicana Sandra Fernández hace un periplo por los vinos
que han estado presentes en las mesas mexicanas durante las últimas décadas.
Texto de Sandra Fernández Gaytán 30/04/21
¿Qué piensas cuando escuchas Lancers?, ¿y Marqués de Riscal o Mateus?, ¿Rosé d’Anjou, Châteauneuf du Pape, Calafia?, ¿Los Reyes, Padre Kino? Puedo asegurarte que el esbozo de una sonrisa aparecerá en tu rostro. Para algunos, ese gesto estará acompañado por la memoria de un encuentro; para otros, por las etiquetas de primera vista de la cava familiar. Otros más soltarán una carcajada al recordar las botellas de Padre Kino, aquellas que parecían los frascos con leche bronca que se dejaban por las mañanas afuera de las puertas y de los porches de las casas de los pueblos; después de terminado el vino, se les quitaban las etiquetas y servían como florero o jarra para agua.
Para otros, como es mi caso, la sonrisa estará acompañada por el recuerdo de la infancia y de esas primeras gotas de alcohol —con sabor a uva, a fresas fermentadas, a durazno recién pelado, a frambuesas húmedas— que nuestros atrevidos padres y abuelos nos compartían, desafiando las leyes de prohibición de consumo de alcohol a menores. En la cultura y el estilo de vida europeo, el consumo de vino es tan común como beber el agua fresca de nuestras casas mexicanas, preparada diariamente para comer y cenar. Aun cuando beber alcohol está permitido sólo cuando se cumple la mayoría de edad, crecer en un seno familiar de cultura europea te daba la suerte de probar gotas de vino a corta edad, empezar a adquirir un gusto por este líquido y formar un paladar. El “paladar adquirido” es el concepto de aceptación de los gustos menos comunes para una cultura; así, un sabor poco común lo tienes que probar varias veces para que te guste, le encuentres forma, lo aceptes y conviertas en una sofisticación gustativa. El gusto adquirido del paladar mexicano el amargo y el ácido —dos componentes naturales del vino.
En México, los ochenta fueron años marcados por una oferta de vinos limitada a lo que había. No mal, no bien, sin cuestionamiento abierto, pero silenciosamente aspirábamos a mucho más. En nuestro país, la costumbre de beber vino estaba arraigada, sobre todo, en las familias con ascendencia española, francesa, italiana, argentina o chilena. Se consumía vino regularmente con la comida por placer y costumbre; no como protocolo, no como un producto de élite. Debido a ello, la demanda por vinos de más alta calidad y prémium no existía, y la gente no estaba dispuesta a pagar precios elevados por un producto de consumo diario. Gran parte de la cultura mexicana solía beber destilados de uva solos o con refresco, también bebía tequila, pero el vino no era común; por lo tanto, no había una demanda para que el mercado cambiara.
En esos tiempos, el vino caro y prémium se bebía en restaurantes. Una de las máximas sofisticaciones del hedonismo gastronómico consistía en comer en el Champs Elysées con esa vista impecable al Paseo de la Reforma de esos entonces; a degustar la tradicional cocina española en el Parador de José Luis en la Zona Rosa; y cenar de plácemes en los muy franceses Fouquet’s y Maxim’s de París, que en sus últimas épocas se ubicaban en el hotel Camino Real de Polanco/Anzures. Descorchar un Grand Cru de Saint Emilion o un Châteauneuf du Pape en esos sillones aterciopelados con lámparas Tiffany es parte del acervo de recuerdos de todos aquellos que pudimos vivir la escena restaurantera del México de hace 40 años. Era un lujo tener acceso al catálogo de vino francés de Burdeos traído por el famoso Jean-Yves Ferrer, uno de los primerísimos importadores de producto francés.
Si el gusto o el antojo nos tiraba a España, los sitios como El Parador de José Luis, el Centro Vasco, el Centro Asturiano o el Club Mundet eran ideales para probar una selección de marqueses riojanos envueltos en redes doradas y letras garigoleadas presumiendo un Gran Reserva, la élite de los Tempranillos de la época. Vinos de color aladrillado y sabores de antaño. Cuero, madera tostada, chimenea recién apagada, colilla de tabaco, regaliz, inundaban el bouquet que presumía aquel que sabía de vinos. La palabra bouquet, que significa el aroma que deja un vino en la copa, era una expresión que sólo usaba el sofisticado
Terminar una opípara comida en el Winston Churchill’s con una copa tamaño globo con Grand Marnier o de Brandy entibiada con un mechero era un acto sublime, pues sólo así parecía que la madera de los bosques de Limousin que añejaban esos elíxires podría paladearse después de un fabuloso filete Wellington. L.A. Cetto, Domecq y Santo Tomás eran las bodegas mexicanas del momento y las bebíamos en la Hacienda de los Morales y en el San Ángel Inn. Comprar buenos vinos en el supermercado era impensable, porque simplemente no había la cultura de adquirir vino como parte de la compra del súper semanal; para eso estaban las tiendas de abarrotes del Centro Histórico, con una oferta inclinada al vino español por ser negocios fundados, la mayoría, por inmigrantes españoles.
Los noventa nos endulzaron con vinos abocados (término correcto para el vino semidulce) como el Liebfraumilch, el Oppenheimer y el Diamante: ideales para un paladar iniciado, no bien sugeridos para maridar. Además, encontrar vinos de Burdeos se volvió común; el mercado del champagne prémium, como el Cristal y el Dom Pérignon, creció. También era usual beber Chianti de botellas recubiertas de paja, esas que luego se encontraban en los restaurantes Toffanetti y La Pérgola con una vela escurrida y eran lo más in en decoración.
El inicio de una nueva y moderna industria vinícola mexicana se empezó a perfilar con nombres como Monte Xanic, fundada en 1987, seguida por Château Camou; y dimos gracias por ver nacer una nueva era que dio pie al nuevo milenio con energía desbordada. El Costa Vasca del entrañable Luis Marcet, el Villa Lorraine y el Tezka empezaban a propiciar vino mexicano en sus cartas, algo nunca antes visto. Mención especial merece Tezka y su chef fundador el vasco Juan Mari Arzak, quien apostó por México para abrir un restaurante de autor en manos del chef residente Bruno Oteiza. Fue un detonador de la nueva cocina, un parteaguas culinario, donde ver porciones pequeñas llenas de sabor, probar muchos platillos versión degustación y tener presentaciones dignas de diseño eran la constante versus el tradicional formato de dos o tres platos en las mesas de la época.
Los dos miles bajos fueron años de vinos chilenos y australianos. Las regiones del Nuevo mundo hicieron su aparición. El mundo del vino se dividió en viejo y nuevo: Europa y el resto del mundo. Europa, el Viejo mundo, con vinos de clima frío, de sabor más ácido y mineral, con notas a tierra y frutas jugosas no maduras y bajo alcohol; el Nuevo mundo, con regiones de vino de reciente crecimiento en zonas cálidas con la uva madurando mucho más y vinos de alcohol más alto, sabores a fruta madura y sobremadura, acidez baja. Los vinos tintos de colores más violáceos que los europeos, sabores intensos a mucha fruta madura —descrita como cereza en licor, jelly bean rojo, helado de mora— y con la madera del añejamiento muy pronunciada.
Además, los vinos nombrados por uva, en lugar de por región, aparecieron. Buscábamos un Cabernet Sauvignon o un Pinot Noir; ya no, un Rioja o un Pomerol; el mercado cambió: el consumidor entendió su paladar y su gusto. En blancos, vimos nacer la nueva cara del Chardonnay en Estados Unidos, nombrado “the New World Chardonnay”, que marcó tendencia en México y el resto de los países, precisamente, del Nuevo Mundo. Un vino de color dorado con aroma amantequillado, con notas a piña madura salteada en mantequilla y horneada con especias como clavo y canela. A eso sabían los blancos de esa época, que bebimos felizmente con langosta y cangrejo como su maridaje perfecto —y lo sigue siendo.
Estos últimos 15 años hemos visto a México detonar con fuerza vitivinícola, gritándonos que ya estaba listo para presentar una nueva cara. Camilo Magoni, Hugo D’Acosta, José Luis Durand, Hans Backhoff, Francisco Rodríguez, Víctor Torres Alegre y Laura Zamora eran los rostros consolidados de frente a la nueva generación y las nuevas caras de los vinos de México. La palabra winemaker se puso de moda y con ella, los actores que están desarrollando la escena enológica del país. Una vorágine, un carrusel sin fin; en cada vuelta suben más vinos, más regiones, más estilos, más uvas. La apertura de mercados y la globalización han acompañado a un consumidor que hoy es un conocedor exigente. Se dice fácil, pero en cada boca y en cada nariz hay una máquina calculadora de sabores y aromas que hacen una matemática con un resultado final: me gusta o no me gusta. Amante del vino, wine expert, sommelier: son palabras del día a día.
El vino mexicano llegó para quedarse: pasó de moda a costumbre; lo compramos, lo privilegiamos, lo regalamos y lo presumimos. Eso es lo que se necesita para crecer la industria local, un consumidor que proteja a su país. Hoy es impensable —y además, criticable por muchos— que un restaurante no tenga vino mexicano en su carta, sin importar el giro que lo caracterice. EP
Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.
Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.