Los nuevos movimientos políticos en España tienen antecedentes claros —y en ocasiones inquietantes— en otras latitudes. Vale la pena revisar estas semejanzas y llamar, en su caso, a la cautela.
Correo de Europa: No es lo que parece
Los nuevos movimientos políticos en España tienen antecedentes claros —y en ocasiones inquietantes— en otras latitudes. Vale la pena revisar estas semejanzas y llamar, en su caso, a la cautela.
Texto de Julio César Herrero 23/03/16
Tiene una estructura flexible, lo que le permite adaptarse al cambio con mucha rapidez. Como no tiene historia, ni una organización extendida y afianzada en todo el territorio, solo puede conseguir el consenso gracias al apoyo que le brindan los medios de comunicación. Por eso se le conoce como “partido mediático”. El liderazgo de su cabeza visible es muy personalizado. Su presencia y legitimación descansan casi con exclusividad en un solo responsable que acumula toda la autoridad. Si a estas características se suma la falta de estructura y organización nacional con peso específico y bien sistematizada, la oposición interna al líder resulta prácticamente imposible.
¿Hablamos de Podemos? No. Se trata de las descripciones que ofrecen Calise y Maraffi del partido “light” o “mediático”, en referencia a Silvio Berlusconi y a su movimiento Forza Italia en el momento en que surgió. Pero las diferencias con la formación española, en estos aspectos, son más bien pocas.
Respecto a las estrategias de comunicación utilizadas, se caracterizan básicamente por “dar la imagen de underdog de los medios, es decir, de líder maltratado por la prensa o la televisión, con el objetivo de despertar simpatía en la opinión pública; por realizar manifestaciones espectaculares de disenso o emplear un lenguaje transgresor; por aprovechar la publicidad gratuita de los medios que se obtiene en la cobertura de las provocaciones”.
¿Hablamos de Podemos? No. Se trata de las estrategias de atención mediática desarrolladas por movimientos populistas como el Frente Nacional de Le Pen, la Liga Norte o el FPÖ de Haider, y analizadas en un estudio realizado por los profesores Stewart, Mazzoleni y Horsfield. Pero las diferencias con la formación española, en estos aspectos, son más bien pocas.
Si a estas dos analogías añadiéramos una referencia a la configuración del Parlamento en Italia, observaríamos ya tres coincidencias entre ese país y España, lo que supondría tres premisas razonables para equiparar lo que ha ocurrido y está ocurriendo en ambos países. En todo caso, hay otra semejanza en las comparaciones anteriores: el papel de los medios de comunicación. No resulta novedoso el concepto de democracia mediática para significar el extraordinario papel que han ido asumiendo aquellos en las últimas décadas, con el consentimiento más o menos responsable de la audiencia. O sea, de los electores.
Resulta indiscutible su función en la configuración de una opinión pública libre y de un contrapeso necesario siempre que las instituciones se encuentren debidamente fortalecidas. Los casos de corrupción, la gestión de una crisis a base de medidas de austeridad que han sufrido sobre todo y fundamentalmente las clases más desfavorecidas, la imposición de determinadas políticas económicas desde Bruselas y desde organismos internacionales, a menudo no entendidas del todo bien por los ciudadanos, minan la credibilidad de las instituciones que deberían velar por su protección. La pérdida de confianza en esas instituciones (partidos, Congreso, organismos reguladores), unida a la cada vez más preponderante “autoridad” de los medios —porque son los que denuncian o cuestionan esas circunstancias—, podría dotar a estos de la credibilidad que las instituciones no tienen y producir un desplazamiento de la representatividad de unas a los otros.
No se trata, en todo caso, de un movimiento ni claro ni rápido. Pero es razonable suponer que, aun presumiendo la capacidad crítica de la audiencia/electores, resulta más creíble el medio —que denuncia y da espacio y tiempo a una alternativa política que podría cambiar la situación— que el partido —que incurre en casos de corrupción y no los soluciona— o el Gobierno —que adopta medidas duras que no se entienden. Sin embargo, los partidos y los gobiernos se someten a elecciones, pasan por las urnas; los medios de comunicación, no. Ese es el escenario ideal para los partidos light o mediáticos, porque se desenvuelven con naturalidad en ese terreno, al que se dota de una credibilidad mayor, no necesariamente porque la tenga sino porque el espacio en el que se debería desarrollar el partido no la tiene. Si a ello se agrega el empleo de formas comunicativas que se adaptan bien a las exigencias de los medios (espectacularización y dramatización, también en los contenidos políticos), existe el riesgo de conferir a los medios de comunicación un espacio para la deliberación que suplante las instituciones y los mecanismos establecidos para ella.
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