De 2017 a 2018 cubrí centros de detención para migrantes en Estados Unidos para la revista The New Yorker. Era parte de mis labores como asistente de investigación del decano de la escuela de periodismo en la Universidad de Columbia. La intención era entender el entramado institucional que permitía que algunos migrantes indocumentados fueran víctimas de violaciones sexuales, negligencia médica o que murieran en estos centros gubernamentales administrados por contratistas privados. Esos meses de investigación, entrevistas con migrantes y activistas y viajes a centros de detención, me causaron estragos emocionales importantes, mismos que intenté desahogar y resolver en esta serie de tres ensayos reporteados sobre las políticas migratorias en Estados Unidos bajo la administración xenófoba de Donald J. Trump. Este es uno de ellos y es acerca del Centro de Procesamiento de ICE ubicado en Jena, Luisiana.
Un taxista llamado Gabriel
De 2017 a 2018 cubrí centros de detención para migrantes en Estados Unidos para la revista The New Yorker. Era parte de mis labores como asistente de investigación del decano de la escuela de periodismo en la Universidad de Columbia. La intención era entender el entramado institucional que permitía que algunos migrantes indocumentados fueran víctimas de violaciones sexuales, negligencia médica o que murieran en estos centros gubernamentales administrados por contratistas privados. Esos meses de investigación, entrevistas con migrantes y activistas y viajes a centros de detención, me causaron estragos emocionales importantes, mismos que intenté desahogar y resolver en esta serie de tres ensayos reporteados sobre las políticas migratorias en Estados Unidos bajo la administración xenófoba de Donald J. Trump. Este es uno de ellos y es acerca del Centro de Procesamiento de ICE ubicado en Jena, Luisiana.
Texto de Alejandra Ibarra Chaoul 27/05/20
Para Gabe, por alentarme a seguir intentando.
El pueblo de Jena, en Luisiana, no tiene parada de camión ni estación de tren. Tampoco tiene aeropuerto ni helipuerto. Jena no tiene costa, entonces sobra decir que no cuenta con muelles. Hay, en otras palabras, una única manera de llegar a Jena: por coche. Pero esta única manera se multiplica en tres mini-maneras. Se puede llegar en coche privado, se puede llegar en taxi, o si eres un pobre infeliz migrante indocumentado, puedes llegar esposado por medio del transporte del Departamento de Seguridad Nacional.
Yo llego en taxi.
Si googleas Jena encuentras de inmediato un par, tal vez el único, de sus datos curiosos. El pueblo de menos de cuatro mil habitantes obtuvo su nombre como homenaje a la batalla de Jena-Auerstedt, un siglo después de que Napoleón la ganara, en 1806, en Alemania. Lo siguiente que Wikipedia ofrece es que el pueblo alcanzó notoriedad nacional en 2006 a partir del caso conocido como The Jena Six (Los seis de Jena).
Cuando le digo a uno de mis amigos en un bar de Nueva York que voy a ir a Jena, en Luisiana, él me pregunta si es el mismo de Los seis… “Sí”, le contesto, “ya sé”. Ya sé que es el pueblo donde seis menores de edad fueron sentenciados por agresión con agravantes y enviados a la cárcel por golpear a otro estudiante de su preparatoria. “Y sí”, me adelanto antes de que diga nada, “ya sé que fue un caso de abierto racismo”. Porque el estudiante golpeado, un chico blanco, había organizado, entre otras cosas, que colgaran dogales de los árboles afuera de la escuela. De esos mismos dogales que habían usado —años antes— los blancos (como él) para colgar y linchar a los afroamericanos (como los chicos que lo golpearon).
“¿Y por eso vas a Jena?”, me pregunta mi amigo, que en realidad ni es mi amigo porque no lo volveré a ver. “No”, le contesto, “voy por una razón que todavía no cobra factura en la idiosincrasia y psique estadounidenses para llegar a las noticias, mucho menos a los libros de historia. Voy porque Jena es el pueblo donde está instalado uno de los centros de detención para migrantes indocumentados que es administrado por contratistas privados”. “Ah”, me contesta. Nos tomamos la cerveza.
Lo curioso es que el caso que me lleva a Jena no es el mismo de Los seis…, pero la cárcel sí es la misma a donde los mandaron. Me lo cuenta una de las abogadas que entrevisto por teléfono para preparar mi visita. No sólo es la misma cárcel, sino que es múltiplemente infame. Resulta que, antes de ser centro de detención, fue una prisión juvenil y en 2007 cerró después de que demandaran a los contratistas por golpear y maltratar a los convictos y por abusar de las convictas. Todos menores de edad. No sólo la cárcel es la misma, sino que también es la misma compañía privada que administraba el centro de adaptación juvenil. Y ahora es dueña del centro de detención que alberga 1,160 migrantes indocumentados. Qué circular e injusta es la vida para unos. Y qué prolifera y corta de memoria es para otros.
A mi jefe le digo que me quiero ir de avanzada a reportear, porque ya sé que él está muy ocupado. “Ve”, me dice intuyendo que mi sed de curiosidad es insaciable. Pero le preocupa que no tenga licencia de conducir. “No importa”, le explico, si parte de la historia es averiguar cómo llega la gente como yo, la que no tiene coche ni licencia para rentar uno. “Ve”, me dice, “pero cuídate”.
A Luisiana llego por avión. Me toca resolver cómo llegar de Nueva Orleans a Jena para entrar a ver las condiciones del centro de detención. No tardo mucho en encontrar que hay un Greyhound que lleva de Nueva Orleans a la ciudad más cercana con estación de autobús a Jena, un lugar llamado Alexandria, a 50 minutos en coche. El Greyhound hace cinco horas y media de camino con tres paradas. Compro un boleto redondo, sin saber cómo llegaré de Alexandria a Jena, o de regreso.
Una de mis fuentes, un abogado excéntrico y generoso, me recomienda un servicio de taxi. “Anota el número”, me explica por teléfono, “y dile que vienes al centro de detención; sólo acepta efectivo y cobra 120 dólares”. Le hablo a la persona en cuestión y promete recogerme en la estación de camiones de Alexandria al día siguiente a las cuatro de la tarde. “Trae efectivo”, me dice. Resulta que el taxista se conoce la ruta porque es el único que habla español y, a veces, lleva a los pocos familiares aventureros que hacen el viaje hasta Jena, o a los migrantes que dejan salir y se encuentran varados, de repente, en medio de la nada en un pueblucho de cuatro mil habitantes en el bosque de Luisiana.
En mi camión vamos lo que sólo puede clasificarse como un grupo variopinto. La salida del autobús en Nueva Orleans se atrasa porque no sirven los frenos del vehículo. Esperamos pacientes, las mamás adolescentes con bebés en brazos que juegan con iPads a todo volumen. El hombre rubio con rastas que, en vez de camisa, usa tatuajes bajo su sobretodo de mezclilla y lleva en una mano una guitarra, en la otra la correa de su perro, y en la cara una mirada perdida. Por último, el viejo con aliento aguardentoso que se jacta de tener varias novias simultáneas y a todas mantenerlas a raya.
Finalmente partimos y hacemos tres paradas en el camino. Paradas en medio de la nada después de transitar caminos entre verde pantanoso donde los únicos testigos son árboles viejos, cansados. Árboles encorvados y tristes que arrastran las hojas de sus ramas por el piso, cargadas con el peso de las injusticias que han presenciado en esas tierras durante décadas, por siglos.
El camión llega a Alexandria a las 5:30 de la tarde y mi taxista no está.
La conductora estaciona el autobús en un lote bardeado a la derecha por un autolavado y, a la izquierda, por una lavandería. Un letrero desgastado y roto, en un espectacular rectangular sobre un poste gris, señala Car–Ash. Así que la ambientación de las películas donde salen pueblos o suburbios gringos en los años cincuenta están inspiradas en la realidad. O en alguna versión de la realidad que en Alexandria, al menos, ha quedado congelada en el tiempo.
La lavandería es enorme, filas y filas de lavadoras de un azul pastel deslavado ocupan el local. Las paredes son espejos que hacen ver el lugar aún más grande de lo que realmente es. Parece un laberinto infinito de aspiraciones: la idea de poder limpiar la ropa que se va a ensuciar otra vez al día siguiente, la ilusión de no estar en el medio de la nada donde realmente se está, la sensación de bonanza y progreso tecnológico en un negocio cayéndose a pedazos.
Niños corren de un extremo al otro persiguiendo moscas confundidas que rebotan en los vidrios de las lavadoras donde se estrella el jabón y el encaje de la ropa interior. Moscas confundidas con el reflejo de tantos espejos, tantos vidrios, y tan poca escapatoria. Los niños las persiguen, incapaces de atraparlas, aunque las moscas están entorpecidas, mientras sus madres esperan pacientes a que la lavadora o secadora en cuestión termine su ciclo.
En el extremo izquierdo del local, detrás de un mostrador de madera ocupado por una caja registradora y dos teléfonos inalámbricos, el gerente de los negocios explica los horarios de los camiones Greyhound que llegan y salen de Alexandria en los siguientes dos días.
Me acerco a hablar con él, con mi maleta de rueditas, entre miradas inquisidoras. “Me iba a recoger un taxi”, le explico. “Pero…”, me interrumpe con su sonrisa chimuela y un brillo en la calva que lo hacen ver no decrépito, sino entrañable. “Te dejó plantada”. Le sonrío al anciano adivino: “Sí.” “Te puedo pedir otro taxi. ¿A dónde vas?” “A Jena”, le digo. “Sí sabes que está a 50 minutos, ¿no?” “Sí…” “¿Vas a la cárcel?” “Ajá.” “Bueno, le hablo al taxi y que venga por ti”.
El viejo usa su teléfono inalámbrico negro con una antenita pequeña en la parte superior para hacer la llamada. En vez de buscar el teléfono en internet, lo consulta de un pedazo de papel en su escritorio. Pienso que hacía años no veía un teléfono inalámbrico. Me recuerda al primero que compraron mis papás en nuestra casa de Tlalpan cuando eran la novedad tecnológica más impresionante. Ahora parece tan obsoleto.
“Te cobra 80”, me dice el viejo con su tonsura reluciente. Le doy las gracias por su ayuda y por ahorrarme 40 dólares (aunque eso él no lo sabe) y salgo a la banqueta a esperar el taxi. Me siento junto a mi maletita de ruedas dejando que el sol me aplaste y que el sudor me recorra en gotas gordas por toda la cara.
Cuando el taxi llega no lo reconozco. Es una Voyager gris modelo 2014 con un hombre obeso al volante y una anciana chimuela en el asiento de copiloto. El conductor entra a la lavandería a hablar con el gerente. Adentro, los niños se han agotado y, rendidos, esperan sentados con las moscas en el rostro. El gerente me señala.
El conductor sale, se para enfrente de mí y extiende la mano. “Gabe”, me dice, “de Jiffy Cab”. “Mucho gusto”, respondo ofreciéndole mi mano a cambio mientras digo mi nombre.
Si las pláticas corteses para llenar espacios incómodos y pasar más rápido el tiempo estancado son siempre incómodas, ésta alcanza un siguiente nivel. En el taxi, la copilota callada me ve medio enojada por el espejo retrovisor. Se llama Miss Rita, o así me la presenta Gabe. Una señora vieja, viejísima. Tiene muy pocos dientes. Entre los que le quedan acomoda el popote de su vaso extra grande de refresco y toma en silencio un líquido espeso de soda rosa viscosa y burbujeante.
Para pasar la hora que vamos a estar juntos en la Voyager gris, Gabe me empieza a hacer preguntas. Que de dónde soy. “De México”, le digo dudosa. Luisana es, después de todo, un estado históricamente racista y además republicano que había votado abrumadoramente por Trump en 2016. “Ah”, parece de repente que todo hace sentido en la mente de Gabe. “Por eso vas a la cárcel”, me dice. Pues sí y no, pienso, pero no digo nada. “Vas a visitar a un familiar”, añade.
“¿Cómo es México?”, pregunta Gabe curioso. “México…”, digo, y me detengo a pensar. Depende. Pienso. Depende mucho de donde vayas. Depende quién seas. En algunos lugares hay campos donde, en vez de plantas, sembraron restos de huesos humanos. Y cada temporada cosechan terror. En otros lados hay casas detrás de rejas donde vive gente con mentes dentro de cajas con rejas. Celebran la cantidad de dinero que tienen demostrando cuánto dinero pueden gastar. No. No puedo decir eso.
Rápidamente hago uso de mi respuesta prefabricada que le doy a los extranjeros. “Uy…”, le digo, “¿por dónde empiezo? Hay comida riquísima. Depende de la región donde vayas, hay decenas de platos típicos. Hay sitios históricos, arquitectura colonial, zonas arqueológicas prehispánicas. Restaurantes de primera, bares a la moda.”
“¿Y es seguro?”, inquiere Gabe. Las preguntas indicadas, pienso. Seguro… Pues hay policías. Hay policías de la mente, que te tratan de poner en cajas donde quepas. Que tratan de amoldar y aprisionar tus ideas hasta que tus sueños salgan con forma de molde: Casarte (en una fiesta que salga en revista de sociedad), tener hijos (de preferencia güeros), tener dinero. Tener una casa grande. Tener un buen coche. Tener más dinero y usarlo para ostentar cuánto dinero tienes. Hay otros policías también, que no son de la mente, ni del Estado. Son del municipio y a veces también son del narco. Ellos no aprisionan ideas. Ellos hacen trucos de magia: desaparecen personas. Y, si no tienen cuidado, los desaparecen luego a ellos también. En México la magia es bien democrática, porque cualquiera puede desaparecer y nadie lo paga. Pero tampoco le digo eso.
“Algunos lugares sí”, explico. “Pero hay otros que son más peligrosos”, atino a decirle.
Gabe quiere saber de qué estado soy. “De la Ciudad de México”, le contesto haciendo un esfuerzo por no decir del Distrito Federal. Cuando me fui, la capital todavía era un distrito. “No, que de qué estado”, me dice enfatizando la palabra state como si fuera sorda, o tonta. “La ciudad es el estado”, le digo. Parece insatisfecho, pero lo supera pronto.
“¿Y cuánta gente vive en el Estado de México?”, quiere saber. “Bueno”, le digo, “el Estado de México es otro. Pero en la Ciudad de México y su zona metropolitana, casi 22 millones”, le explico. “¿Qué?”. Se ve molesto. Como cuando mi hermana me explicaba cómo sacar la raíz cuadrada de un número en secundaria y por frustración, yo le gritaba. “Que casi 22 millones”, le digo canalizando la paciencia de mi hermana, la que yo nunca tuve. “En Luisiana sólo somos 4.6 millones”, agrega.
Saca su celular. Con una mano en el volante, y los dos ojos en la calculadora de su teléfono, el hombre maneja la Voyager que avanza por un camino local rodeado de nada.
“¿Ósea que la Ciudad de México tiene cuatro veces más habitantes que Luisiana?”
“Pues sí”.
“La Ciudad de México —Mexico, unbelievable!— es cuatro veces mejor que Luisiana”.
“¿Por qué mejor?”, le pregunto en parte porque quiero saber y en parte porque Gabe está claramente afectado, empieza a transpirar. “Mira cuánto espacio hay acá. Allá hasta las montañas tienen casas”, pruebo como herramienta didáctica. “Luisiana tiene… déjame checar, 51 mil millas cuadradas.”
“¿Y la Ciudad de México?”
“¡Quinientas setenta y tres! O sea que somos diez veces más grandes en territorio, pero tenemos un cuarto de la población.”
“Exacto. Mira todo este espacio. El cielo. Los árboles. Yo aquí me siento liberada.”
“¡Ah!” Algo se enciende en la mente de Gabe. Relaja la mirada. Baja los hombros crispados que se habían alzado en guardia. “Es lo que dicen en las noticias todo el día…”, medita en voz alta. “Así que eso es lo que significa ser liberal”, concluye.
La cárcel está entre árboles enormes y coches estacionados a lo alto de una colina escondida entre bosque y neblina. De no ser porque Gabe ya había estado una vez ahí, tal vez no la hubiéramos encontrado.
“¿Estás segura que te quedas aquí?”, me pregunta. Porque, después de encontrar puntos de comparación entre nuestras tierras e identificarnos como humanos igual de perdidos, igual de tristes, igual de lejos de estar tranquilos, Gabe se ha vuelto un poco protector.
“Segura”.
“Si quieres paso por ti mañana”.
Después de bajar mi maletita de ruedas y cerrar la puerta corrediza en un apuro, regresa a la camioneta gris. Al cobijo de los sorbidos rosas de Miss Rita. Me deja sola. Más sola lo que estaba antes de subirme a la Voyager. Me deja en el estacionamiento de una cárcel en el bosque con una tarjeta amarilla en la mano que lee Jiffy Cab.
Enfrente de mí hay una doble barda alambrada que resguarda un complejo de dos edificios que encierra a personas de todo el mundo: mexicanos, haitianos, jamaiquinos, iraquíes, camboyanos. Adentro voy a conocer a un hombre que huyó de Haití y viajó por todo el continente americano buscando cobijo. También voy a conocer a un iraquí que traicionó a su gobierno durante la guerra del desierto en los años noventa a cambio de papeles migratorios para estar en Estados Unidos. Voy a hablar con ellos y escuchar sus historias, detalles inconexos que avientan como confeti, anécdotas nuevas y viejas que me extienden como ofrendas.
Voy a conocer a dos hombres, uno de medio oriente y otro del caribe, ansiosos, con piernas temblorosas. Manos en puños. Sentados. Voy a conocer a dos detenidos, uno alto, blanco, narigón, cano, enojado y barbón, y otro pequeño pequeñísimo, menudo, negro, asustado y lampiño. Voy a conocer lo que quedaba de esos hombres, porque esos hombres ya no serán hombres, sino los restos de los hombres que han sido. Será una especie de rompecabezas a tercera dimensión reconstruido sólo para este encuentro que me daría la sensación de que, una vez que yo me fuera, ellos se volverían a desintegrar en miles de piececitas. En cuanto diera media vuelta, no habría testigo para verlos derrumbarse como se desploma un dominó. De la punta de la cabeza a los dedos del pie… como una cascada de cachitos de hombre.
Pero esto todavía no lo sé. Estoy parada en el estacionamiento del centro de detención con mi maleta y una tarjeta con el número del taxi en la otra. Enfrente de mí hay una doble barda alambrada que resguarda un complejo de dos edificios que encierra a personas de todo el mundo: mexicanos, haitianos, jamaiquinos, iraquíes, camboyanos.
Todos en jaulas de concreto administradas por contratistas privados que generan sus millones en la tierra del capitalismo rapaz, a costa de la libertad de aquellos que han osado aspirar al sueño americano cuando Estados Unidos está empezando a olvidar que otros migrantes, en otra época, de otro color de tez y huyendo de otras violencias, fundaron este país con su propia versión del sueño americano.
Empieza a llover. EP
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