El gusto en la alimentación es todo un carrusel. Uno de los “deportes extremos” en la parte alimentaria es la célebre “guajolota”, una torta rellena de tamal. Sus comedores habituales sustituyen cualquier otro desayuno por esa invención diabólica. También resulta una sorpresa y un ejemplo de sincretismo que una mujer en una construcción —quien se […]
Travesías: Uno y varios lugares
El gusto en la alimentación es todo un carrusel. Uno de los “deportes extremos” en la parte alimentaria es la célebre “guajolota”, una torta rellena de tamal. Sus comedores habituales sustituyen cualquier otro desayuno por esa invención diabólica. También resulta una sorpresa y un ejemplo de sincretismo que una mujer en una construcción —quien se […]
Texto de Andrés de Luna 17/03/17
El gusto en la alimentación es todo un carrusel. Uno de los “deportes extremos” en la parte alimentaria es la célebre “guajolota”, una torta rellena de tamal. Sus comedores habituales sustituyen cualquier otro desayuno por esa invención diabólica. También resulta una sorpresa y un ejemplo de sincretismo que una mujer en una construcción —quien se hacía llamar “auxiliar de albañil”— comiera con deleite enormes tacos de espagueti. En el extranjero se dan por igual hechos semejantes: en Arizona se vende el “Taco navajo”, una preparación enorme de comida rápida en tortilla de harina con una mezcla que es una especie de purgante: jamón, zanahoria, queso amarillo, mostaza, mayonesa, algo que parece mermelada, pescado y quién sabe cuántas cosas más.
En el futuro se podrán comer tacos de pizza. Una cosa es cierta, una economía lastimada determina que el paladar se convierta en algo tan maleable que hasta las piedras sean apetecibles. Algunas tribus en África comen gusanos recién sacados de la tierra, y moradores del Amazonas consideran a las tarántulas gigantes un manjar, de las que también se comen las heces, como para que tengan más saborcito. El biólogo Faustino Cordón decía que “cocinar hizo al hombre”.
Siempre me dan pena todos esos trabajadores, muchos de ellos con corbata, que se alimentan de tacos grasosos preparados con un aceite que ha hervido una y mil veces —además, el aroma que desprenden esas vísceras o carnes provoca repulsión por su clara fetidez. Las sorpresas llegan por doquier: en Cuenca, Ecuador, uno de los platillos favoritos son las “papas con cuero” que a simple vista ya cuestan trabajo, y que al probarlas, la sensación va de lo difícil o a lo imposible. Grasosas y sin el menor mérito culinario, son, sin metáforas, una flecha al corazón. Esto al igual que las cabezas de pescado que probé en un restaurante de Hong Kong. Se debe probar sin prejuicios, o al menos ésa es la idea, pero de pronto se está ante algo que hiere el paladar, con todo lo subjetivo que pueda resultar el asunto. Al menos en ese sitio de nombre olvidable, las cabezas de pescado en salsa de mariscos eran lamentables.
Es probable que algunos consideren repulsivos a los escamoles, los gusanos de maguey o los chapulines, noción que se esfuma al momento de probar esos huevos de hormiga fritos en mantequilla que de tan buena forma sirven en El Cardenal, o esas larvas que aparecen en la base de los magueyes y que fritas y en tortilla recién hecha son en verdad deliciosas, además de los chapulines que prepara Roberto Aschentrupp con su receta secreta y que son un delirio al tomatillo verde. Sin duda, el paladar puede remitirse al conservadurismo o puede envolver al comensal en una fiesta de sabores. Dicho esto sin pretender que cada alimento sea delicioso sin más; en esto las variedades y las calidades son esenciales.
¿En dónde ha quedado el paladar? Pregunto sin ánimos de emular a la reina María Antonieta cuando una de sus ayudantes de cámara le dijo: “En París los pobres se han quedado sin pan”, a lo que la reina exclamó: “¡Entonces que coman pastelillos!”.
Deben considerarse también los chascos que producen los antojos fallidos. En sus Memorias de cocina y bodega, Alfonso Reyes recuerda su paso por Uruapan, Michoacán, sitio en el que quiso probar las delicias del café: “Allí me dieron a beber un frío y negro extracto de cucaracha, viejo y torcido de varios días, en una botella mal tapada con un taco de papel periódico, y me pusieron al lado —¡abominación de la abominación!— una jarrita de agua caliente para que graduara a mi gusto el ponzoñoso brebaje”.
Una decepción de mayores consecuencias es la que narra Michel Tournier en Los reyes magos. Taor de Mangalore, el cuarto dignatario, según el texto del autor galo, es un goloso empedernido. Él va en busca de los dulces llamados rahat likut. Recorre cientos y miles de kilómetros con tal de volver a probar ese manjar cuyo componente principal es el pistache. De pronto llega al Mar Muerto. La reacción de los elefantes que lo transportan es de desconcierto ante esa masa de agua ultrasalina. El hombre buscaba los placeres del dulce y lo que encuentra es la sal. Por sus afanes superfluos habrá de quedar atrapado y esclavizado en esas latitudes.
Ahora bien, el problema radica en que la clase media nacional se preocupa por tener tenis de marca, celular con internet y lavadora en tanto que sus hábitos alimenticios han caído por el abismo de la chatarra. ¿Qué decir del vino que se sirve en las reuniones sociales? Por regla general es un caldo de medianías insalvables y, sin embargo, todo mundo lo paladea como si fuera un Chateau Haut-Brion sólo porque es gratis. Lo mejor sería probarlo y regresar la copa de inmediato. ¿Para qué beber algo que repugna?
De igual manera es raro encontrar que una persona regrese una comida que encuentra salada o con una preparación deficiente, pues al calor de la plática todos los platillos se convierten en dignos de un festín. Nunca faltan “los vivos” que disfrazan una carne o un ave apenas descongelada, endurecida o sobrecocida con abundante salsa. El problema es constante y pareciera que son muchos los habitantes que se han quedado sin paladar.
Por otro lado, un elemento nada desdeñable es la higiene. Hace algunos años, en El Cairo, mientras esperaba un transporte, vi un local —que no era un puesto callejero— en el que preparaban unos bocadillos. El tipo que se encargaba de ello lo hacía con manifiesta habilidad. Todo iba bien, sólo que una inspección un poco más detallada reveló que el tipo goteaba mugre de las manos; sus antebrazos estaban cubiertos por una capa oscura que escurría. Fue tan fuerte la sensación de asco que lo mejor fue retirar la mirada.
¿Quién ha visto la llegada de los panes a una tortería? Por lo regular los traen en canastas con la mínima protección de un plástico sucio que, al retirarlo, se deja en el piso. Y si alguna de las teleras llega a caer al suelo, la devuelven a su sitio. Lo indispensable a la hora de probar algo es estar atento a los alimentos, pues de otra forma nos pueden dar basura y nosotros quedarnos tan satisfechos como si se tratara de algo excepcional. ~
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ANDRÉS DE LUNA es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), Fascinación y vértigo: La pintura de Arturo Rivera (2011) y Los rituales del deseo (2013). Su publicación más reciente es Cincuenta años de Shinzaburo Takeda en México (2015).