Una reflexión del estudio de la Historia, su divulgación y su relación con la construcción del Estado nación.
La Historia y su divulgación, ¿una herramienta al servicio del Estado nación?
Una reflexión del estudio de la Historia, su divulgación y su relación con la construcción del Estado nación.
Texto de Mario E. Fuente Cid 13/04/21
Desde sus orígenes como disciplina contemporánea, el estudio de la Historia ha estado al servicio del Estado nación como constructora de legitimidad, de memoria y de poder. Y esto es algo que, me parece, nunca va a ser cuestionado lo suficiente. Aunque esto ha cambiado en el último siglo, hay lugares en los que fortalecer la idea de la Historia-Estado es el pan de cada día, y un medio de hacerlo es la divulgación.
En 2019, con un grupo de estudiantes, organicé un coloquio para reflexionar sobre la divulgación de la Historia. Este evento se convirtió en una oportunidad para compartir nuestras preocupaciones sobre la divulgación y también sirvió para darnos cuenta de un par de patrones curiosos que hay que atender. El primero de ellos es que hay un descuido generalizado por parte de profesionales de la disciplina histórica sobre la divulgación; creemos que esto se debe en gran medida a que las labores de divulgación “no dan puntos” [en el Sistema Nacional de Investigadores]. En ese sentido, esta actividad suele verse como secundaria o menor, frente a otras más privilegiadas en la “puntitis”, como la investigación o la docencia.
El segundo es que, frente al abandono arriba descrito, la labor divulgativa ha sido conducida por personas que no son historiadoras. Aunque en principio, como ya he comentado en otros espacios, no considero que esto sea una condición por sí misma negativa. Esta divulgación transcurre mayoritariamente y está basada en dos paradigmas que desde la disciplina histórica contemporánea ya deberían estar superados: me refiero especialmente al positivista y al historicista. Sobre este punto, hago otra aclaración: al menos desde mi perspectiva, toda divulgación es también educación. En ese mismo sentido, parece olvidarse que aprendimos una visión de lo que es la Historia en la escuela y esto implica que, si no hay reflexión y crítica historiográfica, arrastramos a lo largo de nuestras vidas los vicios y paradigmas propios de la educación nacionalista.
Seguir pensando una Historia o una divulgación de la Historia desde el positivismo y el historicismo presenta múltiples problemas: el primero de ellos es que refuerza la asociación de los pares Historia-pasado o Historia-verdad. Considero que el quehacer de la Historia en particular, y de la ciencia en general, es construir conocimiento y no es necesariamente llegar a la verdad, en tanto que la verdad parece estar más cerca de una preocupación teológica y la realidad, filosóficamente hablando, es una dimensión inconmensurable de la cual sólo podemos interpretar fragmentos. El segundo de estos problemas —y sobre esto creo que la discusión no ha sido abordada lo suficiente— es la tenebrosa relación entre la Historia y el llamado Estado nación.
Al menos desde hace casi 100 años, a partir de la escuela de los Annales, la Historia se ha ido construyendo un camino por separado al paradigma historicista. Las profundas implicaciones de nuestra disciplina en la construcción de la identidad nacionalista han permitido que el historicismo sobreviva especialmente en la educación básica y, casi por consecuencia, en la divulgación de la historia (pero también en la manera en la que los ciudadanos mexicanos “piensan” la Historia).
Es en este punto que la discusión sobre la relación Historia-Estado no ha sido suficientemente debatida, pues es sabido que el paradigma historicista es la escuela de pensamiento que ayuda a consolidar la Historia como disciplina profesional, y que lo hace justamente para ayudar a justificar al Estado como institución depositaria de la razón. Es por este mismo fenómeno que durante el siglo XIX, y junto a la Historia, surgen las llamadas “ciencias del Estado”: Economía, Sociología y Geografía. Pero a diferencia de las anteriores, más que una ciencia del Estado, la historia es la “Ciencia de la Nación”.
La Historia es la herramienta predilecta que ha ocupado el Estado para imaginarse una nación y, a través de ella, va construyendo hacia el pasado un origen mítico de esta misma nación, engarzando territorios imaginarios, inventando genealogías simbólicas comunes y, además, creando una identidad nacional fuertemente basada en una lengua. En este sentido, parafraseando a François Dosse, la misión de la Historia en los países que vivieron revoluciones durante el largo siglo XIX no sería sólo reconciliar a las naciones, sino “construir” dichas naciones.
No es gratuito, en ese sentido, que en el siglo XIX mexicano surgieran las primeras historias que hasta proponían rastrear a la nación mexicana “a través de los siglos”. Aun cuando el Estado mexicano moderno tenía poquísimos años de fundado, tanto liberales como conservadores se abocaron a construir un pasado nacional para el nuevo país y el mito predilecto para este nuevo nacionalismo fue el mestizaje. La asociación es tan profunda que hoy en día “episodios nacionales” es sinónimo de “episodios históricos”.
El historicismo es la narrativa predilecta de la divulgación: abundan en Twitter cuentas que se hacen pasar por tal o cual presidente, general o emperador de México, todos constructores o antagonistas del Estado. A su vez, en Youtube los canales de divulgación exitosos son los que tienden a contar pasajes oscuros o polémicos de la historia del Estado mexicano.
Si se asume desde la educación básica la idea que tenemos que la “Historia” es la “Historia del Estado”, no debe sorprendernos que en la divulgación tenga tanta importancia reivindicar a los distintos “personajes de la Historia”. Pero asumir lo anterior revela que desde el historicismo se piensa la Historia como una trama literaria, donde estos personajes sólo son marionetas de una voluntad mayor: la consolidación del Estado nación. En la medida en la que estos “grandes personajes” se acercaron más a su objetivo —la construcción de ese Estado nación— estos ocuparon un mayor lugar en el panteón patrio. Es por esto mismo que otros “actores” o sujetos, como los pueblos negros, los pueblos indios o aun las mujeres, suelen fugarse de esta teleología estatal. Esta es la razón de que en la “Gran Historia Patria” de estas otras identidades sólo encontramos casos excepcionales, como el mulato Vicente Guerrero, el indio Benito Juárez o la corregidora Josefa Ortiz de Domínguez.
Estas historias subalternas no sólo son “historias que todavía no son historias”, como refirió el gran antropólogo Guillermo Bonfil Batalla, sino que estas otras historias atentan contra la Gran Historia Patria, pues no sólo no contribuyen a la creación del Estado nación, sino que se presentan incluso como su contradicción.
Referir que el Estado no es la nación desde la disciplina histórica no es ninguna novedad, lo que me parece sorprendente es el éxito del sistema educativo “nacional” para implantar esa idea. En este sentido y lejos de lo que pueda creerse, el sistema educativo mexicano no es un aparato fallido, sino todo lo contrario: resulta ser una de las maquinarias de ingeniería social más exitosas y tenebrosas que puedan existir en el mundo. Una horrible máquina de hegemonía que destruye la capacidad de imaginar otras historias posibles y las sustituye por una gran y monolítica historia nacionalista. Por supuesto que los sistemas educativos nacionales no lo han logrado solos; estos han contado a su vez con la enorme maquinaria historiográfica historicista.
Las nuevas preocupaciones de una divulgación histórica posible no deberían ser “¿quién es el verdadero padre de la patria?” sino, justamente, cuestionar la existencia misma de esa “patria” como una entidad ahistórica depositaria del espíritu nacional. Tampoco interesaría “desvelar los mitos de la Historia de la nación mexicana”, porque partiríamos del mito primero que dice justamente que México es una nación, y no lo es. Podríamos entender entonces el mito como una narrativa que da orden y coherencia a un sistema de pensamiento, y urge señalar que este mito nacionalista se ha sostenido borrando las otras historias, negando identidades y justificando etnocidios. EP
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