Aunque el número de migrantes ha disminuido desde que se declaró la emergencia sanitaria debido al COVID-19, las condiciones de violencia extrema que ellos viven en sus comunidades de origen no han cambiado, y el cierre de fronteras dificulta la movilidad y deja a cientos de personas en riesgo.
Los que llevan mochila en mano. Historias en la pandemia
Aunque el número de migrantes ha disminuido desde que se declaró la emergencia sanitaria debido al COVID-19, las condiciones de violencia extrema que ellos viven en sus comunidades de origen no han cambiado, y el cierre de fronteras dificulta la movilidad y deja a cientos de personas en riesgo.
Texto de Luciana Wainer 09/07/20
El COVID-19 no nos afecta a todos por igual. Algunos miran Netflix hasta el hartazgo, mientras otros dosifican las porciones de comida para que alcance. Los que anhelan salir de casa contrastan, inevitablemente, con los que no tienen una casa en donde quedarse. Las emergencias en general, y el COVID-19 en particular, funcionan como una lupa que maximiza desigualdades y acrecienta los privilegios.
«Yo vine porque sí quiero poner en orden mi vida, ¿me entiende? Y la cuarentena y esta enfermedad pues me quitó los planes y está dejando ir mi tiempo», dice Collins a través de la pantalla del teléfono. Él es originario de Honduras y está en México por tercera vez: pero en lugar de ser la vencida, como dicen, esta tercera ocasión parece vencedora; la pandemia lo ha obligado a detener su camino y ha paralizado las pocas oportunidades laborales que se la habían presentado.
Mark Manly, representante de ACNUR en México, explica que en las últimas cuatro semanas el número de personas que llegan a México ha disminuido 80%. Sin embargo, las condiciones de violencia extrema que los migrantes viven en sus comunidades de origen no han cambiado; es decir, la necesidad de salir de sus países persiste, pero el cierre de fronteras dificulta la movilidad y deja a cientos de personas en riesgo, «lo que vemos es que en la medida que las causas raíz de sus movimientos no han terminado, las cifras volverán a aumentar una vez que se levanten los controles sobre el movimiento», asegura.
Collins lleva dos meses viviendo en Casa Tochán junto con otros migrantes. El brote de COVID-19 los ha obligado a mantener la cuarentena, y en el albergue han redoblado las medidas de seguridad y restringido las salidas a comprar comida una vez al día y sólo a una persona.
Allí también se hospeda Daniel. Él cruzó la frontera de El Salvador hace dos años junto con su hermano. «Era cosa de vida o muerte», dice: «nos vinimos rápido». Cuenta que en México acabó la escuela, pero no pudieron entregarle su título porque no hay un mayor responsable que pueda firmar los papeles, su hermano siguió camino hacia Estados Unidos. Tiene 17 años, pero la resignación ya parece haber dejado su huella en él. Cuando le pregunto qué le gustaría hacer cuando acabe la pandemia suspira y me dice: «de gustarme hay muchas cosas, pero son casi imposibles».
Yasiel, por otra parte, tiene una cosa clara: se va a quedar en el lugar en el que pueda trabajar, tener tranquilidad y conseguir una residencia. Luego de pasar dos meses en la estación migratoria Las Agujas, en Iztapalapa, hizo la solicitud de refugio y se encuentra a la espera de la resolución. «Supuestamente con ese documento [el folio de solicitud] puedes trabajar, pero en ningún lugar puedes conseguir un empleo formal», dice.
Al igual que Casa Tochán, muchos albergues han dejado de recibir nuevos ingresos como medidas de protección ante la emergencia sanitaria. Por un lado, esto previene focos de contagio dentro de los albergues, pero, a su vez, deja a muchas personas migrantes sin opciones ante la emergencia. «Gracias a Dios que tengo un techo», dice Collins, «no ando como muchas personas sufriendo afuera. Ahorita hay muchas personas que tienen hambre, tienen sed… no sabe cuántas».
El cierre de fronteras como consecuencia de la pandemia de COVID-19 continúa indefinidamente y algunos gobiernos han aprovechado la oportunidad para endurecer los controles fronterizos. Las deportaciones exprés en Estados Unidos, implementadas por el gobierno de Donald Trump, por ejemplo, permiten graves abusos a los derechos humanos de los migrantes y al abuso de autoridad por parte de los agentes fronterizos, como lo documentó Human Rights Watch.
Los testimonios de Daniel, Yasiel y Collins se suman a las miles de voces de los migrantes que atraviesan nuestro país: algunos con la esperanza de llegar a Estados Unidos, otros con la decisión de asentarse en el lugar que les ofrezca un trabajo estable y una vida digna.
Y si bien muchas organizaciones de la sociedad civil, como Casa Tochán y otros organismos internacionales, trabajan todos los días para darles techo, comida y seguridad, sus necesidades quedan relegadas sistemáticamente ante gobiernos que los ignoran, invisibilizan y les envían a sus fuerzas de seguridad como si el enemigo viniera con mochila en mano.
Además de los peligros de salud que trae consigo la pandemia, hay que sumar los riesgos de que las autoridades usen la emergencia sanitaria para impulsar un estado de excepción que afecte a los sectores de la población más vulnerables; el brote de COVID-19 no puede ser, bajo ninguna circunstancia, excusa para violar los derechos humanos. EP
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