No por una heráldica cursi o hedionda, tontamente politizada, sino por llevarla en la sangre (y siempre será mejor decir en la cabeza y en el corazón), de pronto se nos sube a varios una hispanidad sentida y alegre, por no decir rampante y voraz. Para todos los que sufren accesos súbitos de Madre Patria […]
CORNUCOPIAS: España Mexicana
No por una heráldica cursi o hedionda, tontamente politizada, sino por llevarla en la sangre (y siempre será mejor decir en la cabeza y en el corazón), de pronto se nos sube a varios una hispanidad sentida y alegre, por no decir rampante y voraz. Para todos los que sufren accesos súbitos de Madre Patria […]
Texto de Antonio Calera-Grobet 22/11/17
No por una heráldica cursi o hedionda, tontamente politizada, sino por llevarla en la sangre (y siempre será mejor decir en la cabeza y en el corazón), de pronto se nos sube a varios una hispanidad sentida y alegre, por no decir rampante y voraz. Para todos los que sufren accesos súbitos de Madre Patria (y vale para “criollos” de diverso grado y españoles radicados ya casi mexicanos o recientemente importados), es posible, con poner un poco de su parte, encauzar las fuerzas de tal sensación y hasta satisfacerla digna y placenteramente.
Para esos días de no guardar, de salir a acometer un poco de península por todo lo alto, le recomiendo, querido lector, comenzar el día por la Monumental Plaza de Toros “México”, claro, en caso de haber temporada, porque en ella encontrará el caló, el color y el calor de una fiesta que seguirá representando a España aun cuando todos hayamos muerto diez veces. Luego, permítame esta digresión, le recomiendo el mercado de antigüedades de La Lagunilla y el Mercado de San Juan. Y es que el mercadillo nos ligará a “El Rastro” cada vez que lo queramos porque es bondadoso en sus citas: detrás de los millares de objetos que ahí observemos (baratijas, grabados, esculturillas, en fin, de esa parafernalia inmensa), tan visibles o escondidos como nuestro empeño nos lo permita, se presentará siempre un halo que nos remitirá a las Españas. Ya sabe usted, todo el culebrón de utilería: cajas de puros, revistas taurinas, capotes y monteras, reproducciones de majas desnudas y vestidas, cualquier cantidad de latas de conservas, panderos con Manolas, libros oxidados de Valle-Inclán y Gómez de la Serna, mientras se escucha en el puesto de discos un golpeado ejemplar de pasodobles o algo de zarzuela. ¿A poco eso no es casi como irse de marcha en una noche española de primera?
Y el Mercado de San Juan porque además de toparse allí con cualquier cantidad de comidas de distintas procedencias (se unen ahí lo raro, lo fino y lo inconseguible), será posibilidad del caminante (dependiendo de su olfato, su curiosidad), encontrarse con el mundo español. Ahí los jamones y embutidos, los quesos, los vinos, y también los pescados y los mariscos (con esos rojos y anaranjados que se guardan en la memoria) nos llevan de la mano, al menos para comer en la mesa con el estereotipo de lo castizo. ¡Es posible tomar un vuelo a España con un poco de aceite de oliva en una sartén, algo de cebolla, tomate, ajo, azafrán y pimentón! ¡Y adentro lo que caiga! Ambos, mercadillo y mercado, representan, ya verá, un viaje en el tiempo, psicodélico y dramáticamente nostálgico (incluso nos hace extrañar lo no vivido), y que hace las veces de eco o propulsor de un sentimiento binacional francamente incandescente.
Y luego de esto pues el restauro, claro, sentarse a la mesa a comer la enorme cocina ibérica. Y para esto le recomiendo dejarse llevar por la memoria, por la intuición, por todo aquello que lo haga viajar. ¡Si todavía viviera el “Mesón del Castellano” en Bolívar! ¡Era nuestro “Botín” de la calle de Cuchilleros! Pero bueno, tómelo con calma: podemos tomar un café en “Villarías”, casi centenario, para recuperar el aliento. Dicen que se acopiaron ropas y menesteres para los sufrientes de la Guerra Civil en ese bello establecimiento.
¿Listo? Ahora le recomiendo que jale por la calle de Uruguay para darle una visita al viejo conocido: el “Danubio”. No para rememorar a las personalidades más o menos importantes (algunos presidentes primates) que han escrito en los mantelillos que decoran sus muros (“Yo a lo tuyo”, escribiría García Márquez en el suyo), sino para olisquear desde sus puertas abatibles el País Vasco. Por esa libertad y sencillez que hace que en sus gabinetes se abra la sensación de un comedero vitalista (como sus sopas siempre en ebullición), lejos de la rigidez de un recinto disecado, una museografía del pasado. Porque el “Danubio” no es un hospital o un geriátrico culinario: es un lugar auténtico, señorial, que lleva su vida con toda naturalidad. Y eso reclama distinción. Pocos llevan, con tanta naturalidad, su garbo. Y es que desde 1936 presenta la misma carta, con más de cien platillos de comida española que siempre quisimos como nuestra. Pescados, mariscos, lechón, cabrito. Especialidades para todos los deseos. No sólo su sopa verde o sus langostinos. También sus sesos, su cangrejo moro y su fuente de camarones son un regocijo. Así es como despacho para lo verdaderamente caro: la guarida para dar rienda a nuestras afinidades electivas. Uno de esos pocos espacios imantados donde engullimos eso que los eruditos repiten como sincretismo, patrimonio vivo.
¡Y qué decir del “Mesón del Cid”! Desde hace treinta y cinco años en la calle de Humboldt número 61, muy cerca de Balderas, si se quiere ir un tanto más lejos. Uno de los lugares mejor plantados para comer en toda la ciudad, y que recibe al hambriento con una frase tomada del Cid Campeador: “Haced un alto caminante, y solazaos con los mejores yantares deste reyno”. Divisando sus entrañas en la carta, se percata uno de que se encuentra dentro de un restaurante orgulloso de la cocina española, bastante bien balanceado, que cuenta con los clásicos de siempre y algunas facturas especiales para el comensal del futuro. Primero hay que decir que tiene muy buenas entradas y embutidos (morcillas, chistorras, tortillas, jamones, quesos de oveja y patés o solomillos de ternera, sin olvidarnos del cabrito, el conejo, la codorniz, el lechón, que es su especialidad). Si lo llegase a pedir, amigo mío, las cosas así serían. Se presentará ante usted al bebé cocido en su charolita, y acto seguido el que atiende empezará a grito pelado su letanía: “Creo que sólo lo bueno se imita, y este Lechón, que al buen apetito invita, hízome tomar de cándido, mesonero de Castilla, lo mejor del recetario, que en su Segovia brinda. Ahora os doy este manjar, de bocados suculentos, como el más fino yantar que se come en estos reynos”. Y, además, al final podemos acompañarnos con su estupenda carta de vinos y puros importados, y tomarnos quizá una manzanilla.
Del “Centro Castellano” no podemos decir menos. Reconocemos los capitalinos que nos llena el ojo y el estómago, y cumple con creces la idea de mandarnos al viejo continente. Desde su vitrina a la entrada, oronda, de raigambre, con sus pescados y pulpos, sus ostras y camarones. ¡Sus boquerones en vinagre! Sin hablar ya de sus ostiones, su pecho de ternera, sus jamones de piernas frescas. Nadie ha pasado de largo por sus sabores. Carnes y pescados, vinos y licores. Uno se siente en una cofradía, en un monasterio, en un mazacote románico en busca del refrigerio. Un portento. Porque en realidad estos restaurantes, quiero decirle, querido amigo, han sido decorados con harto esmero: una mano sensible se nota detrás de ellos, y se entiende apenas al llegar que se quiere agasajarnos también por el lugar, que nos sintamos como en casa (o bien muy lejos de ella) al entregarnos a sus calderos. Sus encargados, claramente, son los últimos románticos, y han cuidado de plantar muy bien su mobiliario: sus mesas y sillas fuertes y cómodas pero nada ostentosas, más bien vernáculas, sencillas. Y es que ése es el estilo de estos lugares. Sitios para la conversación elegante, el devaneo con estilo, la bebedera con prosapia y abolengo.
¿Ha escuchado hablar del antiguo “Prendes” que estuvo en lo que ahora es el Palacio de Bellas Artes y luego se mudó a 16 de septiembre? Por ahí pasaron Madero, Huerta y dicen que hasta Zapata a caballo, Rivera y Siqueiros, Walt Disney y hasta Rodolfo Gaona, el gran torero. Sin mencionar a cualquier empresario e intelectual de la época, claro. Trotski y Octavio Paz, por citar sólo a algunos en su etapa final antes del 2002, año en que tuvo que cerrar.
¿O ha escuchado algo del “Cícero Centenario” o del “Círculo Vasco”? El primero ya murió, pero el segundo sigue vivo y es famoso desde 1934, año en que se fundó. La gente lo quiere por su bello inmueble y por su bufet de comida española, que es bueno además de ingente. ¡Eso sí que era contactarse con la historia más señera! Y por eso el plato fuerte no lo llevará “La Faena”, aunque muchos así lo quieran. Le diré acaso que se trata de un enorme salón en Venustiano Carranza número 49, entre Bolívar e Isabel La Católica, decorado con mampostería antigua, pinturas de gran formato sobre el campo bravo y toreros en el ruedo, escudos de algunos estados de la República y dioramas en donde maniquíes roídos por el polvo, destartalados, visten trajes de luces de Juan Belmonte, Curro Rivera o Luis Castro “El Soldado”, entre otros grandes. Es la ruina misma, acaso sostenida de una rocola y del trato de sus meseros, provenientes al parecer del pasado más lejano. Sí, es cierto, querido nuevo amigo, que está dotada de un magnetismo incontrolable. Es aún una suerte de basílica apocalíptica del capote, y quizá su decadencia sea una señal de que nada es para siempre, que ser romántico funciona para seguir enamorando a los espíritus cansados, nostálgicos. Difícil ensoñar ese palacio en su mejor momento, del placer pomposo, barroco, abierto a los amantes del mundo de la comida española, a los amantes del majestuoso Centro Histórico, que en su momento hicieron del lugar su catedral. Me imagino por ahí al “Manolete”, ¿por qué no? Junto con el bar “Mancera” ahora a un costado, conformaba un sólo edificio. Y por acá se juntaban en un trago lo mismo la gente de pipa y guante o la de toga y birrete, que la de la gran parranda y corazón ardiente.
Y es que para eso existe el gran plato al que me refería, querido amigo: el gran “Casino Español”. Su espacio, construido por Emilio González del Campo a principios del siglo pasado, es un genuino palacio de estilos muy variados, y en su patio central se muestran las banderas de México y España, motivación de nuestro recorrido gastronómico. Le va a gustar mucho. Es quizás uno de los lugares más bellos del Centro. Su “Salón de los Reyes” es una copia calcada de la sala que se encuentra en el Palacio Real de Madrid. La comida es igualmente señorial: tortillas de patatas, paellas, fideuás, con una de las cartas de vinos más ricas de la comarca a precios francamente accesibles. Sabe a pimentón, sabe a ajo, a cebolla y azafrán. Y sus postres son sencillos pero majestuosos: cremas catalanas, leches fritas, tartas y natillas que lo llevarán sobre un Rocinante imaginario directo a la tierra de Castilla. En fin, mi buen amigo, que apenas vamos calentando, y pretextos para comerse a España en México los hay para varias vidas. EP
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