Esta es la columna de Mario Bellatin, cuya novela Salón de belleza fue considerado, en 2007, fue considerada, en 2007, uno de los mejores cien libros en lengua castellana de los últimos 25 años.
Ataúdes adaptados
Esta es la columna de Mario Bellatin, cuya novela Salón de belleza fue considerado, en 2007, fue considerada, en 2007, uno de los mejores cien libros en lengua castellana de los últimos 25 años.
Texto de Mario Bellatin 11/06/20
Textos transcritos de una Underwood portátil de 1915
Ciudad de México, 30 de abril 2017
Parece ser cierto. Una verdad irrefutable que nadie está dispuesto a oír Palabra Sagrada alguna. Ni siquiera recordar hechos recientes. A las guerras, los genocidios, asesinatos, desapariciones forzadas, carteles colocados en los muros de cualquier ciudad. Pestes. Debacles. Fenómenos naturales. Matanzas durante la celebración de fiestas patronales. En aquella ocasión, como advertí, como escuché mientras trataba de revivir con té al perico macareño, mañana en la que me informaban que los hijos de los festejantes habían sido también inmolados junto a sus padres. Yo no deseaba que el escritor con el que me había citado notara que, mientras escuchaba los horrores de la tarde anterior, estaba tratando por todos los medios de darle algo de vida al perico macareño debajo de la mesa. Parecía responder al tratamiento del té. Ya daba señales de vida. No era el mismo pájaro inerte que había hallado esa mañana. Kawabata había tenido razón cuando uno de sus personajes daba la receta de lo que debía hacerse para salvar a los pájaros moribundos. Lástima que la cura sólo tuvo dos días más de duración. Si bien es cierto que el perico macareño regresó ese día al cuarto casi repuesto del todo, el clima adverso de la ciudad proseguía y acabó matándolo dos días después. Sobrevivió cerca de cuarenta y ocho horas a las víctimas de la matanza que tenía tan alterado al venerable escritor que me había dado cita esa mañana. Un encuentro que había sido pactado antes de que se supiera de matanza alguna. Estaba seguro de que el escritor hubiera preferido no encontrarse conmigo esa mañana, pero se trataba de una época en la que las formas de comunicación rápida eran inexistentes —recuerdo los orígenes de los años noventa—. No contábamos siquiera, ninguno de los dos, con un teléfono fijo donde recibir recado alguno. La reunión había sido pactada algunas semanas antes de manera presencial. Creo que fue poco después de las exequias de su esposa masacrada por los ataques aéreos a los que fue sometida la isla donde se encontraban los acusados de subversión. Los subversivos que jamás se arrepintieron, quienes mientras eran bombardeados, exterminados, como si de una peste se tratara, los apestados sociales con los que nos cruzamos de manera cotidiana, pero esa vez recluidos en una isla de confinamiento, continuaban gritando que habían tenido razón al cometer sus crímenes. Un delito que iba a ser capaz de saldar los cientos de delitos cometidos en la Historia. Seguían justificando el asesinato de decenas, centenas, miles de campesinos que tuvieron que pagar con la masacre de sus cuerpos la inamovible consigna que los llevaba a actuar con la conocida estrategia del campo a la ciudad. La única víctima tangible, el único muerto que hube de enterrar por mis propios medios, el único apestado, tanto por el horrendo clima como por estar infestado de incontables piojos propios de las aves, fue el perico macareño. Ave que nunca debió haber sido retirada, hurtada, desaparecida, asesinada, muerta, torturada en vida y muerte, de la selva ecuatorial de donde era originaria.
23 de junio 2029 “Salga de inmediato de esta oficina, del gabinete del doctor, de este gran investigador, sabio, que tiene tanto trabajo como para perder el tiempo en un inmigrante que no es víctima del mal”. Fueron las palabras de la asistente del científico Olaf Zumfelde, de la Universidad de Münster. “Si supiera la cantidad de desvergonzados, de personas que han perdido algún miembro del cuerpo por un accidente cualquiera que pretenden hacerse pasar por víctimas del mal en busca de una retribución económica”, prosiguió. “Es lo único que parece importarles. No el aspecto deformado que presentan. Esos cuerpos encorvados, inflados como los de un pingüino. Mostrando unas aletitas en lugar de brazos. O desplazándose como enanos de la corte con una suerte de muñones que los sostienen sobre las rodillas. Únicamente les interesa el dinero”. Bueno, les interesaba, pues Olaf Zumfelde fue el primero en descubrir algo que la opinión pública desconoce hasta el día de hoy. Que el mal no únicamente produjo esa clase de niños monstruo cuyas fotografías en su momento dieron la vuelta al mundo, sino que, como en otros síndromes, el mongolismo, por ejemplo, la expectativa de vida fue muy corta. A lo máximo la mayoría alcanzó los veinte años de edad. Por eso aquellos con derecho a una indemnización, como se sentenció públicamente en los años sesenta, en el juicio que se entabló contra los laboratorios Grünewald, debían estar ya casi todos muertos. Enterrados en los ataúdes adaptados seguramente de manera especial para cada una de las malformaciones presentadas. EP