Carta al Señor Legislador de la ley de los estupefacientes

Como preparación al lanzamiento de nuestro dossier mensual #HablemosDeDrogasEstePaís, les compartimos un clásico: la carta que Antonin Artaud escribió hace un siglo sobre la ley de estupefacientes.

Texto de & 17/12/20

Como preparación al lanzamiento de nuestro dossier mensual #HablemosDeDrogasEstePaís, les compartimos un clásico: la carta que Antonin Artaud escribió hace un siglo sobre la ley de estupefacientes.

Tiempo de lectura: 5 minutos

Nota del traductor: Hace casi un siglo el escritor francés Antonin Artaud hacía evidentes las deficiencias de una ley que pretendía regular el consumo de estupefacientes, sin considerar al usuario final, reduciéndolo al estatus de “enfermo” o incapacitado para decidir acerca del uso personal de drogas. En el marco de la reciente aprobación del uso de la mariguana para propósitos clínicos y lúdicos, la opacidad en el tratamiento de este tema sigue siendo principio y fin del problema. Las autoridades siguen estigmatizando al usuario final. Transgrediendo su derecho a decidir sin ser sujeto de las lagunas legales que no consideran todas las etapas y protagonistas del proceso de producción, distribución y comercialización de los estupefacientes.

Señor legislador,

Señor legislador de la ley de 1916, incluida en el decreto de julio de 1917 sobre estupefacientes, eres un pendejo.

Tu ley sólo sirve para fastidiar a la industria farmacéutica mundial sin beneficio para la reducción del nivel de drogadicción de la nación

porque:

1º El número de drogadictos que obtienen sus dosis del farmacéutico es ínfimo;

2º Los adictos a las drogas reales no obtienen sus dosis del farmacéutico;

3º Los drogadictos que obtienen sus dosis del farmacéutico están todos enfermos;

4º El número de drogadictos enfermos es pequeño en comparación con el de drogadictos voluptuosos;

5º Las restricciones a las drogas farmacéuticas nunca se interpondrán en el camino de los adictos voluptuosos y organizados;

6º Siempre habrá traficantes;

7º Siempre habrá drogadictos por vicio, por pasión;

8º Los drogadictos enfermos tienen un derecho inalienable sobre la sociedad, el derecho a que se les deje en paz.

Antes que nada es una cuestión de conciencia.

La ley de estupefacientes pone en manos del inspector-usurpador de salud pública el derecho a disponer del dolor de los hombres: es una pretensión singular de la medicina moderna querer dictar sus deberes a la conciencia de cada quien.

Todos los berridos de esta ley carecen de poder de acción contra este hecho de conciencia: que, más que la muerte, yo soy el dueño de mi dolor. Cada hombre es el juez, y juez único, de la cantidad de dolor físico, o incluso del vacío mental que honestamente puede soportar.

Lucidez o no lucidez, hay una lucidez que ninguna enfermedad me quitará jamás, esa que me dicta el sentimiento de mi vida física*. Y si he perdido mi lucidez, la medicina sólo tiene una cosa que hacer, darme las sustancias que me permitan recuperar el uso de esa lucidez.

Señores dictadores de la escuela farmacéutica de Francia, ustedes son aprendices amargados de cocinero: hay una cosa que deberían considerar mejor, que el opio es esa sustancia imprescriptible e imperiosa que permite reingresar a la vida del alma a quienes han tenido la desgracia de haberla perdido.

Existe un mal contra el cual el opio es soberano y este mal se llama Angustia, en su forma mental, médica, fisiológica, lógica o farmacéutica, como más les guste.

La angustia que nos vuelve locos.

La angustia que nos hace suicidas.

La angustia que nos hace condenados.

La angustia que la medicina no conoce.

La angustia que tu médico no escucha.

La angustia que hiere la vida.

La angustia que pellizca el cordón umbilical de la vida.

Con tu ley inicua pones en manos de personas en las que no tengo ningún tipo de confianza, pendejos en la medicina, farmacéuticos del estiércol, jueces incompetentes, médicos, parteras, inspectores-doctorados, el derecho a disponer de mi angustia, una angustia en mí tan fina como las agujas de todos los compases del infierno.

Temblores del cuerpo o del alma, no existe sismógrafo humano que permita a quien me mira llegar a una valoración de mi dolor preciso, de ese, abrumador, ¡de mi mente!

Toda la ciencia peligrosa de los hombres no es superior al conocimiento inmediato que yo pueda tener de mi ser. Soy el único juez de lo que hay en mí.

Regresen a sus áticos, médicos-chinches, y tú también, Señor legislador Moutonnier, no es por amor a los hombres que deliras, es por tradición de imbecilidad. Tu ignorancia acerca de lo que es un hombre sólo se compara con tu necedad para limitarlo.

Deseo que tu ley recaiga sobre tu padre, tu madre, tu esposa, tus hijos y toda tu posteridad. Y ahora trágate tu ley.

* Sé muy bien que existen problemas graves de personalidad, y que pueden ir desde la conciencia hasta la pérdida de su personalidad: la conciencia permanece intacta, pero ya no se reconoce como propia (y no se reconoce en ningún grado).

Existen problemas menos graves, o para decirlo mejor, menos esenciales, pero más dolorosos e importantes para la persona, y de algún modo más ruinosos para la vitalidad, cuando la conciencia se apropia, reconoce verdaderamente como suyos, toda una serie de fenómenos de dislocación y de disolución de sus fuerzas en medio de las cuales su materialidad se destruye.

Y es a esos mismos a los que yo hago alusión.

Se trata justamente de saber si la vida ya no es alcanzada por una decapitación del pensamiento con la conservación de una parcela de conciencia, como por la proyección de esa conciencia en un indefinible lugar con una estricta conservación del pensamiento. Sin embargo, no se trata de que este pensamiento sea falso, que sea irrazonable, se trata de que se produzca, que arroje fuegos, aun locos.

Porque yo no hago un llamado a tener ideas, a ver, nada más, yo diría incluso sólo a pensar, tener ideas significa para mí sostener su pensamiento, estar en posibilidad de manifestarlo a sí mismo y que pueda responder a todas las circunstancias del sentimiento y de la vida. Pero principalmente responderse a sí.

Porque aquí se encuentra ese indefinible y problemático fenómeno que me desespero por hacer entender las personas y particularmente a mis amigos (o mejor dicho, a mis enemigos, esos que me toman como la sombra que yo mismo claramente siento ser, — y que ellos no piensan bien al decirlo, ellos, sombras dos veces, a causa de ellos mismo y de mí).

A mis amigos jamás los he visto como yo, con la lengua colgando y el espíritu horriblemente detenido.

Sí, mi pensamiento se conoce y ahora se desespera por alcanzarse. Se conoce, quiero decir que se supone; y en todo caso, ya no se siente. — Hablo de la vida física, de la vida sustancial del pensamiento (y es aquí, además, que retomo mi tema), hablo de ese mínimo de vida pensante y en estado bruto, — que no ha llegado a la palabra, — y sin la cual el alma no puede ya vivir y es como si la vida no existiera. — Los que se quejan de las insuficiencias del pensamiento humano y de su propia insuficiencia para satisfacer eso que ellos llaman su pensamiento, confunden y colocan sobre el mismo plano erróneo estados perfectamente diferenciados del pensamiento y de la forma, donde lo más bajo no es más que palabra mientras que lo más alto todavía es espíritu.

Si tuviera eso que sé que es mi pensamiento, quizás habría escrito l’Ombril des Limbes, pero lo hubiera escrito de una manera completamente distinta. Me dicen que pienso porque no he cesado completamente de pensar y porque a pesar de todo, mi espíritu se mantiene a un cierto nivel y de vez en cuando da pruebas de su existencia, de las que no se quiere reconocer que son débiles y carentes de interés. Pero pensar para mí es otra cosa que no estar muerto del todo, es reunirse con todos los instantes, es no cesar en ningún momento de sentirse en su ser interno, en la masa informe de la vida, en la sustancia de su realidad, es no sentir en sí un hoyo capital, una ausencia vital, es sentir siempre su pensamiento igual a su pensamiento, cualesquiera que sean, por otro lado, las insuficiencias de la forma que seamos capaces de darle. Pero mi pensamiento, al mismo tiempo que peca por debilidad, peca también por cantidad. Pienso siempre en reducir su número. EP

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