Una idea ejemplificada En una parte no tan recordada de su estudio Los sonámbulos, Arthur Koestler nos dice, como a media voz: “el humor siguió siendo, para mí, la llave maestra para comprender el proceso creativo”. Si atendemos esta intuición comenzaremos a relacionar algunos momentos supremos de la literatura o la música como nacidos del ingenio […]
Manual para zurdos (miscelánea)
Una idea ejemplificada En una parte no tan recordada de su estudio Los sonámbulos, Arthur Koestler nos dice, como a media voz: “el humor siguió siendo, para mí, la llave maestra para comprender el proceso creativo”. Si atendemos esta intuición comenzaremos a relacionar algunos momentos supremos de la literatura o la música como nacidos del ingenio […]
Texto de Claudio Isaac 23/03/16
Una idea ejemplificada
En una parte no tan recordada de su estudio Los sonámbulos, Arthur Koestler nos dice, como a media voz: “el humor siguió siendo, para mí, la llave maestra para comprender el proceso creativo”. Si atendemos esta intuición comenzaremos a relacionar algunos momentos supremos de la literatura o la música como nacidos del ingenio humorístico, no necesariamente entonados hacia lo cómico pero sí pletóricos de un sentido de juego. Eso ocurre cuando uno relee pasajes de Los hermanos Karamazov, incluso los de mayor intensidad. Y lo mismo si se revisita el final de la Quinta Sinfonía de Sibelius (sobre todo en la versión de su coterráneo Neeme Järvi), donde encontrará un pasaje de tensión dramática que de pronto, en los acordes finales, recurre a pausas sucesivas de extensiones variables pero todas inhabitualmente largas que nos llevan por fin al remate. Sin perder el carácter sublime, la música cobra una calidad autoparódica, juguetona, nos convencemos de que por debajo de todo respira la libertad del humor. Si algún ejemplo ilustra lo que Koestler desea señalarnos es este.
Dejadme aquí
Este 25 de marzo cumpliría noventa años el querido Jaime Sabines, quien alguna vez dijera:
Dejadme aquí. Me alegro. Espero algo.
No necesito más que un alto
sueño y un incesante fracaso.
Uno pensaría que el tiempo transcurrido desde su muerte hubiera ya despejado algunos malentendidos respecto a la hondura de su obra y que por fin se le reconociera a esta, sin desdenes ocultos, su verdadero calibre. Pero lo cierto es que desde entonces a la fecha se ha desarrollado una moda poética (paralela a la del arte contemporáneo) en la que lo humanamente cristalino y visible o —peor aún— aquello en donde aparezca o se sugiera un “yo” distinguible y preciso se convierten en anatema. En sus versos, Sabines se asemejaría a lo que en pintura está peor visto por la época: lo anecdótico, lo figurativo, lo emocionalmente explícito. Una cómoda abstracción domina lo que se produce y sin duda la presencia tangible de lo vivencial ofende en su radicalidad, desentona con la superficialidad evasiva que anima la mayor parte de lo que se lee, se ve, se escucha hoy.
Compilación
Gabriel Zaid llegó a juzgar que se podría desechar un gran porcentaje de lo escrito por Sabines, y lo restante —asegura— de todos modos sería imponente o quizá más. Desde hace años estoy convencido de que lo que más le convendría al legado del poeta es una antología definitiva, una compilación altamente rigurosa que careciera de indulgencia. Aún así, me temo que el asunto de aquellos que a ultranza lo menosprecian no se resolvería de esta manera, ya que el prejuicio viene de otras partes. Existen los de la escuela evasiva, que ya he mencionado, aquellos que consideran una falta rotunda la de abordar el verso desde una tónica fulminante como la del poeta en cuestión. Otros, que son una cuadrilla de ingenuos, parten de una añeja rencilla entre Sabines y Paz, suscitada por una provocación juvenil del primero, quien describía al segundo como alguien que escribe versos asépticos: con tapabocas y guantes. Esta anécdota desenterrada y una admiración ciega a Octavio Paz dejan una larga estela y una legión de seguidores de este que tontamente cree rendirle tributo al desdeñar a Sabines, ignorando que estos poetas y sus obras son —si acaso han de ponerse en un mismo renglón— complementarios dentro de las tesituras de una dada literatura, y que es la coexistencia de ambos lo que la enriquece. En cualquier caso, siento pena por aquellos que no se han dejado rozar por el relámpago que recorre la poesía de Jaime Sabines.
Vidas curadas, vidas escritas
Coescrito con la doctora Arabella Kurtz, una eminencia de la psicoterapia británica, El buen relato, el más reciente libro de J. M. Coetzee, es un desarrollo seudocientífico cuya premisa es la siguiente: la escritura de ficción y el tratamiento psicoanalítico están ambos basados en la memoria y la imaginación que la explora, y por tanto comparten algunos mecanismos y reglas. Por lo mismo, las herramientas del narrador y las del paciente psicoanalítico son muy parecidas, si no las mismas. En base a este convencimiento, Coetzee y la doctora Kurtz desmenuzan casos para clarificar cómo y por qué en el despliegue de un relato bien estructurado y de congruencia interna encontraremos elementos curativos equiparables a los de una terapia eficiente. Lo más sorprendente de este libro es que a pesar de su trascendencia y largo alcance exhibe una tónica de especulación humilde. Basándose en un diálogo entre los dos autores, uno agudo pero asumidamente ajeno a la investigación científica; la otra docta pero nunca categórica y mucho menos dogmática, el tono nunca deja de ser coloquial, sinuoso, repleto de incertidumbres y dudas. Así, la falta misma de pretensiones le confiere una tesitura inusualmente amigable al texto.
La puerta heroica
Según el Sócrates de Platón, el verdadero poeta es trágico y cómico a la vez. Si bien es desacostumbrado conceder el caso de un creador serio y de peso regocijándose en el fondo de su alma, como en el ejemplo anterior de Sibelius, resulta igualmente excepcional que a un autor jocoso se le reconozcan profundidades trágicas y a su obra una escala mayor y duradera. Tal sería la situación de Erik Satie, a quien una tendencia generalizada colocaría como un compositor de pastiches hilarantes y una música ligera impregnada de un sentido de juego. La extensa labor del pianista Aldo Ciccolini como intérprete de Satie abonaría a esa lectura de su obra, pues le enfatiza a las partituras un carácter parafrástico en clave de humor. Mientras tanto, un intérprete como el holandés Reinbert de Leeuw nos descubre en Satie los aspectos más profundos, la dimensión mística, incluso su veta rosacruciana. Desde luego, tal interpretación deviene de un estudio mucho más dialéctico del legado musical del autor de las Gimnopedias. Así, cuando escuchamos a De Leeuw en su versión de Preludio a la puerta heroica del cielo, entendemos a plenitud el parlamento platónico citado al principio.
Ojalá
A mí también me da gusto el despunte actual del cine mexicano y me parece indudable que en calidad formal y hondura, la producción local está alcanzando un momento notable. Lo único que me preocupa es una cuestión de identidad que a veces siento titubeante, sobre todo cuando escucho el discurso de algún cineasta recibiendo el premio Ariel en el Palacio de Bellas Artes y declarando ante el micrófono: “[…] Sobre todo agradezco al cast y al crew y todos los stunts”. El pochismo me alarma. Entiendo que así como el francés es el idioma universal del ballet y el italiano el de la música, el inglés es la lengua que acuña la terminología del cine. Pero con todo y una miríada de anglicismos reinando en nuestro medio cinematográfico, durante ochenta años o más los términos castizos reparto, equipo técnico y dobles de acción no habían sido disputados en el uso común dentro de la industria nacional, de tal modo que la expresión que acabo de citar sí da idea de un retroceso. Ojalá sea solo mi neurosis lingüística.
Diario de una desintoxicación
Como cualquier lector habitual de esta columna podría haber ya detectado sin necesidad de poner demasiada atención, durante los últimos dieciocho meses caí bajo el encantamiento de la prosa de Joseph Roth, que me envolvió y sacudió vigorosamente. A lo largo de este periodo leí más de una docena de sus novelas (dos restantes me las reservé de postre) y sus diversos libros de crónica, ensayo y periodismo, así como volúmenes de cuentos y novelas cortas y colecciones de cartas, incluso sus narraciones inconclusas como Fresas y Perlefter. Experimenté el goce profundo y luego el vértigo desconcertante de la adicción. Quedándome muy pocos libros de Roth por conocer me sobrevino un afán anticipado de saneamiento y quise experimentar una especie de simulacro de desintoxicación. Así, intenté internarme en libros de un puñado de autores de primera línea, del pasado y del presente, y todos me resultaron desabridos: perdí el interés en las primeras páginas y para avanzar en las tramas tuve que hacer un acopio de concentración tal que la lectura perdía su sentido esencial de disfrute, era a todas luces un ejercicio absurdo y contradictorio como lo es toda lectura forzada. De inmediato me percaté de que experimentaba, más allá de las consecuencias de un contraste desfavorecedor para los autores ahora repasados, las reacciones típicas del síndrome de abstinencia. Abstenerme de Joseph Roth me llevaba a tal situación drástica y tenaz. Tuve entonces que recurrir a un viejo maestro como Dostoievski para romper el hado y volver a sensibilizarme a un registro literario distinto al de Roth. Así, fue Humillados y ofendidos, la formidable novela de grandes intensidades emocionales y sutilezas psicológicas, lo que parece haberme curado. Ahora podré zambullirme en el mundo de Los cien días o La marcha Radetzky, las novelas que me había reservado para después, con la confianza de que terminando de leerlas puedo acceder a El sepulcro de los vivos o Stepanchikovo y gozar cada página. ¿Es una confesión o una recomendación de lectura? Quizás ambas cosas. Estas reflexiones van dirigidas a quien quiera entreabrirle la puerta al vértigo.
Milagros
El Diccionario de milagros de Eça de Queirós desconcierta a los lectores que lo conocen como el jacobino autor de El crimen del padre Amaro. Sobre todo el que se trate de un compendio carente de sorna suscitará una sospecha semejante a la que caía sobre Buñuel por tener amigos de sotana. Y la fascinación de Eça por el recuento de prodigios religiosos se explica del mismo modo que el deslumbramiento voluptuoso de Buñuel por el Milagro de Calanda, aquel donde un hombre que había perdido las piernas al ser atropellado por una carreta, las recupera una mañana tras descansar meses en la posada de unas buenas mujeres. ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, Claudio Isaac (1957) es autor de Alma húmeda, Otro enero, Luis Buñuel: A mediodía, Cenizas de mi padre y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).
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