Sergio Pitol era un aristócrata italiano, un ser afiebrado que sabía reír, un barco en altamar, un desconocido con los brazos abiertos, un experto en almas muertas y situaciones chuscas y amargas, un alborotador de conciencias, un fabricante de mentiras, el propietario de caballerizas llenas de unicornios. Aparecía caminando con su bastón por sus tierras […]
MAYO: Adiós a Sergio Pitol
Sergio Pitol era un aristócrata italiano, un ser afiebrado que sabía reír, un barco en altamar, un desconocido con los brazos abiertos, un experto en almas muertas y situaciones chuscas y amargas, un alborotador de conciencias, un fabricante de mentiras, el propietario de caballerizas llenas de unicornios. Aparecía caminando con su bastón por sus tierras […]
Texto de Elena Poniatowska 05/09/18
Sergio Pitol era un aristócrata italiano, un ser afiebrado que sabía reír, un barco en altamar, un desconocido con los brazos abiertos, un experto en almas muertas y situaciones chuscas y amargas, un alborotador de conciencias, un fabricante de mentiras, el propietario de caballerizas llenas de unicornios. Aparecía caminando con su bastón por sus tierras jalapeñas y señalaba: “¡Aquellos cañaverales, aquellas palmeras, aquel río Atoyac en el que se ahogó mi madre, aquellas casitas de palma, aquel tren que va cruzando un puente inverosímil, aquel Fabrizio del Dongo, aquellos veracruzanos en el Café de la Parroquia son míos!”
Si alguien no se encerró en sí mismo ése fue Sergio Pitol. O a lo mejor su primer encierro, el de su infancia, el de su exasperación de adolescente lo lanzó al mundo. De niño, cultivó de calentura en calentura, página tras página al huérfano frágil, palúdico, a quien sólo quería su abuela. La naturaleza tórrida del estado de Veracruz y particularmente la de Potrero lo avasalló, y desde entonces habló con las altas varas verdes de la caña de azúcar, las húmedas y olorosas matas de café, los plátanos que más tarde sombrearon su jardín de Jalapa en el que paseaba, acompañado por Sacho, su perro polaco. Desde un principio, le contó al árbol y a los lirios acuáticos los avatares de su joven vida. Desde muy joven empezó a vivir sus novelas, a subirse al Orient Express, a imaginar Samarkanda, a largarse de Jalapa y de Córdoba y de Veracruz, a dejarlo todo porque como se lo dijo su amiga Milena Esguerra (segunda esposa de Tito Monterroso): “Si uno se deja acaba uno esclavizándose hasta a un par de pantuflas”.
No se necesita ser adivino para descubrir que su infancia encamado entre libros por la fiebre palúdica fue la detonadora de todos sus viajes, los físicos y los mentales.
Primero viajó a China. En 1962, le ofrecieron un puesto de traductor del inglés al español en la editorial de lenguas extranjeras de Pekín. Otro lo habría pensado dos veces, pero Sergio ya había “leído” a China. Nunca se preguntó qué podría pasarle, Sergio sabía adaptarse, vivir la vida de los otros por más ajenas sus costumbres, lo cotidiano y lo milenario, supo hacer suyo todo lo que a los volátiles turistas les está vedado. Y claro, los chinos se lo agradecieron, aunque sus consideraciones sobre China no pasaran a formar parte de los grandes textos que entonces se leían: La larga marcha de Simone de Beauvoir, Claves para China de Claude Roy, Las peripecias de un francés en China de Vercors. Seguramente, Sergio previó que China se levantaría como un gigante, desequilibraría al mundo occidental y, a la larga, se volvería más abierto y más flexible que la Unión Soviética.
Años más tarde, en un segundo viaje en la segunda mitad de los setenta, Sergio Pitol habría de cantar la voluntad férrea del Premio Nobel Gao Xingjian dentro de una China en la que se sofocaban la creatividad y el pensamiento libre: “Gao Xingjian decidió no someterse. Escribió con toda libertad y defendió su causa. Se comunicó con su ser interior, utilizando todos los pronombres personales del singular: ‘yo’, ‘tú’, ‘él’, se escrutó con ojos diferentes y también con los suyos, se buscó y se perdió, se buscó y se encontró, se encontró cuando se perdía, y de esa experiencia se convirtió a su regreso a Pekín en un hombre diferente. En 1988 viajó a París y allí decidió exiliarse”.
¿No estaba Pitol escribiendo su propia biografía al retratar al respetuoso y cortés Gao Xingjian que fue su amigo en China? Todas esas confrontaciones, todo el dolor, toda la búsqueda, toda la imposición, todo su afán libertario convirtieron a Sergio Pitol en lo que fue: un mago, quizá el de Viena, el hombre de los mil ojos que vuelan como palomas hacia todos los horizontes, llevan en su pico todas las cartas, cruzan todos los océanos. Por eso, en torno a Sergio Pitol suele escucharse un rumor de alas.
Al emprender el viaje con tanta valentía creó para sí mismo y para todos nosotros un nuevo modo de vivir, más audaz, más sano, más despegado de los bienes que a todos nos atan. Toda su exasperación al buscar salir de México lo llevó a forjarse un carácter que a nosotros nos falta. Su inteligencia tomó vuelo, el gran vuelo que da poder verse desde lejos. Su perspicacia y su voluntad son las inventoras de ese vuelo alto que lo hizo domar a la divina garza. Sus sentimientos también adquirieron otro vuelo y, por eso, le sorprendía ver en cada viaje cómo hervíamos en México en una olla de grillos en la que nos hacíamos pedazos. “Los que el año pasado se querían ahora se detestan” —me comentó asombrado—. “Ya no puedo juntar a mis amigos de antes, ahora son enemigos”. Qué risa debe haberle causado la pequeñez del ambiente: “Fíjate, antes los Pérez y los Ramírez se veían cada tercer día, ahora ya no se hablan. Con razón el mundo es un carnaval”.
Por eso, su literatura refleja esta jocosa e irónica constante, y Pitol sabe ver a los demás desde su propio regreso, quizá desde el amanecer del mundo, y sabe lograr conciliar mundos muy distintos. El desfile del amor, Tríptico del carnaval, Domar a la divina garza, Asimetría, Infierno de todos, El viaje, El arte de la fuga, El tañido de una flauta, Vals de Mefisto, Nocturno de Bujara, Cementerio de tordos, No hay tal lugar y tantos otros en los que Pitol mira a la literatura del mundo, Julio Verne, Stevenson, Dickens, Gógol, Dostoyevski, Tolstói, Chéjov, Andrzejewski, Brandys, Proust, Balzac, Reyes, Borges, Faulkner, Neruda, Kafka, Thomas Mann, Robert Musil, Hermann Broch. Nos los entrega en El mago de Viena, del que comenta: “Creo que fue El mago de Viena el que inclinó al jurado a darme el Premio Cervantes”.
Sus preocupaciones políticas hicieron de él un joven de izquierda y eso y la irreverencia lo unieron a Luis Prieto y a Carlos Monsiváis. Más tarde lo acompañaron José Emilio Pacheco y dos grandes amigas: Luz del Amo y Margo Glantz. Todos supieron que Sergio nunca perdió su misteriosa, su especial vibración literaria. Lo acompañé en muy pocas ocasiones en la Ciudad de México pero recuerdo una tarde en casa de Eugenia Caso en que Prieto, Monsiváis y Pitol decidieron vengarse de Santa Claus en el árbol de Navidad de Eugenia. Tomaron una por una las esferas y gritaron: “¡Batalla!”, y las esferas volaron como proyectiles a lo largo y a lo ancho de la sala y se estrellaron en ventanas y puertas. Había mucho de carnavalesco en esa rompedera de esferas, como si ellos mismos quisieran estrellarse. Todavía oigo las carcajadas de Sergio. Todo lo que no había reído en su infancia, lo reía ahora. Eugenia, claro, se enojó y yo recuperé, a pesar del escándalo, al niño Sergio Pitol que nunca jugó en Potrero como habría de hacerlo años más tarde al cerrar su maleta y subirse a sus propios barcos de papel que ahora leemos y tanto extrañamos.
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