¿Qué pasó con el bono demográfico de México, que habría empezado en los años ochenta y que terminaría en 2020? De acuerdo con Rosa María Rubalcava, nuestro país pudo haber empeñado el futuro con una deuda social aún no cuantificada y sin un plazo para saldarla.
El bono demográfico que perdimos y la juventud que podemos rescatar
¿Qué pasó con el bono demográfico de México, que habría empezado en los años ochenta y que terminaría en 2020? De acuerdo con Rosa María Rubalcava, nuestro país pudo haber empeñado el futuro con una deuda social aún no cuantificada y sin un plazo para saldarla.
Texto de Rosa María Rubalcava 01/09/20
La idea de que para México es una ventaja contar con abundante población joven tiene sustento sólo si suponemos que es una población con capacidad y energía para trabajar y dejar su condición de dependencia. Esto se basa en la imagen generalizada de que tanto niños y adolescentes, como los mayores de 65 años, constituyen la población dependiente. En México, hasta mediados de los años setenta, por cada cien personas en edad activa (15 a 64 años) había 108 inactivas, la mayor parte de ellas eran niños y jóvenes por las elevadas tasas de fecundidad; las personas mayores de 65 años constituían un grupo no muy numeroso en esos años. Esta relación se modificó gradualmente hasta llegar a invertirse —con más activos que dependientes— al inicio de la década de los años ochenta, condición favorable que definió el llamado bono demográfico.
En la teoría, “el bono demográfico es un dividendo para la economía por el predominio de las edades activas en el total de la población que generarán un mayor producto y abren posibilidades de ahorro e inversión que podrían contribuir a detonar el potencial de crecimiento económico de México”1.
De acuerdo con el dinamismo de la población mexicana, el bono duraría aproximadamente cuarenta años: de los años ochenta del siglo pasado hasta el año 2020; después, según las proyecciones, la razón de dependencia volvería a crecer, esta vez debido al incremento de los mayores de 65 años y no por la población menor de 142.
¿Cómo evolucionó la población para llegar a aquel que se consideraba un periodo prometedor? La población mexicana había seguido el curso de una transición demográfica caracterizada por una gradual disminución de la mortalidad —a partir de los años treinta del siglo pasado— y, después, por una disminución de la fecundidad desde mediados de los setenta. De esa manera, la población en edades activas comenzó a aumentar de manera importante a partir de los ochenta manteniendo su primacía hasta el año 2020.
Pero, ¿qué ocurrió en los inicios de ese periodo de bonanza?
La década de los años ochenta sorprendió a América Latina con un muy bajo crecimiento económico, por lo que fue calificada por la CEPAL como “La década perdida”. México no fue una excepción, y dos millones de mexicanos en edad productiva emigraron a Estados Unidos3. Esto muestra la necesidad de tomar en cuenta el otro componente que influye en el dinamismo de la población; es decir, los movimientos migratorios. En nuestro caso, al inicio del periodo del bono demográfico estos fueron muy numerosos; hacia el final, los migrantes comenzaron a regresar de maneras tanto voluntaria como forzada.
Esta realidad caracterizó, en lo económico, el momento en que en nuestro país daba inicio el periodo de cuatro décadas con el potencial bono demográfico. Los numerosos contingentes de población joven dispuesta a ingresar a los mercados de trabajo no encontraron oportunidades laborales y, quienes sí se insertaron, iniciaron su actividad en lo que hoy se llama trabajo precario, con bajos ingresos, sin prestaciones ni seguridad social. La emigración de trabajadores y los bajos salarios obligaron a que las personas mayores de 65 años continuaran en el mercado laboral, y también la llamada fuerza de trabajo secundaria: especialmente niños y mujeres, cuya explotación es disimulada en el seno de la propia familia4. En definitiva, el bono demográfico nunca se materializó en México; no fue un activo disponible durante los cuarenta años que, teóricamente, se habían previsto, y hoy en día se habla abiertamente del “pagaré demográfico”: una obligación que ha de pagarse por un tiempo determinado.
Dejando de lado a la población en el plano abstracto, el interés por las hijas y los hijos obliga a verla en sus ámbitos de concreción fundamentales, las comunidades y los hogares.
Examinaremos, con una mirada dirigida hacia el mediano plazo, a las niñas y los niños que nazcan este año 2020 (alrededor de un millón y medio), quienes, en su juventud, comenzarán a contribuir al sostén económico y cuidado de los adultos mayores que, por efectos del envejecimiento de la población, serán un grupo dependiente no sólo desde el punto de vista demográfico, sino también del económico. En este momento se estima que cerca de la cuarta parte de los menores de dieciocho años residen en viviendas en las que cohabitan tres generaciones (Sánchez L. y A. Escoto, 2017: 71-77)5.
La educación que reciban quienes nazcan en 2020 debe ser una formación que les permita ser productivos en una economía cada vez más tecnificada —hasta robotizada— que, de acuerdo con muchos, se caracterizará por la desaparición casi total del empleo como hoy lo conocemos. No parece haber mucho lugar para el optimismo. El inicio temprano de las relaciones sexuales premaritales, sin condiciones para que las adolescentes puedan protegerse de un embarazo no deseado por el difícil acceso a las clínicas de planificación familiar que las discriminan, provocará que dejen la escuela —también discriminadas por la misma escuela y la familia—, o bien recurran, en ocasiones por temor a los castigos, a buscar suspender el embarazo en condiciones que pongan en peligro su vida. Entre aquellas que dan a luz, con frecuencia el padre de la criatura los abandonará a ambos. La joven madre quedará en casa de sus padres a cargo de las labores domésticas a cambio de comida y techo para ella y su hija o hijo. No correrán mejor suerte las que se acojan al cobijo de la familia del novio.
Hoy en día la demografía, más que augurar un dividendo, permite corroborar la persistencia de una fatalidad que solamente podrá romperse por la acción deliberada de las instituciones, en especial de las escuelas, y de diversos programas sociales que garanticen que los jóvenes culminen los ciclos escolares —al menos hasta completar la educación obligatoria—. Los programas deben diseñarse para atraer a tiempo a quienes dejaron los estudios, y dar formación en oficios de acuerdo con la realidad tecnológica del momento y, de ser posible, del futuro cercano.
Los cambios demográficos ocurren con lentitud. “Desde hace más de 50 años, la edad mediana de las mujeres mexicanas a la primera unión se ha situado alrededor de los 21 años, incluso ha disminuido ligeramente a partir de 2010. Este hecho obedece, básicamente, a la perseverancia de la unión temprana, pues una de cada cinco mujeres entra en unión conyugal antes de cumplir 18 años.” (Pérez Amador, J., 2020: 53-59)6.
El adolescente, cuando deja la escuela, intenta conseguir trabajo (aunque si se les pregunta, en las encuestas invierten este orden), pero con la percepción forjada en el imaginario social de que conseguir un trabajo no depende de su escolaridad o capacitación, sino solamente de sus deseos. La pubertad anuncia ya la edad activa, pero también el inicio de las relaciones sexuales premaritales. Si bien pensamos en la población en forma agregada, estos dos eventos se consideran pertenecientes al ámbito de las decisiones individuales; se cree que ni la familia, ni la comunidad, ni la escuela, ni el gobierno tienen algo que ver en ellas.
Ya en los años setenta se atrajo la atención ante las elevadas tasas de fecundidad en México. En septiembre de 1972, Octavio Paz escribió, en la revista Plural, cuyo suplemento estaba dedicado a los problemas de población:
“En México tres inercias, tres obstinaciones, se han opuesto a la legalización y a la difusión de las prácticas anticonceptivas: la Iglesia católica, el gobierno, y la izquierda tradicional. No es ésta ocasión para detenerse sobre la posición de la iglesia. Baste con decir que todo lo que se haga en este campo ha de ser sin ella o contra ella […] Apenas si vale la pena aclarar que nadie dice que en el control del crecimiento de la población está la solución a nuestros problemas […] Por fortuna, no es necesario continuar esta discusión: todos, gobierno e intelectuales, aunque tardíamente, están ya más o menos convencidos de la gravedad de la amenaza. Ojalá y pronto se adopten medidas eficaces para combatirla”7.
A casi medio siglo de escritas esas palabras, las niñas, niños y adolescentes siguen todavía en total indefensión en dos esferas de particular importancia en su vida, la sexualidad y el trabajo, sin que se reconozca la responsabilidad que corresponde a cada uno de los poderes del Estado, por su acción u omisión, en este fracaso.
El grupo principalmente aludido por el bono demográfico es la población joven, que se caracteriza por los eventos asociados con la transición a la vida adulta. Son cinco eventos los que destacan por su importancia, dos están vinculados a la esfera de la vida pública —dejar la escuela y conseguir su primer trabajo—, y los otros tres se refieren a la esfera familiar —abandonar el hogar paterno, casarse o unirse y tener el primer hijo—8. No todos los eventos ocurren en la misma secuencia, pero sí suelen presentarse en un lapso de tiempo relativamente breve. Para quienes se dedican a la sociodemografía, sigue abierta la discusión sobre si las y los jóvenes tienen un proyecto de vida, en el cual van engarzando decisiones, o si esta transición a la adultez ocurre de forma azarosa sin que mujeres ni hombres dirijan sus acciones hacia aspiraciones o fines claramente definidos.
A pesar de que la regulación de la fecundidad es un tema investigado por la demografía en nuestro país, los hallazgos y advertencias de los investigadores no concitan la atención de las instituciones ni de la sociedad en general. La cita que sigue permite ilustrar este punto:
“Al papel que pueden estar desempeñando actores como personal de farmacias o educadores, o la impericia o negligencia del propio personal de salud obstaculizando la utilización de anticonceptivos por parte de la población adolescente, se suma el desconocimiento que este grupo de población puede tener de la Norma Oficial Mexicana 047 (S. Salud, 2015), que regula la atención a la salud del grupo etario de 10 a 19 años, y que entre sus lineamientos estipula la anulación de la obligatoriedad de que los menores de edad que demandan servicios de salud reproductiva lo hagan acompañados por su madre, padre o tutor” (Cárdenas R., 2020: 29-35).
Esta otra cita ofrece un ejemplo adicional, “La posibilidad de que la procreación sea planeada —en el mejor sentido de buscar el más alto provecho y la más alta realización afectiva de las personas, con estricto respeto a sus ideales reproductivos— es el aspecto más beneficioso del uso de métodos anticonceptivos” (Hernández D., 2001: 271-306).
Como sociedad no acompañamos, ni apoyamos, ni respetamos a los jóvenes en sus anhelos o vocaciones; tratamos de imponer lo que conviene a otros, o lo que consideramos benéfico para la colectividad. Más que enriquecer con un valor simbólico a este pasaje hacia la vida adulta, dotando a la juventud de conocimientos, oportunidades y fortalezas que les permitan acceder con ventajas a la nueva etapa en su ciclo de vida, sigue presente la idea de que las niñas son una mercancía para el “mercado matrimonial”. (La pubertad las convierte en mujeres capaces de procrear, y su “presentación en sociedad” no está muy lejos de los ritos acostumbrados de la América antigua). Por su parte, los varones deben cumplir con el rol tradicional de contribuir a solventar los gastos de su hogar mediante el pago que obtienen por su trabajo, y afirmar su virilidad en un entorno social donde este rasgo frecuentemente se asocia con la conducta violenta y los vicios.
En suma, la sociedad mexicana no ha sabido invertir en la población con perspectiva de largo plazo. Los jóvenes tienen una transición a la vida adulta muy desafortunada, tanto para ellos como personas, como para México. Aquí se les ofrece un trabajo informal y una vivienda precaria, desaprovechando sus capacidades. Nuestro país HA empeñado el futuro con una deuda social aún no cuantificada y sin un plazo para saldarla. Recuperar el tiempo perdido exige rescatar a la niñez y a la juventud. EP
1 Consejo Nacional de Población (CONAPO), La situación demográfica de México, “Razones de dependencia por edad 1950-2050”, CONAPO, México, 2000, p. 268.
2 Ibídem, p. 269.
3 Ibídem, pp. 29-42.
4 Cortés, Fernando y Rubalcava, Rosa María, Autoexplotación forzada y equidad por empobrecimiento: la distribución del ingreso familiar en México (1977-1984), Jornadas 120, El Colegio de México, México, 1991.
5 Sánchez, Landy y Escoto, Ana, “Arreglos residenciales multigeneracionales y pobreza en México”, Coyuntura Demográfica, número 12, Sociedad Demográfica de México, México, 2017.
6 Pérez Amador, Julieta, “La unión conyugal en menores de edad y el riesgo de disolución”, Coyuntura Demográfica, número 18, Sociedad Demográfica de México, México, 2020.
7 Paz, Octavio, México en la obra de Octavio Paz, “Thanatos y sus trampas”, Letras mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p. 577.
8 CONAPO, “Transiciones del curso de vida”, La situación demográfica de México, 1997, CONAPO, México, 1998, p. 96.
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