Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.
Pizza y yoghurt: Perro que muestra el costillar
Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.
Texto de Alaíde Ventura 13/05/19
Dice José Luís Peixoto que en su casa siempre serán cinco, a la hora de comer, mientras alguno de ellos siga vivo. En la mía éramos cuatro, repartidos dos y dos en lados opuestos de la mesa. Más adelante fuimos seis, cuando mi hermano y yo empezamos a invitar amigos y parejas. Luego llegaron los niños, mis sobrinos, y pronto los divorcios y los cambios de alineación.
Hace años que en casa no somos cuatro. Pero, si lo que dice Peixoto es correcto, siempre lo seremos, de algún modo.
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Mamá juraba odiar las celebraciones capitalistas, como ella las llamaba. Decía que no quería fiestas de cumpleaños, y siempre pedía que en Navidad no le regaláramos nada.
“Para mí es suficiente su presencia”.
Sin embargo, era impensable para nosotros, que queríamos ser buenos hijos, dejar pasar en blanco esas fechas. Poníamos de pretexto a la abuela para salir a comer el diez de mayo. Y en Nochebuena, año con año nos esforzamos por ofrecerle un regalo a la altura de nuestro agradecimiento, que era inmenso. Ella nos había criado, estirando su sueldo miserable de maestra de medio tiempo; nosotros podíamos estirar también nuestro aguinaldo.
(Lo último es un decir. Yo nunca he tenido aguinaldo).
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El viernes, Julio me preguntó si había viajado a Xalapa para estar con mi mamá el diez de mayo. Yo no me había dado cuenta de la fecha hasta ese momento, pero respondí que sí. Hace años que adquirí el hábito de contestar falsedades si es por un motivo práctico. Por ejemplo, si el hecho de decir la verdad podría llevarme a ese fango terrible en el que solo me atrevo a nadar en el consultorio de mi analista.
Las ficciones no son mentiras, o no necesariamente. Sobre todo, si tu negocio es inventar. Y las respuestas que sacan del apuro sin mayores implicaciones tienden a ser inofensivas. No son propiamente historias, sino indicios de algo que quizá tú mismo desconozcas. Algo que le interesaría a tu terapeuta, pero no a tu interlocutor.
¿Vas a ver a tu mamá? Sí.
¿Cómo estás? Bien.
*
La primera vez que vi a Julio fue el día que comenzamos la prepa. Me llamó la atención su segundo apellido, Muro, el mismo de mi familia materna. Utilicé ese pretexto para abrir conversación. Con el tiempo conocí a su mamá, quien me dijo que había conocido a mi abuela cuando ambas trabajaron en el Seguro Social. También me dijo que desde hacía años habían intentado rastrear el parentesco, sin éxito. Aunque se apellidaban igual, no eran familia, por lo menos no oficialmente.
Lo siguiente resultará un autoelogio, porque Julio es guapo, pero la verdad es que yo siempre sentí que nos parecíamos. Lo suficiente para caernos bien y no demasiado como para repelernos. Ojos levemente rasgados, idéntico color de piel, peludos y frentones. Nos hicimos mejores amigos. En la calle, cuando éramos chavos, la gente nos preguntaba si éramos hermanos. Y en cierta manera lo éramos.
Comenzamos a decir que éramos primos.
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En la mesa de la casa de Julio, a la hora de comer, los Tejeda Muro eran tres. Cuatro conmigo, cuando yo los visitaba.
Pero el papá de Julio murió, igual que el de Peixoto, y yo me fui a vivir a otra ciudad al terminar la escuela. Hoy en aquella mesa son solamente dos. Él y su mamá, y a veces Toñita. Y a veces las novias.
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La novia más reciente que tuvo Julio perdió a sus tres perros el día que teníamos pensado ir a la playa. Salimos a buscarlos por las calles de Xalapa. No los encontramos, así que al cabo de un rato nos fuimos a Chalchihuecan. Nos pareció un poco solitaria esa parte de la costa, y además estaba llena de basura; le daba la razón a todos los tontos que aseguran que las playas de Veracruz son feas. A mí me inquietaban los perros extraviados, y creo que a los demás también, pero nadie dijo nada.
Veníamos de regreso a Xalapa cuando ella recibió el aviso de que alguien había encontrado a los animales y los tenía resguardados. Hicimos el último trayecto cargándolos en las piernas: un xoloescuintle, un bulldog francés y otro medio callejero de aspecto taciturno.
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Me pregunto si los perros, que pierden la noción de consanguineidad a los dos meses de nacidos, son conscientes de que una manada es buen sustituto de la familia. Lo que quiero saber es si hay cariño de por medio, además de alianza estratégica.
El xoloescuintle es consciente de que el bulldog no es su pariente. A pesar de ello, ambos actúan como si fueran hermanos.
(Ahí vas otra vez, Alaíde. Por favor deja ya de humanizar a los animales).
(Ok, con gusto. ¿Qué te parece lo opuesto?).
Me pregunto si las personas, que nunca olvidamos la noción de consanguineidad, seremos conscientes de que una familia es una manada: un lugar donde sentirse a salvo, con cariño de por medio. Y si la manada se elige, también se elige la familia.
Fue Julio el que me contó aquello de la noción de consanguineidad. También me dijo que la verdadera tranquilidad de un perro debe medirse a la hora de dormir. Si duerme a pata suelta, ha alcanzado la confianza máxima en sí mismo y en su entorno. Un perro que muestra el costillar mientras descansa es uno muy afortunado. Es como si gritara a los cuatro vientos aquel proverbio cursi que se transmite vía Facebook: “Te estoy dando las armas para que me destruyas, confiando en que no lo harás”.
Esta conversación sucedió hace mucho tiempo, cuando Julio estaba con lo de los perros. Últimamente solo habla de borregos. “De los borregos se aprovecha hasta la caca, no que las vacas, ala mecha. Esas sí son un problema”.
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Mi papá no es mi papá biológico, igual que Julio no es mi primo. Ambas son ficciones que me inventé yo por motivos prácticos. Padrastro es una palabra horrible.
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Aunque mi hermano y yo hubiéramos querido, habría sido imposible llevar a mamá a comer a algún lado. Todos los restaurantes estaban llenos, y el tráfico de Xalapa resulta insorteable los días festivos.
Acabamos comiendo en casa: mamá, papá, mi hermano y yo. Mamá calentó un guisado de calabacitas con queso y nos preguntó si se nos antojaba la crema de zanahoria que había preparado el día anterior. De postre, mostachón de fresas.
Sentí que estaba contenta. No sé si habrá notado, como lo hice yo, que era la primera vez en muchos años que volvíamos a coincidir nosotros cuatro en la mesa. Regalo de diez de mayo.
Me pregunto si las palabras de mamá: “Para mí su presencia es suficiente” serán verdaderas o meras ficciones para salir del paso. Después de todo, mamá es una persona práctica, igual que yo.
*
Al terminar de comer, me dio un ataque de sueño. No sé por qué siempre que estoy en Xalapa me entran tantas ganas de dormir. Julio dice que es por el calor y por la manejada desde México. Mi hermano dice que es por la cercanía del hogar. Dice que me siento segura, igual que un perro que muestra el costillar.
Señal de que todavía no he instaurado mi propia manada, es que acabo volviendo a la que me fundó. No sé si será buena fortuna o síntoma de inmadurez. O ambas cosas. La infancia es un privilegio de las clases medias, se sabe, y qué decir de la adolescencia prolongada.
Me fui de casa a los veinte años. Me mudé a otra ciudad y me empeñé en ser grande. Construí dos hogares, con sus propias dinámicas de mesa a la hora de comer. Hoy ya no existe ninguno.
En el comedor de Xalapa, mi lugar pasó a ser ocupado por un niño nuevo: mi sobrino mayor. Y el de mi hermano, por otro: mi sobrino el de en medio. Pero ninguno de ellos vino a comer el diez de mayo y yo pude recuperar mi trono por dos horas. Fue como ver una película vieja. Más bien: como el reencuentro de una serie. Los primeros minutos son extraños, todos los personajes han envejecido y los chistes no fluyen de manera orgánica. Conforme avanzan los diálogos, las piezas comienzan a acomodarse. Hacen presencia los rasgos de cada uno, sus personalidades. Luego el ambiente se aligera y de pronto ya estás, otra vez, rodeada de amigos imaginarios.
Mamá, papá, dos hermanos.
Es verdad, Peixoto. Seremos siempre cuatro a la hora de comer.EP
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