Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP
Yo no soy ningún chavorruco
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Texto de Aníbal Santiago 18/11/20
Ando con muchos problemas con las palabras, y esas palabras se me están volviendo canas, o algo peor que las canas, que sí, físicamente me invaden y ya no puedo arrancar selectivamente como hace diez años (como quien quita las tan visibles piedritas al arroz), porque si lo hago se queda mi cráneo con apenas algunos mechones de pelo. Pero esto va más allá: las palabras me demuestran, más bien me restriegan en la cara, que ya no tengo derecho a ser un chavo, aunque en más de un sentido lo sea. Y hay culpables.
Hace bastante poco, cuando en este planeta existían esas cosas llamadas “revens”, hoy más conocidos como fiestas, una millennial me invitó a una. Agradecido, cordialmente le pregunté: “¿Cuántos chavos millennials habrá en ese reven?”. Volteó su cara como si le hubiera hablado en indonesio, y me dijo: “hagamos de cuenta que nunca dijiste ‘chavos millennials’ y menos incluso ‘reven’. “¿Por?”. “En primer lugar, básicamente, porque si dices ‘chavos’ y para colmo le agregas ‘millennials’ pasas de inmediato a ser un chavoruco, mucho más ruco que chavo. Ya no hablemos de ‘reven” (¿qué les vas a decir, ‘hola chavos, qué ameno su reven’?). Y en segundo lugar, porque me voy a avergonzar de llegar con un chavorruco (ya de por sí incómodo, aclaró) que ante mis amigos afianza su chavoruquez hablando como chavoruco”.
Me hizo sentir tan mal esa periodista, que al entrar a la fiesta me sentía de la mano de mi nieta, que les presenta a sus cuates nada menos que a su abuelo, un viejo decrépito que aún la pasa bien porque alcanza a oír algo con su gran oreja peluda y porque con sus encías y ayudado de un Sidral Mundet deshace en su boca los Cheetos. Luego quise bailar y me detuvo apretándome la mano hasta hacerme doler. No la pasé nada bien en esa fiesta.
Para que en su coche no se armara un despapaye ya no le dije nada cuando nos fuimos del reven, pero me parece absurdo que las generaciones inferiores (me refiero a edad, calma) como millennialls y centennials, hayan desterrado “chavo” o “chava” del vocabulario nacional y tengamos que decir “vatos” o “morras”. No tiene sentido: imaginemos que el maravilloso programa televisivo que marcó a un país y un continente se hubiera llamado “El Vato del 8”.
Es tan fuerte la presión social de los chavos que he estado a punto de decir “vato” y “morra” (por fortuna me he frenado). El problema será que la vez que lo diga como si estuviera en Tijuana (¿por qué importamos esos términos de otra región?) sí me sentiré un adulto mayor que reniega de su edad, más ridículo que teñirme las canas con tono Extra Light Beige Blonde de L’Oreal o que entrar al Pata Negra a mis cuarenta y varios para subirme súper prendido a la barra a bailar “Azúcar amargo” de Fey.
En las redes, donde pese a mi edad soy un majestuoso e incomparable influencer, me ha llovido durísimo cuando he dicho para explicar que para pasarla bien vamos a “cotorrear”, y ni hablar cuando en la vida digo a alguien menor que yo “súbete a mi nave”, “te pasas de lanza”, “echar coto” o “agüilburt”. Y ya tampoco puedo decir “me tienes hasta el queque”, “sepa la bola”, “buena onda”, “hijo de la guayaba”, “me importa un cacahuate”, “de tocho morocho”, “ahí nos vidrios”, “está de perlas”, “qué transita por tus venas”, “qué te pasa, calabaza”, “ponte esa rolita”, “estar hasta las chanclas”, y el resto de esa bella lista de términos que han enriquecido nuestra raza de bronce y que aquí suspendo para que mi editora millennial, poeta multigalardonada, no pida mi cese inmediato en Este País por ser incompatible con su público juvenil o de plano se quede dormida. Nos están matando las palabras. Nos están cosiendo los labios.
Si me animara a decir lo que siento en las palabras que quiero, las nuevas generaciones no me concederían el certificado de mi derecho a vivir. No me dejarían respirar. Pero eso sí, un día a una millennial con quien tuve un romance a todo dar lleno de corazones y ponis de colores, le sugerí jugar Scrabble con su prima millennial y el novio de ella, también millennial, que pese a que de improviso habían caído en mi cantón recibí con unas Cartas Blancas y unos CD de Botellita de Jerez que sonaban muy bien en mi casetera que incluye entrada para CD. Aunque soy un invencible monarca internacional de Scrabble, empezamos y en un juego tan serio como ése todo se lo tomaban a coto (¿eso sí me lo dejan decir?). En el tablero quisieron poner palabras como “mamarre” (el inicio del clímax de una fiesta, me explicaron), “ahnumá” (ay, no mames), “kemosión” (qué alegría) y “meme” (todos, aún yo, sabemos qué es eso). El juez (yo) no aceptó esas palabras porque no están en el diccionario Larousse, se indignaron y abandonaron la mesa.
El otro día, otra tremenda influencer como yo pero de menos edad (no tanto, unos 20 años) llamada Anhelé, cuando defendí en redes las películas de James Bond me regañó refiriéndose a mí como “dude”, así como así. Yo sentí que era una falta de respeto, y de hecho lo era, pero las redes encubrieron su ofensa sin cuestionarla. La solaparon y me compadecieron, como si acariciaran mi cabecita de algodón mientras tomaba mi champurrado en la mecedora viendo emocionado a Yuri en El Canal de las Estrellas: “Dude es el ‘wey’ de nuestra generación”, me explicó una follower, y otra muchachita la secundó con un “jajaja” burlón seguido de un “siempre he leído el ’dude’ como el ‘wey’ de nuestra generación. Ya pasaste a otro plano”. El plano del subsuelo bajo una lápida, supongo. Todas se mostraron a favor de la agresora, pero no me imagino la patiza mille-centennial que me esperaba si yo le hubiera dicho “¿Cómo que dude? Oye, chavita, ya párale”.
No quiero ahondar en las veces que al utilizar mi lenguaje me han dicho “señor” o, más vejatorio, “c-ñor”, como para que el guion que divide la palabra remarque que soy un señor, aunque todavía no lo sea (ni que tuviera 50). Yo jamás, para denigrarlos, les he dicho “mileñals” o “centeñals”, y si alguna vez lo dije fue involuntariamente, por un lapsus. Para que esta reflexión no se quede en el plano de lo anecdótico, me pregunto por qué nos tratan así. La única razón que encuentro es que, por alguna inexplicable razón, a mi generación la juventud se resiste a dejarnos, y eso los chavos no lo entienden ni lo soportan. Somos como Benjamin Button.
Mis amigos más chavos tampoco son comprensivos o siquiera tolerantes con mi generación, a la que hacen sentir como si en nuestras parrandas bailáramos a Los Teen Tops. La semana pasada, por una presentación de mi libro en la web tuve la osadía de invitar al evento a través de este tweet: “Estaré con la organización Para Mujeres Emprendedoras hablando sobre mi libro y unas ondas apasionantes” y hasta puse una carita feliz para estar en sintonía con todos sin importar la edad. Mi amigo Manuel, al que yo quiero y respeto tanto, en vez de decirme “qué interesante encuentro tendrás”, me respondió públicamente “Utilizar la expresión ‘ondas apasionantes’ te hace un hombre mayor de 80 años”.
Ya para irme les contaré lo que me pasó hoy. Una amiga que ya roza los 30 años de edad (tampoco se cuece al primer hervor), supongo que porque sabe todo lo que a mi avanzadíiiiiiisima edad hago (preparar waffles, correr en mi azotea pandémica de alto rendimiento, oír música indie en Ibero 90.9 y no sólo Universal Stereo, ser un papá Montessori, ver series modernas como The Office), me soltó con clara ironía que era cool que fuera un hombre tan proactivo: “eres un estuche de monerías”, me dijo así, en seca burla. Aunque lo intuía, para saber bien a bien a qué se refería busqué en el diccionario qué son un estuche y una monería. Estuche es “una funda para proteger y guardar objetos ordenadamente”. Y monería, “cosa pequeña, delicada y bonita”. Es decir, yo soy, esencialmente, “una funda para proteger y guardar ordenadamente cosas pequeñas, delicadas y bonitas”. Y esas cosas pequeñas, delicadas y bonitas no son, evidentemente, mis expresiones.
Lo digo fuerte, aunque ell@s se saquen de onda: mileñals, centeñals, este estuche de monerías, todos los estuches de monerías que nacimos en los 70’s y los tempranos 80’s, supongo (sólo supongo) también tenemos derecho a vivir. Y a hablar. Ya lo dijo Paul McCartney: “Let it be”. Por si no tuvieron el privilegio de estudiar en Harmon Hall como nosotros, y por ello no son una generación bilingüe: déjenos ser. EP
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