Olímpicas Leidy Solís: la pesista de los tendones cortados.

El periodista Aníbal Santiago retrata a una serie de mujeres que están haciendo historia en el deporte. Son las Olímpicas y, en esta entrega, hablamos de Leidy Solís: “A los 12 años, a Leidy le gustó ese impactante espectáculo de Hércules que protagonizaban dos tíos pesistas a los que veía entrenar.”

Texto de 04/11/20

El periodista Aníbal Santiago retrata a una serie de mujeres que están haciendo historia en el deporte. Son las Olímpicas y, en esta entrega, hablamos de Leidy Solís: “A los 12 años, a Leidy le gustó ese impactante espectáculo de Hércules que protagonizaban dos tíos pesistas a los que veía entrenar.”

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Leidy Solís entra a la plataforma para el levantamiento que ha esperado casi 7 mil días de su vida —desde sus 11 años— gritando y corriendo. La mulata colombiana de piernas gruesas como pilares del Partenón no exhibe ese aire meditativo que se apodera de los atletas cuando están a punto de experimentar los instantes que consagrarán una existencia dedicada al deporte o que, por el contrario, los obligarán a tomar otro camino, una vida ordinaria. 

La más poderosa pesista del continente aparece ante la multitud tailandesa que llena las gradas para ver la conclusión del Campeonato Mundial de Halterofilia en la ciudad de Pattaya no con la sobriedad de la gala más importante de la Tierra en esa disciplina, sino con una fiesta cromática (negro, dorado, blanco, rojo, blanco, azul, rosa, verde) entre sus mallas, muñequeras, diadema, tenis y los trapos enrollados que improvisa como rodilleras. 

Su energía es seria pero ligera, como si restar solemnidad al envión de su vida fuera también restar peso a la barra de 142 kilos que dormita a su izquierda (ni de reojo la quiere ver), que buscará alzar tras cubrir sus manos de carbonato de magnesio y gritarse “¡toda la fuerza!”. Ese polvo claro para afianzar el agarre es la última ayuda externa para la mujer de 81 kilos este día de septiembre de 2019. Por delante, frente a la barra y los seis discos que casi duplican su peso ya solo queda ella: está sola con su cuerpo sobreviviente de episodios trágicos y absurdos de su pasado. Y más le vale estar tranquila: llega al momento cumbre de su trayectoria con dos hernias en la columna. Los centros blandos de un par de discos intervertebrales se han desparramado por una grieta, y aprietan sus nervios. Adolorida, Leidy sabe que si logra sostener la pesa en la modalidad de dos tiempos o clean & jerk, será la campeona mundial; si no, la cuarta. 

La mariposa

Se ajusta el cinturón, cierra cinco segundos los ojos, se arrodilla y toma el tubo de hierro. “Arriba, arriba, arriba”, le grita al costado su entrenador de amarillo colombiano, y ella levanta la pesa con una exhalación seca, extraña. Mientras la barra ya está sobre su clavícula, resopla. Con la cargada inicial resuelta, falta el envión. Flexiona las rodillas y lanza los 142 kilos arriba de la cabeza. Su apariencia se transforma. Sus ojos amagan abandonar las órbitas, su cara se hincha y llena de sangre, su boca forma un aro que aguanta la respiración. 

La cara se descompone, sí, pero lo importante es que sus hombros y codos resistan; podrían luxarse porque el esfuerzo de cargar todo este peso es monstruoso y antinatural, pero no, siguen en sus coyunturas, asegurados por huesos, tendones, músculos y ligamentos, tornillos infalibles de su estructura majestuosa. Pie izquierdo delante y pie derecho atrás. Ahora mismo deben juntarse para no ser descalificada. Y tardan, mucho, demasiado. Despacio, Leidy procede. Se unen.

Entonces sí, llegan los tres segundos más importantes de su vida, en los que sus brazos extendidos tienen que resistir, sí o sí, firmes como vigas de acero, como si lo que tuvieran arriba fuera en una tarde infantil una rama con flores violetas de un gualanday, uno de los árboles de Tuluá, su tierra en la llanura, y no el equivalente a casi dos veces su peso. Sostiene la barra 1, 2, 3 segundos. Su entrenador Oswaldo Pinilla salta como niño eufórico: su alumna ha dejado atrás a la española Valentín y la estadounidense Arthur. 

Es campeona del mundo y además al borde de los 30 años, edad a la que el deporte no rara vez desprecia, como si en ese tramo la vejez se instalara sin remedio. Leidy grita y se desvanece. Recostada ante la multitud abre y cierra piernas y brazos, es una niña jugando a la mariposa tendida en la nieve. Llora, su pecho salta en espasmos. Así se mantiene la campeona herniada, tomando su cabeza, acostada en el piso mucho tiempo.

La competencia acaba, el público se prepara para partir pero Leidy continúa desvanecida lagrimeando quién sabe cuántas emociones.

Con disciplina asiática, dos mujeres de limpieza del evento entran a escena. Uniformadas la rodean, echan jabón y trapean el suelo a su alrededor, inconmovibles y hasta violentas para apurar a levantarse a la número uno. Leidy las ve, hace caso al mensaje de los trapeadores con desinfectante que la cercan y se coloca en flor de loto. Por fin, surge una sonrisa.

El tema de la guerra

¿Por qué importa esta victoria?, le pregunta la prensa. 

Semanas más tarde, cómoda en su casa del barrio de Guayacanes, donde muchas calles nada saben de pavimentación, inundado en lluvias, con hervideros de moscas, pantanos de aguas negras y niños con tifoidea, Leidy no se acuerda tanto de ella misma como de su país y los casi 270 mil asesinados: “Sacar una sonrisa, la sociedad está muy golpeada con el tema de la guerra”, le dice a una sociedad golpeada horriblemente por el conflicto armado, y que en masa atestiguó su hazaña tailandesa por la pantalla del Olympic Channel.

¿Y sus lágrimas?

—Lloramos 48 millones de habitantes ese día—, sonríe.

Colombia está muy acostumbrada a llorar. A los 12 años, a Leidy le gustó ese impactante espectáculo de Hércules que protagonizaban dos tíos pesistas a los que veía entrenar.

Hija de una muy joven madre trabajadora, había sido criada e incluso amamantada por Benicia, la abuela de sangre africana también responsable de otros tres hermanos y Jéssica, tía de Leidy pero apenas días mayor que ella, con la que dormía, iba a la escuela y jugaba el día entero. La abuela era cariñosa a la vez que brutal: una anécdota todo Colombia repite porque quizá pasándola de boca en boca las gestas de su ídola crecen. Si las niñas discutían, la abuela sacaba un látigo para vacas y les soltaba azotes que dejaban marcas. 

Curtidas así, Leidy y Jéssica pensaron que era buena idea ser pesistas. Pidieron permiso. Benicia aceptó aunque les aclaró que era imposible darles para el transporte. “Yo era una niña ruda: me gustaba estar con hombres y en su mismo rol, correr, llegar embarrada a la casa. Eso era tremendo: desde ahí se dio ser una mujer fuerte”.

Y entonces, día a día, se les hizo común una travesía a pie hasta el Coliseo Benicio Echeverry del barrio Arboleda. 120 minutos caminando desde su casa en el barrio Nuevo Farfán de las afueras de la ciudad, hasta hoy huracán del narco, con casas bajas, senderos grises y cielos cruzados por cables.

Si hacemos un ejercicio simple como escribir “Barrio Nuevo Farfán” en Google hallaremos esto: “Joven asesinado en barrio Nuevo Farfán”. “Hecho sicarial en el barrio Farfán”, “Asesinan con arma de fuego a un hombre en el barrio Nuevo Farfán”, “Una persona muerta y dos heridas, entre ellas un menor de 8 años de edad, es el saldo de un ataque sicarial en un billar de Farfán”. O podremos leer la transcripción de letras recortadas del periódico con las que al barrio lo despertó un mensaje: “De parte de don Aníbal, alias Picante”, texto bajo una cabeza cortada, una de tantas cabezas mutiladas que dan forma a las macabras historias de los “Decapitados de Tuluá”.

Para hacer deporte, las adolescentes tenían que atravesar todos los días las calles disputadas por el Cártel del Norte del Valle de los hermanos Henao (Lorena, Orlando, Arcángel y Fernando), y el Cartel de Buga, encabezado por uno de los traficantes de coca más buscados del mundo, Ramón Quintero Sanclemente. 

Leidy destaca la travesía hasta el gimnasio pero no por los peligros de su ciudad de 220 mil habitantes —sometida por la muerte y el tráfico de drogas como el resto del departamento al que pertenece, el Valle del Cauca—, sino por tener que hacer tanto ejercicio antes de su sesión de aún más ejercicio, y con tan poco en el estómago. “Una historia bastante triste —admite—: tenía que desplazarme dos horas para llegar al entrenamiento. Pero antes salía del colegio y no había comida en mi casa. Ya me habían dicho que yo tenía talento para las pesas. Yo había dicho: por aquí es que voy a sacar a mi familia de pobre, ayudar a mi mamá”.

Volver a caminar

Leidy Yessenia Solís Arboleda, la niña morena que desarrolló unas piernas de impresionante musculatura, fue figura en unos Juegos Departamentales (los departamentos equivalen a los estados en México). El premio, a medida: “me regalaron una cicla”, recuerda, con la que juntas ella y su tía Jéssica iban y volvían pedaleando del gimnasio para ahorrase tiempo y desgaste físico. Poco duró la alegría. “Me la robaron, me tocó otra vez volver a caminar, volver a lo mismo”.

Por suerte, o más bien por sus dotes, las victorias comenzaron a encadenarse y ya pudo comprar ternera de asado, plátanos viches, yucas, papas, elotes, cebollas y tomates para que la abuela los aventara a la olla, prendiera la estufa y la agasajara con sancocho de gallina. Y también hubo dinero para más bicis y un día un auto. 

Bajo las órdenes del entrenador Aymer Orozco fue plata en los Juegos Centroamericanos y del Caribe Cartagena 2006 (a solo cuatro años de iniciarse en el deporte), triple oro en los de Mayagüez 2010, triple oro en los Juegos Sudamericanos Buenos Aires 2006, oro en los Juegos Panamericanos Río 2007, y arañó una medalla en los Juegos Olímpicos Pekín 2008, pero no pudo contra la china Liu Chunhong, su heroína por años y años. Con dolor, aceptó ser la cuarta mejor del mundo en 69 kilos.

Pero en 2012 la esperaba la revancha en los Juegos Olímpicos de Londres, para los que entrenó embarazada de su primer hijo, Matías, perfilada como la mejor pesista del continente en lo que desde antes de competir ya era una hazaña: nada simple cargar casi la quinta parte de una tonelada más el niño que llevaba dentro. 

A nueve meses de subirse a la plataforma en Inglaterra iba bien, hasta que una mañana, a un mes del parto, entró a ducharse. Ese 7 de octubre de 2011 quiso cerrar una ventana atorada. El vidrió se quebró en lo alto, y varios cristales filosos comenzaron a caer. Para proteger su vientre con el feto de ocho meses metió un brazo, donde se clavaron varios cristales: dos nervios se cortaron y cinco tendones se rompieron. Bañada en sangre fue trasladada al hospital, y ahí operada. Matías estaba a salvo, pero no así su brazo, que requeriría una reconstrucción compleja y prolongada. Un médico le advirtió que probablemente jamás volvería a levantar pesas. Y los Juegos Olímpicos de Londres, desde luego, descartados. Debutó como madre al mes, prácticamente con un solo brazo.

Cuando al medio año volvió al gimnasio, el cuerpo no tenía con qué responder. “El músculo había desaparecido -declaró-, solo me quedó la piel y el hueso; el resto se perdió, estaba deshecho. Era una condición de discapacidad, mi mano quedó destruida”.

La trampa

Desde entonces, aunque volvió a contender, las medallas se negaron. Herida su carrera, en 2016 recibió una noticia sorpresiva: la china Chunhong, a quien tanto admiraba, en la competencia contra ella en los Juegos Olímpicos de Pekín había consumido las sustancias prohibidas GHRP-2, GHRP-2 M2 y sibutramina. Por lo tanto, Leidy, ocho años después del certamen, alcanzaba medalla.

Los medios se volcaron a su casa para entender qué le parecía que el Comité Olímpico Internacional le entregara una presea ocho años después. “Es absurdo”, contestó, y luego explicó su decepción. “Yo la admiraba muchísimo a esta rival (Liu), tenía un ejemplo a seguir, me encantaba su técnica, veía sus videos. Era una mujer idolatrada por mí. Al darme cuenta que hacia trampa, me siento muy triste: no era verdad todo lo que hacía en competición, los aplausos que se ganó, la admiración que causaba”. 

Conclusión: “Uno siempre debe admirarse a uno mismo —reflexionó frente a las cámaras—: mi verdadero ídolo soy yo”.

¿Qué haría con la medalla cuando se la entregaran en casa?

De grandes aretes redondos, Leidy por fin sonrió. Pese al “absurdo”, no la arrojaría por la ventana. “Me la pondré en el pecho y saldré en el carro y mostraré esa medalla por todo Tuluá. A todos lados me la llevaré. Muchos dicen que con trabajo limpio no se puede llegar a ser un campeón olímpico. Sí se puede”.

¿Y qué evaluación hacía de ella, ahora como medallista olímpica?

—Aun no puedo creer lo que hizo esa niña que aguantó hambre, que no tenía un medio de transporte 16 años atrás.

Su secreto: “Una voluntad arrolladora”, precisó.

Desde la frontera del retiro, Leidy volvió. Para la final del Campeonato Mundial el año pasado, los 13 de su familia, niños y viejos, tapizaron la casa de la abuela Benicia con carteles coloridos: Leidy, vamos Colombia; nunca pierdas la alegría de vivir, de compartir, de ser feliz; levanta tu mirada, TQM.

Tuluá recibió a la número uno del planeta (tanto en la modalidad de clean & jerk como arranque) con porras y rumba, y ella siguió con los ojos negros puestos en los Juegos Olímpicos Tokyo 2020. Pero meses después, la pandemia. Cerrados los gimnasios, Leidy debía ser mamá sola con su Matías de ocho años sin clases y seguir entrenando. “Complejo, las condiciones de casa no son las mismas del gimnasio”, admitió, pero acondicionó su hogar de muros verde brillante. 

Cansada del encierro, el 14 de mayo pasado decidió salir un rato de casa. Al volver, vio que faltaban las pantallas, la computadora, pero más doloroso, los ladrones se habían llevado 10 medallas, incluidas la del Campeonato Mundial y los Juegos Olímpicos. Desolada, prendió su celular y puso rec: “Me siento supremamente triste. ¿Cómo personas hacen esto si estas medallas para ellos no significan nada y para nosotros significan todo?”, difundió en redes sociales.

La policía de Tuluá se movió por el saqueo a la heroína local como ante una invasión de extraterrestres, y algún agente perspicaz del Comando Región 4 tuvo la magnífica idea de hacer un operativo sorpresa en una chatarrería de mala reputación. Ahí estaban las 10 medallas junto a cacharros viejos, listas para ser vendidas.

“Es como si estuviera subiendo al podio a recibir nuevamente mis medallas”, declaró en la comisaría Leidy, que viendo los Juegos Olímpicos aplazados por el coronavirus para el año próximo entrena firme, pese a la pandemia, las hernias, los tendones y nervios cortados y todo lo demás. “Tokyo es mañana —dice—: con todo”. EP

* Con información de CNC Noticias, Canal NT24, diarios El Espectador, El Tiempo, Telepacífico, portal Cosecha Roja, Olympic Channel. 

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