Propiedad y medio ambiente en tiempos de la Revolución mexicana

Pedro Álvarez Icaza escribe algunas notas en torno al artículo 27 constitucional.
Recuperamos este texto publicado en el número 111 de Este País.

Texto de 10/04/22

Pedro Álvarez Icaza escribe algunas notas en torno al artículo 27 constitucional.
Recuperamos este texto publicado en el número 111 de Este País.

Tiempo de lectura: 17 minutos

Se ha escrito tanto sobre la Revolución mexicana que expresar algo más tiene que ser muy bien meditado o realmente novedoso, y como este ensayo se sitúa más en la segunda clasificación, me siento obligado a justificar la aportación. Nos han dicho que la Revolución representó un nuevo contrato social y fue el inicio de un nuevo pacto de convivencia pacífica entre los mexicanos, plasmado en la Constitución de 1917. Algunos han creído que simbolizó el triunfo de las fuerzas sociales, los más optimistas en sentencia directa a los campesinos de este país.

Pero de lo que poco se ha escrito es que en realidad este acontecimiento no logró resolver a fondo la enorme desigualdad social en el campo, tanto que, de no decirlo, empieza a incorporarse como parte de los saldos positivos de la lucha armada más sangrienta de la historia de México. Aquí en este sentido callar es otorgar, por lo que pretendo hablar de un tema pendiente de la gesta revolucionaria, y con enormes consecuencias en el desarrollo político y social, así como fundamental para la propiedad comunal de la tierra, en particular de los pueblos indios; me refiero al pensamiento ambiental en los tiempos de la lucha armada de principios de siglo, en México.

Me baso esencialmente en tres documentos de consulta directa: el discurso del diputado Luis Cabrera el 2 de diciembre de 1912 en la Cámara de Diputados, la ley del 6 de enero de 1915, y el Diario de los debates del Congreso Constituyente, su contexto, discusión y omisión en torno al artículo 27.

Pretendo demostrar dos hechos; el primero, que había una profunda concepción ambiental en un sector de los diputados del Constituyente que defendían la propiedad comunal y el dominio pleno de ella para el aprovechamiento regulado de los recursos naturales, y el segundo, que al quedar matizada esta posición por razones no sólo de índole política, sino también contextuales, se sentaron las bases para un desarrollo económico nacional orientado no sólo en perjuicio de la propiedad corporativa, es decir, ejidos y comunidades, sino también a costa de los recursos naturales y las formas tradicionales de aprovechamiento y conservación de los mismos.

De la cuestión agraria a la Ley Agraria del 6 de enero de 1915

La indefinición jurídica de la propiedad social ha sido una constante en la historia de la tenencia de la tierra en México, con enormes implicaciones en el devenir y orientación del desarrollo, sobre todo agudizada en la segunda mitad del siglo XX. Su origen fue el despojo a los pueblos indios durante todo el dominio español; trescientos años después se habían transformado las formas sociales de producción y administración de los espacios territoriales. El despojo tomó un nuevo estilo, con la formación y consolidación de las haciendas, el cual culminó con las leyes de reforma que no hicieron sino preparar un ensayo capitalista, basado en la propiedad privada de la tierra, consumando la usurpación de los terruños de las comunidades indígenas y agrarias.

Esta falta de claridad jurídica ha llevado, a mi juicio, a un falso problema asociado a lo que se ha llamado “la tragedia de los comunes”,1 traducido como todo aquello que es de todos, no es de nadie, o bien, aquello que significa el libre acceso que acrecienta el bien individual en perjuicio del bien colectivo.

“La tragedia de los bienes comunes está centrada en la imposibilidad de integrar la posesión y el usufructo plenos, imponiendo un tutelaje estatal sobre los terrenos sociales”.

Digo falso problema porque la posesión social de la tierra, en términos comunitarios, no implica el libre acceso a los recursos naturales; por el contrario, la sanción colectiva evita el reparto inequitativo de un bien común. La tragedia de los bienes comunes está centrada en la imposibilidad de integrar la posesión y el usufructo plenos, imponiendo un tutelaje estatal sobre los terrenos sociales. El verdadero problema estriba en la imposibilidad del pleno ejercicio de la colectividad de un pueblo sobre sus recursos; “la tragedia de los comunes” se debe a la indefinición jurídica de la tenencia de la tierra, porque, históricamente, este libre acceso no ha sido supervisado autónomamente, sino por instancias ajenas al proceso colectivo de apropiación y sanción, a través de las burocracias que el Estado ha ido creando.

Sin embargo, este problema legal no es técnica jurídica, ni una acción inconclusa, sino una actitud deliberada que, en el mejor de los casos, pretendía ser transitoria para una posesión individualista de la tierra; en efecto, Luis Cabrera en su discurso sobre la cuestión agraria del 2 de diciembre de 1912 argumenta que “La población rural necesita complementar su salario reconociendo que, con la existencia del ejido, la mitad del año trabajaría como jornalero y la otra mitad aplicaría sus energías a esquilmarlos por su cuenta.”.2

Más adelante señala: “El complemento de salario de las clases jornaleras no puede obtenerse más que por medio de posesiones comunales de ciertas extensiones de terreno en los cuales sea posible la subsistencia. Ciertas clases rurales, siempre y necesariamente, tendrán que ser clases servidoras, necesariamente tendrán que ser jornaleras…”.3

Puntualiza que “Si la población rural tuviese […] lagunas que explotar por medio de la pesca, de la caza, del tule, etc., o montes que esquilmar, aunque fuese bajo la vigilancia de las autoridades, donde hacer tejamanil, labrar tabla u otras piezas de madera; donde hacer leña; donde emplear, en fin, sus actividades, el problema de su alimentación podría resolverse sobre una base de libertad. Si la población rural jornalera tuviese tierra donde sembrar libremente, […] podría buscar el complemento de su salario fuera de la hacienda…”4

Es decir, el aprovechamiento de los recursos naturales constituye una actividad complementaria individual y marginal del salario obtenido por fines económicos y, en este contexto, hace referencia a un asunto aún polémico en la actualidad:

“Conozco casos de procesos iniciados contra cientos de individuos por el delito de cortar leña en bosques muy suyos […] en los pueblos de Milpa Alta, Tlalpan y San Ángel […] no debían explotar sus bosques, porque la conservación de éstos es necesaria para la conservación de los manantiales que abastecen de agua potable a México; […] los cuales, significan la vida de miles de individuos y hasta el restablecimiento de la paz.”5

Luis Cabrera considera que no es posible responder a las demandas de tierras de los miles de campesinos y añade, más adelante, que es necesario respetar las grandes extensiones, propiedad de los terratenientes, ya que se trata de intereses de familias influyentes o de extranjeros.6

La Ley Agraria fue elaborada por él mismo en su funde secretario de Hacienda del gobierno de Venustiano Carranza. No hay que olvidar que esta ley surgió en un momento de enfrentamiento entre el gobierno constitucionalista y las fuerzas emanadas de la Convención de Aguascalientes, conformadas principalmente por villistas y zapatistas. De hecho, las fuerzas zapatistas nunca reconocieron la Convención, y su participación fue únicamente en calidad de observadores.

Existían fundadas razones para tal escepticismo en la Convención de Aguascalientes; junto con los revolucionarios se encontraban representantes de los llamados “científicos” que, en la época porfirista recién terminada, habían sido autores intelectuales de leyes y decretos que daban una fachada legal al despojo de tierras de comunidades indígenas y de pequeños propietarios, y a la apropiación de enormes territorios propiedad de la nación.

En efecto, Madero, en el Plan de San Luis Potosí firmado por él mismo el 5 de octubre de 1910, reconocía el problema agrario en este tenor:

“Abusando de la ley de terrenos baldíos, numerosos pequeños propietarios, en su mayoría indígenas, han sido despojados de sus terrenos, por acuerdo de la Secretaría de Fomento o por fallos de los tribunales de la República. Siendo de toda justicia restituir a sus antiguos poseedores los terrenos de que se les despojó de un modo tan arbitrario, se declaran sujetas a revisión tales disposiciones y fallos y se les exigirá a los que los adquirieron de un modo tan inmoral, o a sus herederos, que los restituyan a sus primitivos propietarios a quienes pagarán también una indemnización por los perjuicios sufridos.”7

Poco tiempo después, a finales de 1911, Emiliano Zapata y su Ejército Libertador del Sur abordan esta misma dimensión, que posteriormente no quedaría plenamente satisfecha en la Convención de Aguascalientes.

Los zapatistas, a diferencia de los maderistas, tenían una concepción más amplia de lo que representaba para su vida y su cultura perder el terruño, por lo que harían constantes referencias al despojo, no sólo de los terrenos para cultivar, sino también de los bosques y las aguas de propiedad comunal. El punto siete del Plan de Ayala señala:

“En virtud de que la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan, sufriendo los horrores de la miseria sin poder mejorar en nada su condición social ni poder dedicarse a la industria o a la agricultura por estar monopolizadas en unas cuantas manos las tierras, montes y aguas, por esta causa se expropiarán, previa indemnización de la tercera parte de esos monopolios, a los poderosos propietarios de ellas…”8

Entre el azar y la necesidad, es decir, entre la lucha armada de los distintos grupos que en funciones coyunturales ganaban batallas, tomaban ciudades, hacían alianzas, en fin tomaban fuerza, y por otro lado, la necesidad de hallar una salida negociada para resolver el conflicto agrario durante la gesta revolucionaria, a partir de buscar un marco jurídico suficientemente sólido como para dar una salida decorosa a los miles de campesinos e indígenas que habían sido despojados de sus tierras.

La oportunidad para encontrar una salida honorable al problema agrario partió de una concepción central en el modelo de país imaginado por muchos de los protagonistas revolucionarios. En efecto, en el discurso de Luis Cabrera al que hacemos referencia del 2 de diciembre de 1912, decía que el propio Venustiano Carranza manifestaba su preferencia por “la labor de restablecimiento de la paz, dejándose para más tarde las medidas económicas”. Pero Cabrera consideraba fundamental establecer algunas medidas económicas trascendentales y benéficas para la paz a partir de la reconstitución de los ejidos.9

“La oportunidad para encontrar una salida honorable al problema agrario partió de una concepción central en el modelo de país imaginado por muchos de los protagonistas revolucionarios”.

El problema agrario, a juicio de Luis Cabrera, debía resolverse por la vía de otorgar el usufructo de la tierra a los campesinos que la demandaban. Era mejor dar oportunidades para cultivar la tierra y proveer alimentos a los campesinos, que seguir discutiendo la posesión plena de la tierra, ya que se requerían medidas apremiantes para mejorar el bienestar de la gente del campo. Él mismo reconocía que, entre 1910 y 1911, la opinión pública consideraba “un verdadero disparate” atreverse a realizar una reforma agraria. A su juicio, intentar una reforma agraria en esa coyuntura hubiera significado exacerbar el ambiente ríspido entre los revolucionarios.10

La justificación de que el debate agrario no ayudaría al restablecimiento de la paz se centraba esencialmente en la defensa de la propiedad individual, considerando que la propiedad colectiva, es decir, codueñazos, rancherías, pueblos, congregaciones o tribus, significaba no sólo el desaliento a la producción en el campo, sino también el riesgo de que dicha propiedad terminara en manos de caciques y terratenientes, quienes finalmente se aprovecharían de los derechos de los pueblos y comunidades y de su propia ignorancia.

Existía en la conciencia política un reconocimiento tácito para “…dar tierras a los cientos de miles de campesinos que no las tienen. Era necesario dar tierra, no a los individuos, sino a los grupos sociales”. Esto, en palabras de Luis Cabrera, era “el verdadero problema agrario”.11

Adicionalmente, considera que el problema se agudizaría al tener que restituir a cientos de miles de indios, las tierras que habían perdido o que bien nunca habían tenido.12

Pero, a pesar de lo importante y trascendental que significaba resolver a fondo el problema agrario, el gobierno carrancista buscaba una solución práctica a la expropiación de tierras para reconstruir los ejidos por causa de utilidad pública.

Esta decisión “práctica” se sustentaba en destrabar el problema político. El ambiente nacional no podría esperar procedimientos judiciales al investigar los despojos a las comunidades que, según Cabrera, eran siempre jurídicamente improcedentes por cumplimiento de plazos de alegato. El mismo agregaba que se debían concentrar los esfuerzos y procurar tener la tierra que se necesita. El énfasis en proteger la propiedad privada era sólo equiparable al deseo de no reconocer la reivindicación de los ejidos y comunidades en posesión plena de la tierra; Luis Cabrera es concluyente: “…No encontramos, mientras no se reforme la Constitución volviendo a conceder a los pueblos su personalidad, otra manera de subsanar este inconveniente constitucional, que poner la propiedad de estos ejidos reconstituidos en manos de la Federación, dejando el usufructo y la administración en manos de los pueblos que han de beneficiarse con ello.”.13

No obstante, como se verá más adelante, la Constitución tampoco resolvió esta cuestión, sencillamente porque no quiso resolverla; la posesión en dominio útil de la propiedad colectiva se consideraba prácticamente una transición al fomento de la propiedad individual.

Para los legisladores, encontrar soluciones al problema agrario no era una tarea sencilla; significaba un enorme grado de dificultad e incluso se evidenciaban contradicciones. Se requería recurrir a la expropiación como medida expedita y a la vez no se quería tocar a la propiedad privada. La ocupación de ecosistemas naturales como medida en el otorgamiento de tierras, constituyó una salida a esta contradicción, con importantes implicaciones en la ocupación de territorios antes no cultivados (selvas, bosques, etcétera).14

Finalmente, el 6 de enero de 1915, Venustiano Carranza, como encargado del Ejecutivo de los Estados Unidos Mexicanos y jefe de la Revolución, consideró que existía malestar y descontento entre la población agrícola que había sido despojada de los terrenos de propiedad comunal o del repartimiento y que, con el pretexto de cumplir con la Ley de Reforma que pretendía fraccionar la propiedad extensa e impulsar la propiedad privada, había fomentado la especulación de la tierra. Asimismo, el primer jefe también reconoció, en la exposición de motivos, de la ley agraria de 1915, que los pueblos indígenas habían perdido las tierras, aguas y montes pero sobre todo su personalidad jurídica para defender sus derechos conforme al artículo 27 de la Constitución de 1857, en tanto no podían, al igual que las corporaciones religiosas, adquirir y poseer bienes.15

El artículo primero del decreto de la misma ley declara nulas las enajenaciones de tierras, aguas y montes que contravengan lo dispuesto en la ley del 25 de junio de 1856, en tanto, la enajenación no forma parte de dichas leyes que ordenan solamente el repartimiento de bienes comunales entre los mismos vecinos, y el artículo 11 establece que el disfrute en común será sólo entre tanto una ley reglamentaria defina la manera y la ocasión de dividir estos bienes entre los vecinos de los pueblos.16

Es decir, a pesar de los pesares, la ideología dominante en la Revolución mexicana era hacer justicia a los pueblos, rancherías y comunidades indígenas, es decir, restituir el derecho a poseer las tierras que, por derecho o tradición, deberían usufructuar. Sin embargo, la forma de impartir justicia tenía sus reglas, y la de oro era la defensa a ultranza de la propiedad privada aunque los pueblos no necesariamente la pidieran. Venustiano Carranza plasmó su firma a la Ley Agraria el día 5 de enero en el puerto de Veracruz.

La génesis del artículo 27 constitucional partió de una visión de país muy semejante a los planteamientos asentados en las Leyes de Reforma. Como ha quedado demostrado, las capacidades, oratoria, argumentación y justificación de Luis Cabrera, permearon profundamente el pensamiento de la época. Condenar a los campesinos indígenas a una condición de subordinados al capital fue su designio; y creo que lo logró en la mayoría de los casos. El ya no está para defenderse, al igual que los representantes campesinos, que no lograron que sus ideas fueran reconocidas suficientemente.

“La génesis del artículo 27 constitucional partió de una visión de país muy semejante a los planteamientos asentados en las Leyes de Reforma”.

El Congreso Constituyente

La discusión y aprobación del artículo 27 constitucional tuvo varios aspectos, unos derivados de la forma y los tiempos del debate y otros de posiciones ideológicas encontradas, representados entre los constitucionalistas, aunque surgieron también cuestiones coyunturales en la decisión finalmente tomada, que analizaremos más tarde.

Sin embargo, las ideas anteriores estaban permeadas por dos conceptos que circulaban en el ambiente: “La tierra es para quien la trabaja” y “la nación como dueña legítima de la tierra otorga el usufructo a los particulares”, estos elementos fueron la constante, asentada en el Diario de los debates del Congreso Constituyente.

Analicémosla por partes:

El proyecto de redacción del artículo 27 fue elaborado en comisiones para presentarse, más tarde, al pleno del Congreso. Uno de los redactores fue Pastor Rovaix, el cual planteaba:

“Si se considera que todo esfuerzo, todo trabajo humano, va dirigido a la satisfacción de una necesidad; que la naturaleza ha establecido una relación constante entre los actos y sus resultados y que, cuando se rompe invariablemente esa relación se hace imposible la vida, fuerza será convenir en que la propiedad es un derecho natural, supuesto que la apropiación de las cosas para sacar de ellas los elementos necesarios para la conservación de la vida, es indispensable. El afán de abolir la propiedad individual inmueble no puede considerarse en su esencia sino como una utopía…”.17

Existían entre los diputados dos grandes posiciones en torno a la naturaleza de la propiedad territorial, la primera defendía tajantemente la pequeña propiedad como la forma justa, histórica e irrenunciable de posesión plena de la tierra, pero siempre en forma individual, y la otra defendía la posesión colectiva de la misma, en particular por las comunidades indígenas.

En general, había coincidencia en que la mejor forma de proteger a las corporaciones agrarias era la defensa colectiva de sus recursos ante la presión de los acaparadores, pero esperando que en un tiempo breve éstas fueran fraccionadas individualmente; otros diputados sostenían que la nación como dueña del territorio debía mantener el dominio de las tierras.

En efecto, el 29 de enero de 1917, el diputado Jara pide al Congreso que la nación sea la única dueña de los terrenos, y que no los venda, sino que dé nada más la posesión a los que puedan trabajarlos. De otra manera, a la larga, regresarán todas esas tierras a formar las grandes propiedades, y la pequeña propiedad volverá a ser acaparada por unas cuantas manos.18 “Esto es importante, porque la mayor parte de las revoluciones han sido originadas por la escasez de terrenos para que los individuos puedan cultivar un pedazo de tierra.”.19

Este comentario, compartido por muchos diputados, empezó a alentar a otros legisladores a defender el concepto de pequeña propiedad, como el diputado Bojórquez, quien insistentemente alegaba que el desarrollo agrícola del país debía estar basado en el esfuerzo individual y que las propuestas de otorgar el dominio útil sobre el dominio pleno de la tierra serían desmotivadoras para el futuro del país.19

En este debate entre la propiedad pública –la nación como legítima dueña– y la propiedad privada como un derecho irrenunciable, empieza a surgir una idea intermedia; podría existir un reparto social como complemento de las actividades que los campesinos tendrían que desempeñar (como clases desfavorecidas) en el desarrollo económico del país.

Un punto de acuerdo consistía en que debían proveerse a todos los pueblos y comunidades de los terrenos que pudieran ser cultivados por los vecinos residentes, bajo las siguientes reglas: fijar la superficie máxima por individuo, fraccionar la superficie excedente y otorgar periodos largos de amortiguamiento al pago de la tierra.20

De esta manera, los jornaleros se convertirían en propietarios y destinatarios con independencia y la reducción del número de jornales haría, en menor medida, que su trabajo fuera más solicitado y mejor retribuido. Esta idea es la que empieza a dar cuerpo a la diferenciación entre el sector social rural y el sector eminentemente privado, es decir, el marco en el que quedaron incorporadas las ideas de Luis Cabrera desde el 5 de diciembre de 1912, ahora debatidas por el Constituyente a finales de enero de 1917.

Dar a los campesinos el usufructo (dominio útil), proporcionaría la posibilidad de otorgarles el complemento de su salario, mientras que en el desarrollo agroindustrial que se iría consolidando, encontrarían la base de su propio sustento; pero el debate aún no terminaba.

Al grito de que la tierra es de quien la trabaja, algunos diputados, exhortan a que se tenga presente “…que el grito de Tierra fue el que levantó a muchos mexicanos, a muchos que antes permanecían esclavos; el grito de tierra proporcionó el mayor contingente a la revolución; ese grito fue al que debemos que ahora tengamos la gloria de asistir a este Congreso Constituyente”.21

El diputado Múgica, con énfasis ante la pérdida de fuerza de las posiciones más radicales, en el uso de la palabra externa que:

“Algunas veces, hombres revolucionarios que en aquel tiempo habían sido consecuentes con sus principios, escribían en la prensa: `si para que se haga justicia estorba la ley, abajo la ley’. Esto explica lo que venimos a hacer esta noche al reivindicar todas esas propiedades despojadas al amparo de una ley creada para favorecer a los poderosos, y bajo cuyo amparo se cometieron grandes injusticias. Deshagamos nosotros ahora esas injusticias y devolvamos a cada quien lo suyo, votando esta fracción como la hemos presentado.”.22

Justo en este ambiente, empiezan a participar en el debate respectivos planteamientos de algunos diputados conocedores del campo y de la vida campesina argumentando que, en el manejo colectivo de los recursos naturales, las comunidades indígenas encuentran la mejor forma de defender la tierra, no sólo la cultivable, sino aquella donde se encuentran los bosques, las selvas, las aguas; este postulado representa una defensa preecologista de la tierra como terruño, es decir, espacio de vida que les pertenece de hecho, por tradición y derecho histórico. Dentro de los destacados defensores de estos principios se encontraba el mismo diputado Francisco Javier Múgica.

El diputado Múgica expone que las tribus tarascas de Michoacán constituyen una gran parte de la población del estado; principalmente en el distrito de Uruapan tienen grandes propiedades, que no significan otra riqueza que la que puede dar la flora de aquellos lugares, exuberante a pesar de ser una zona tan fría, donde éstas cuentan con terrenos que producen un maíz enteramente raquítico, y un trigo que no compensa la ardua labor de los agricultores.

La propuesta de la fracción VI del artículo 27 fue leída en el pleno, haciendo referencia explícita al derecho de distribución común de las tierras, bosques que les pertenecían, y que se aplicaría a los dueñazgos, rancherías, pueblos, congregaciones, tribus y demás corporaciones de poblaciones.

El debate se orientó primordialmente a que los bosques y aguas significaran un disfrute en común, en tanto dominio útil, como derecho otorgado por la nación, y que posteriormente se efectuaría la repartición, restitución y posterior fraccionamiento de las tierras de cultivo.23

En efecto, las preocupaciones centrales estaban orientadas hacia las áreas que se requerían para fomentar la agricultura. Las reparticiones no representaron en muchos casos para las comunidades y ejidos tierras de calidad, de nueva cuenta esto favorecía a la pequeña propiedad. La prueba absoluta es que, en general, los pueblos indios fueron replegados a las partes escarpadas y frías de las montañas, selvas, o a climas semidesérticos o desérticos resultando inhóspitas para el desarrollo de la agricultura, es decir, a las zonas con bajo potencial agropecuario. Hoy en día, cerca del 80% de los ambientes boscosos del país están en posesión del sector social (ejidos y comunidades). Aún más, la colonización de las selvas del sureste de México fue para repartir tierras, no para cultivarlas. Esto significó que los pueblos indios fueron adaptándose y apropiándose de espacios y ambientes con fuerte valor futuro, por su enorme biodiversidad y riqueza natural.

Las opiniones del campesinado tomaron mayor fuerza hasta la etapa cardenista. El ejido y la comunidad se refuncionalizan como espacios de vida y reproducción social, pero eso es “letra de otra canción”. El 29 de enero de 1917, cerca de la medianoche, el Congreso acepta la moción de los diputados Terrones y Jara de constituirse en sesión permanente hasta el final de las labores, a fin de tratar la cuestión agraria.24

“Las opiniones del campesinado tomaron mayor fuerza hasta la etapa cardenista. El ejido y la comunidad se refuncionalizan como espacios de vida y reproducción social, pero eso es “letra de otra canción””.

El Diario de los debates del Congreso Constituyente deja constancia de que los constituyentes estaban cansados, hay tensiones y reproches de dispersión; es un momento trascendental para la República ya que el Congreso Constituyente debería finalizar sus trabajos el 31 de enero de 1917 y declarados terminados los debates para presentar, días más tarde, la nueva Constitución de la República, ante el Primer Jefe. Sin embargo, uno de los asuntos cruciales de la revolución que había levantado en armas a millones de campesinos y que provocó la muerte de un millón de mexicanos no acababa de ser debatido; ¿por qué se dejó hasta el final?, ¿por qué las facciones campesinistas perdían fuerza o representación?

Quizá el diputado Múgica pensó que habría mayor pérdida al no concluir el debate y la propuesta y al ver la imposibilidad de avanzar en un sentido de justicia plena hacia los campesinos e indígenas, propone que se vote y acepte sin reservas la propuesta redactada por la Comisión, aun a sabiendas que el dominio pleno sólo sería para los pequeños propietarios mientras las comunidades agrarias tendrían únicamente el dominio útil, bajo el nacimiento de un Estado protector y regidor de los destinos de la mayor parte de los campesinos de México.

La introducción del artículo 27 queda redactada de la siguiente forma:

“La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponde originalmente a la nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares constituyendo la propiedad privada.

“Las expropiaciones sólo podrán hacerse por causa de utilidad pública y mediante indemnización.

“La nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública y para cuidar de su conservación. Con este objeto se dictarán las medidas necesarias para el fraccionamiento de los latifundios; para el desarrollo de la pequeña propiedad; para la creación de nuevos centros de población agrícola con las tierras y aguas que les sean indispensables; para el fomento de la agricultura y para evitar la destrucción de los elementos naturales y los danos que la propiedad pueda sufrir en perjuicio de la sociedad. Los pueblos, rancherías y comunidades que carezcan de tierras y aguas, o no las tengan en cantidad suficiente para las necesidades de su población, tendrán derecho a que se les dote de ellas, tomándolas de las propiedades inmediatas, respetando siempre la pequeña propiedad. Por tanto, se confirman las dotaciones de terreno que se hayan hecho hasta ahora de conformidad con el decreto del 6 de enero de 1915. La adquisición de las propiedades particulares necesarias para conseguir los objetos antes expresados se considerarán de utilidad pública.”.

La fracción VI precisa: “Los condueñazgos, rancherías, pueblos, congregaciones, tribus y demás corporaciones de población, que de hecho o por derecho guarden el estado comunal, tendrán capacidad para disfrutar en común las tierras, bosques y aguas que les pertenezcan o que se les hayan restituido o restituyeren, conforme a la Ley de 6 de enero de 1915, entretanto la ley determina la manera de hacer el repartimiento únicamente de las tierras.”.25

En la madrugada del 1 de febrero de 1917 el Congreso de la Unión aprueba por unanimidad de 150 votos el artículo 27, a excepción hecha a la fracción segunda que tuvo 88 por afirmativa y 67 por la negativa. EP

Bibliografía

“Discurso de Luis Cabrera -2 de diciembre de 1912”, en Expedición de la Ley Agraria -6 de enero de 1915, Comisión Nacional para las Celebraciones del 175 Aniversario de la Independencia Nacional y 75 Aniversario de la Revolución Mexicana, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, pp. 17-47.

Expedición de la Ley Agraria -6 de enero de 1915, Comisión Nacional para las celebraciones del 175 Aniversario de la Independencia Nacional y 75 Aniversario de la Revolución Mexicana, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985.

Diario de los debates del Congreso Constituyente 1916-1917, edición de la Comisión Nacional para las Celebraciones del Sesquicentenario de la Proclamación de la Independencia nacional y del Cincuentenario de la Revolución Mexicana, 1960, 2 tomos.

El autor es agrónomo, especialista en política ambiental. Actualmente es jefe de la Unidad Coordinadora de Análisis Económico y Social de la SEMARNAP.


* Texto publicado en 2000


  1. Hardin, G., 1968, “La tragedia de los comunes”, en Science , núm. 162, pp. 1243-1248. []
  2. Ibidem, p. 39. []
  3. Ibidem, pp. 37-38. []
  4. Ibidem, p. 38. []
  5. Ibidem, p. 30. []
  6. Expedición de la Ley Agraria -6 de enero de 1915—, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, op. cit., pp. 12 y 15. []
  7. Ibidem, p. 15. []
  8. Discurso de Luis Cabrera, 1985, op. cit., p. 19 []
  9. Ibidem, p. 20.11 Ibidem, p. 24. []
  10. Ibidem, p. 22. []
  11. Ibidem, p. 45. []
  12. Ibidem, p. 42. []
  13. Expedición de la Ley Agraria, 6 de enero de 1915, op. cit., pp. 51-52. []
  14. Ibidem, pp. 54 y 57. []
  15. Diario de los debates del Congreso Constituyente 1916-1917, tomo 2, pp. 1070-1071. []
  16. Ibidem, p. 1096. []
  17. Ibidem, pp. 1081-1082. []
  18. Ibidem, p. 1086. []
  19. Ibidem, p. 1072. [] []
  20. Ibidem, pp. 1096-1097. []
  21. Ibidem, p. 1118. []
  22. Ibidem, p. 1117. []
  23. Ibidem, p. 1109. []
  24. Ibidem, pp. 1077-1078. []
  25. Ibidem, pp. 1187 y 1188. []
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