Nómadas forzados: soñar con una vivienda entre despojos y desalojos

En este reportaje, Violeta Santiago expone la situación de vivienda en el centro de la Ciudad de México, así como la importancia de hablar de despojo y desalojo en una paradoja capitalista.

Texto de 06/06/22

En este reportaje, Violeta Santiago expone la situación de vivienda en el centro de la Ciudad de México, así como la importancia de hablar de despojo y desalojo en una paradoja capitalista.

Tiempo de lectura: 8 minutos

“Cuando sacan mi cama, mis muebles más grandes, dije: ya perdí mi depa”. El periodista Carlos Acuña recrea por milésima vez la historia de su desalojo del Edificio Trevi, un bloque marrón de cinco pisos frente a la Alameda, que formaba parte de la historia de la Ciudad de México y que ahora aspira a convertirse en un hotel boutique y un coworking.

El reguero de muebles, bancos, trastos y un colchón fueron la materialización de encontrarse sin hogar de un día para otro, aún cuando el desalojo ya se vaticinaba próximo: Acuña recuerda que la idea le rondó la cabeza cuando, un año antes, a mediados de 2018, se enteró de que un hotel cercano cobraba más por una noche que lo que él pagaba al mes por su apartamento.

A los inquilinos les llegaron las primeras notificaciones de demanda para sacarlos del edificio casi al mismo tiempo cuando en plena campaña por la jefatura de la Ciudad de México, la entonces candidata por Morena, Claudia Sheinbaum, firmaba un acuerdo “por el derecho a la Ciudad” en la Plaza de la Solidaridad, a espaldas del Trevi.

Tras un año de contestar demandas, de aprender términos legales, de resistir y organizarse —de estrés y cansancio emocional—, la institución bancaria que peleaba por el edificio aprovechó un hueco legal y Carlos vio cómo sus cosas abandonaban aquel departamento.

—¿Qué hiciste cuando viste tus cosas en la calle?

—Hice una fiesta —responde. No detecto sarcasmo en sus palabras—. Una fiesta de desalojo —aclara y explica—: si me quitaron mi casa, ahora tomamos la calle.

“…el baile popular se transformó en una forma de llevar el duelo de perder repentinamente aquello que uno llama hogar.”

Así, el baile popular se transformó en una forma de llevar el duelo de perder repentinamente aquello que uno llama hogar.

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Lo primero que aclara Maria Silvia Emanuelli, coordinadora de la Oficina para América Latina de la Coalición Internacional para el Hábitat, es que hay diferencias sustanciales entre despojo y desalojo.

Despojo, explica, es cuando una persona le quita una tierra o una vivienda a otra persona, casi siempre de forma ilegal —y, muchas veces, con violencia—, por lo que constituye un delito. El desalojo, en cambio, suele ser un procedimiento civil que se realiza ante un juez para obligar a personas o familias enteras a salirse de un lugar, aunque no quieran hacerlo.

Las situaciones más comunes de desalojo suceden cuando, por ejemplo, el dueño de un inmueble fallece y las personas que pasan a administrar el sitio deciden vender el lugar, sin importar las personas que ahí habitan. También pasa cuando las rentas se incrementan tanto que los inquilinos ya no pueden cubrirlas y son desalojados. Silvia Emanuelli también considera como un desalojo las expropiaciones por megaproyectos del Estado.

Ambas formas no son recientes ni exclusivas de la Ciudad de México. Basta con echar un ojo a cualquier Gaceta Oficial. En la del Estado de México, por ejemplo, el 9 de diciembre de 1970, se publicó la expropiación de más de 4,000 hectáreas de tierras de 12 ejidos de Naucalpan, Tlalnepantla, Tultitlán, El Oro y Cuautitlán para la creación de zonas industriales y habitacionales. Los ejidatarios no pudieron oponerse. En algunos casos, el pago por hectárea es de unos 10 mil pesos, es decir casi un peso por metro cuadrado.

“Sea despojo o desalojo, ambos procesos implican una cosa muy clara: perder el lugar que se habita”.

Sea despojo o desalojo, ambos procesos implican una cosa muy clara: perder el lugar que se habita. Y esto no es poco cuando hay una coincidencia en conceptualizar el territorio como la suma de las relaciones sociales, no sólo el espacio físico.

Por eso, explica el periodista Carlos Acuña que después de su desalojo se aferró a quedarse en el centro, aunque todo el proceso le dejó “traumas emocionales fuertes”.

Esta es una de las principales preocupaciones de Silvia Emanuelli, de la Coalición Internacional para el Hábitat. Dice que desde las primeras notificaciones, el mismo proceso y hasta la consumación del desalojo se atraviesan muchas situaciones estresantes que pueden dañar la salud emocional de las personas desalojadas.

Como no siempre se notifica claramente, el desalojo puede ser una sorpresa desagradable. A veces se ejecutan de madrugada, con exceso de violencia. Los muebles se arrojan por las ventanas, los objetos familiares y personales se tiran sin cuidado alguno hacia la calle. “Haya sentencia o no, se realizan al margen de la ley y conlleva a todo un tema psicológico”, insiste Silvia.

En 2018 fue muy sonado en Veracruz el caso de Luz María González, una mujer de 87 años a la que su hijo y su nieta intentaron desalojar de su vivienda durante la noche. Casi un año y medio después, una vez que ganaron el juicio, se consumó el desalojo. En silla de ruedas, María, ya de 89 años, vio cómo una veintena de policías estatales resguardaban el camión blanco donde depositaron sus cosas. Gracias a la crisis nerviosa, terminó hospitalizada.

A pesar de que estos procesos son bastante traumáticos y más comunes de lo que podemos pensar, sobre todo en la Ciudad de México, en realidad no hay cifras claras, denuncia Emanuelli.

La oficina que coordina Emanuelli ha llegado a contabilizar hasta 3 mil casos en un año en la capital del país, pero esos serían únicamente aquellos que pasaron ante un juez. Otros desalojos se realizan con guardias privados, cargadores o por presiones hasta de criminales. Y esos no se contabilizan. “Este número no existe, tenemos que cruzar información”, se lamenta.

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Los desalojos, en buena parte de los casos, tienen un trasfondo económico. El objetivo suele ser obtener inmuebles o terrenos por los cuales hay un interés empresarial, como ocurrió con el edificio Trevi. 

Sin embargo, hay un factor de clase que hace la experiencia distinta. Silvia Emanuelli explica que “quienes son clase media alta normalmente no llegan a un desalojo violento” porque tienen los medios para que un abogado emprenda la defensa y avise desde todos los movimientos hasta tener una notificación con, al menos, el tiempo suficiente para encontrar otro lugar.

“Y es que el problema de un desalojo en sí no es hallar un nuevo lugar, sino poder costearlo, sobre todo en lugares como la Ciudad de México, en donde una quinta parte del ingreso se destina para pagar una vivienda”.

Y es que el problema de un desalojo en sí no es hallar un nuevo lugar, sino poder costearlo, sobre todo en lugares como la Ciudad de México, en donde una quinta parte del ingreso se destina para pagar una vivienda. De hecho, en la capital, las personas de menores ingresos son quienes más rentan: el 37% de los hogares con el ingreso más bajo, paga renta; en contraste con el 17% de las personas de ingresos más altos que no lo hace.

Cuando Acuña fue desalojado del Trevi, buscó otro departamento céntrico solo para admitir que jamás volvería a encontrar un espacio con las mismas características (80 metros cuadrados, bien ubicado) por menos de 7 mil pesos. A unas calles encontró un lugar por 12 mil pesos “que fue lo más barato”, más chico y con un problema muy grave: un riesgo de colapso inminente que en cualquier temblor se llevará la fachada.

El periodista también acepta que hay cierto privilegio en ello. Recuerda a sus antiguos vecinos y vecinas con diversas ocupaciones como artistas, una enfermera, trabajadoras del hogar o afanadoras. Grupos para los que una vivienda digna ahora es una búsqueda imposible en el centro de la ciudad. 

Emanuelli hace hincapié en esta parte. Algunas de las personas más vulnerables son aquellas que pierden su trabajo —algo que sucedió mucho durante la pandemia por Covid-19—, mujeres que viven solas, personas indígenas y adultas mayores. De hecho, en una encuesta elaborada por la Coalición Internacional para el Hábitat a 597 personas, el 62.8% dijo que había enfrentado problemas para pagar el alquiler. 

—¿Y qué pasa con estas personas cuando son desalojadas? —pregunto a Silvia, esperando la temida respuesta.

—Terminan con sus cosas en la calle.

Cuando hay redes de apoyo, a veces logran irse con alguna amistad o un familiar. En otros casos, se recurre a albergues, aunque a un mes de iniciada la pandemia los albergues de la capital se saturaron. En los peores, perder el techo es perder todo y se convierten en personas en situación de calle o habitan edificios abandonados, en riesgo.

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Así como no hay cifras oficiales de cuántas personas son desalojadas en México cada año, las personas sin hogar tampoco son bien contabilizadas en el país. Un censo de 2017, realizado por la Secretaría de Desarrollo Social capitalina, ubicó en la Ciudad de México una población de 6,754 personas sin hogar, de las cuales el 87.27% eran hombres.

Y recientemente, en marco del Censo de Población y Vivienda 2020, el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi) encuestó a las personas sin domicilio fijo, aunque todavía no se conoce el número. No obstante, entre los primeros resultados del ejercicio se observa una diferencia de 499,185 personas entre la población que habita en hogares y la población general, mientras el censo ubica únicamente a 3,907 personas usuarias de albergues o dormitorios públicos para personas en situación de calle.

En México y el mundo, señalan los investigadores Carlos Nieto y Silvia Koller, los término de “homeless”, “shelters”, “roofles”, “marginals” (en inglés) o “habitante de calle”, “sin techo” o “indigente” (en español) se usan para referirse a personas que no tienen casa “usualmente porque son pobres”.

Sin embargo, en las condiciones actuales las personas sin hogar también pueden ser aquellas despojadas o desalojadas y que no tienen la posibilidad de reubicarse en una nueva vivienda, principalmente por la falta de acceso a una que se pueda rentar en la misma zona bajo la misma ventana de precios.

La observación general número 7 al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas advierte que sin una política pública que garantice el acceso a vivienda de emergencia o que sea accesible a personas de bajos recursos, el desalojo expone a las personas de grupos vulnerables al riesgo de quedarse sin un techo, concluye uno de los informes de la Coalición Internacional para el Hábitat.

Por ejemplo, durante la pandemia 3.1 millones de personas, según el Inegi, dijeron haber tenido problemas con el pago de rentas o hipotecas. Silvia Emanuelli agrega que notaron cómo los despojos se concentraron más en lugares populares como Iztapalapa que en las zonas del centro de la Ciudad de México.  

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Las condiciones actuales de la vivienda —no sólo en México, sino en el mundo— son consecuencia de políticas neoliberales, sostienen académicos como Walter Imilan, Patricia Olvera y Joe Beswick.  Es un panorama global. 

Después de la Segunda Guerra Mundial, en Reino Unido, el Estado proveyó vivienda digna hasta a un tercio de la población, pero la privatización del sector revirtió las condiciones. En México, la entrada al modelo neoliberal llegó en 1983 y, aunque en 1992 se creó el “Programa para el Fomento y Desregulación de la Vivienda”, el Estado —que mantuvo la tenencia de la tierra— le dejó al mercado el control de la vivienda. “Los precios de vivienda y suelo se duplicaron después de la desregulación de la vivienda pública en 1992”, apuntan los investigadores. El financiamiento ya no era para las clases populares y pasó a que apenas el 8% de las viviendas se destine a sectores precarizados. Además, esta oferta suele ubicarse fuera de la zona centro.

La oficina de México de Hábitat para la Humanidad calcula que en todo el país hay 14 millones de familias —casi la mitad de la población— que no tienen la capacidad económica para comprar o construir una vivienda en los precios actuales: sin que la autoridad pueda regular el precio, en la Ciudad de México el costo promedio por metro cuadrado construido no baja de los 40 mil pesos

Por eso el desalojo indigna tanto a Carlos Acuña, que lo dispone a volver a contar su historia cuantas veces sea necesaria. “Ese edificio era muy barato y nos parecía súper digno que ese existiera”, se refiere a la existencia de la vivienda popular en el corazón de la capital, de donde en los últimos 20 años unas 400 mil familias han sido expulsadas a la periferia, según las investigadoras Catherine Paquette y Mabel Yescas. 

“En cambio, lo que están haciendo es blanquear la ciudad para volver el centro un mall al aire libre. Conozco muchos amigos que a cada rato se mudan porque suben las rentas, no alcanza. Somos nómadas, no porque queramos: somos nómadas forzados”, concluye Acuña.

Por eso Emanuelli insiste en la necesidad de que el Estado provea opciones de vivienda digna, asequible y que no empuje a las personas vulnerables hacia las afueras de la capital. Que no se desarraiguen con el entorno donde habitaron tantos años porque llegó un airbnb. 

Pero bajo las condiciones presentes, nada es seguro. Actualmente no poseer una vivienda es casi igual a vivir con un pie en la calle, que un día tus pertenencias acaben regadas en la banqueta. Esta es la paradoja capitalista de las nuevas personas sin hogar. EP

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