Nearshoring: ¿vocación u oportunidad?

Leonardo Curzio analiza las razones por las que no hemos llegado a comprender a profundidad el concepto nearshoring, así como los efectos posibles de este fenómeno en nuestro país.

Texto de 17/04/23

Leonardo Curzio analiza las razones por las que no hemos llegado a comprender a profundidad el concepto nearshoring, así como los efectos posibles de este fenómeno en nuestro país.

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El término es elusivo; es un neologismo que ha ganado terreno en el debate económico y político en el México contemporáneo. La Asociación de Bancos de México (ABM) en su reciente reunión en Mérida, lo eligió como su tema articulador. En muchas notas informativas o análisis coyunturales, el término se cita con profusión y con una familiaridad engañosa.

Al formularse en lengua inglesa resulta aún más evanescente. Nadie quiere jugar el papel del Monsieur Jourdain de Molière (el burgués gentilhombre) diciendo que no entiende los alcances del concepto. ¿Qué van a decir de mí?, ¿soy un ignorante? En consecuencia, el término se incorpora al debate cotidiano con la misma ambigüedad que cuando vas al café y le preguntas al despachador qué significa lo que llaman “latte”, que en italiano es leche, ¿es un café con leche vulgar?, ¿un lechero, como lo llamaban en Veracruz? y lo que atina a decirte es que un “latte” es un “latte”. Para muchos, el “nearshoring” es el “nearshoring”. Claro, se repite sin entender necesariamente qué matices puede incluir el término.

Comento esto porque en una reunión con un alto ejecutivo de la industria del entretenimiento en los Estados Unidos, le preguntaron su opinión sobre el término de marras. Él, por supuesto un angloparlante nativo, preguntó sin complejos qué significaba tal cosa. Yo quise complicar un poquito más las cosas y dije que en realidad había que distinguir entre “near”, “friend” o “friendly” y “ally” shoring. No prosigo con el tema porque considero demostrado que es un concepto general que no se ha entendido cabalmente por la opinión pública. El secretario de Hacienda, Rogelio Ramírez de la O, ha insistido que es preferible utilizar el término “relocalización”, que en mi opinión es también vago, pues sólo indica que aquello que está ubicado en un sitio se va a ubicar en otra parte.

En cualquier caso (y mientras encontramos expresiones más flexibles y con los matices apropiados para explicar el fenómeno) es importante inspirarnos en el modelo cartesiano, que entre sus grandes enseñanzas destaca el reducir un problema complejo a sus partes más elementales.

“Durante muchos años, la fuerza motriz de la globalización llevó a importantes empresas a buscar ventajas competitivas en otras partes del mundo. Las industrias ligeras se fueron reubicando”.

La idea de “nearshoring” remite a su antónimo el “offshore”, que se popularizó conforme se globalizaba el sistema financiero y en términos más amplios, la economía. En palabras llanas era producir “lejos de la costa”, es decir, fuera del territorio nacional de un país buscando ventajas fiscales, regulatorias o de tipo laboral. Durante muchos años, la fuerza motriz de la globalización llevó a importantes empresas a buscar ventajas competitivas en otras partes del mundo. Las industrias ligeras se fueron reubicando. Así ocurrió con la automotriz o la electrónica de consumo, que una vez domesticadas las tecnologías y estandarizados los procesos de producción, se trasladaron a otras partes del mundo bajo la supervisión de la matriz que garantizaba que lo hecho en países asiáticos o en Marruecos, Mauricio o México, seguía los lineamientos generales de las empresas multinacionales. En los textiles empezó a ser común que las famosas Lacoste se produjeran en Perú, en El Salvador y que Armani confeccionara sus trajes en China proclamando que se hacían como en Italia. No sólo en las industrias manufactureras y de consumo ligero se dio este proceso.

En la industria electrónica, por ejemplo, que ahora tiene tanta exposición por el carácter estratégico de los llamados chips, una de las primeras decisiones adoptadas en los 80 fue que parte de la producción se trasladara de los Estados Unidos a Hong Kong y posteriormente a Taiwán, para evitar pagar los altísimos salarios que cobraban los ingenieros electrónicos en los Estados Unidos; y también evitar que los derechos laborales (y las posibilidades de sindicalización) encarecieran los procesos. En los enclaves chinos y en otros países de Asia, el fenómeno de reubicación de empresas adquirió una relevancia enorme; además, fue impulsado por las multinacionales japonesas que tenían cada vez más cuotas del mercado occidental y, por tanto, la necesidad de incrementar su producción a menores costos.

China se convirtió en el taller del mundo. Esa fue la mejor noticia para los capitalistas que encontraban en el coloso asiático las ventajas de un país ávido de recibir inversión extranjera directa y transferir tecnología a cambio de proveer orden y gobernabilidad, bajos sueldos y control de la mano de obra. Para los trabajadores en Occidente y en especial para los sindicatos, el paraíso comunista chino se convirtió en su vorágine. No había manera de competir con derechos laborales, vacaciones y prestaciones con un modelo oriental, en donde el trabajo semanal era no solamente más amplio, sino también más productivo.

Como todo en la vida, el modelo funcionó hasta que algunas de sus ventajas empezaron a dejar de ser tan fluidas. Los salarios, poco a poco, dejaban de ser el elemento más importante de la ecuación o ventaja competitiva y el acceso a la energía, los costos asociados a la logística y en especial la vulnerabilidad frente a un desastre natural, un riesgo geopolítico o una crisis biosanitaria (como ocurrió con la pandemia) sugerían que se replanteara el modelo basado en la internacionalización de la producción.

“En Estados Unidos, el grupo de trabajadores blancos de la llamada zona del cinturón del óxido (Rust belt), alimentaron las filas del trumpismo y popularizaron un corrosivo discurso crítico contra la globalización, porque suponían que los orientales (y en menor medida México) les ‘robaban’ sus trabajos”.

Desde el inicio del siglo XXI, en los Estados Unidos y en los países europeos, se intensifica además una demanda social por reindustrializar ciertas regiones y traer de regreso a los países centrales buena parte de las inversiones que se habían trasladado allende las fronteras. En Estados Unidos, el grupo de trabajadores blancos de la llamada zona del cinturón del óxido (Rust belt), alimentaron las filas del trumpismo y popularizaron un corrosivo discurso crítico contra la globalización, porque suponían que los orientales (y en menor medida México) les “robaban” sus trabajos. Culpaban a los tratados del libre comercio, supuestamente mal negociados, que despiadadamente dejaban sin trabajo a la gente de Lansing o Detroit, en vez de reconocer que el declive industrial se debía a decisiones de sus propias compañías para mejorar su productividad y competitividad.

La presión política, tras la crisis de 2008, adquiere una relevancia considerable que explica  el porqué Estados Unidos replantea su posición en el mundo y plantea un retorno a la proximidad geográfica y a la sintonía con sus valores. Pero hay otros factores que valen la pena examinar para entender este retorno a la región más cercana para producir, y preferentemente, en territorio nacional. Consideremos dos:

A) El ascenso de China como superpotencia pone a Estados Unidos en una situación similar a la que tuvo durante la Guerra Fría con la URSS. Es decir, una potencia que aunque no resulta dominante en todos los ámbitos del poder, sí representa una amenaza existencial en uno de ellos. En este caso el tema central es la economía digital que se ha convertido en la manzana de la discordia entre las economías más grandes del planeta. En su estrategia de seguridad nacional, publicada en octubre de 2022, Estados Unidos describe a China como su riesgo existencial y sistémico más importante. En consecuencia, todo aquello que pudiese hacerse para debilitar el poderío económico chino se computa en el ámbito de la seguridad nacional americana. De ahí el empuje a que las inversiones, que habían elegido a China como destino se encuentren ante el dilema de reubicar sus posiciones productivas en zonas menos riesgosas.

B) De manera similar a como los Estados Unidos redefinieron su mapa energético con el famoso “shale gas”, que los llevó a reducir, en una década, su dependencia de mercados inestables de Medio Oriente y parte del Asia Central, para su abasto energético. A finales de la administración Bush y particularmente durante la administración Obama, la potencia decidió cambiar el mapa de proveedores de energéticos para reducir drásticamente sus riesgos y la desgastante exposición que tuvo por ejemplo en Irak, en donde lanzó una guerra contra un régimen autoritario que tenía muchos pecados pero no era el responsable de los atentados terroristas de 2001.

“El ‘nearshoring’ viene a cumplir una función similar ante el nuevo mapa estratégico de la potencia”.

El “nearshoring” viene a cumplir una función similar ante el nuevo mapa estratégico de la potencia. La prioridad, naturalmente, es relocalizar la industria de punta, de ser posible en territorio nacional. El gobierno de Trump hablaba del “make America great again” y era la promesa de que todas las inversiones americanas priorizaran los trabajos en su propio país y, con tonos menos agresivos, el gobierno demócrata de Biden sigue impulsando la idea de reforzar las propias capacidades en detrimento del exterior. En segunda instancia y por círculos concéntricos, los grandes corporativos norteamericanos reubican sus inversiones en países a los que consideran confiables y con ventajas comparativas, tanto en el ambiente laboral como en la eficiencia logística. De esa manera, la relocalización puede darse por diferentes factores y no solamente por el geográfico. 

Estar cerca es un componente necesario pero no suficiente. Para muchos inversionistas el tener un entorno seguro, ciudades habitables, acceso a energía limpia y eficiente, pueden ser determinantes para elegir destino y no solamente producir en el país de al lado.

En resumen, en Norteamérica, el “nearshoring” es una estrategia de reconfiguración de la potencia que por supuesto ha colocado a México en una inmejorable condición de despegue, como ocurrió cuando los Estados Unidos concentraron toda su industria en la defensa (durante la Segunda Guerra Mundial) y eso abrió la oportunidad para que México desarrollara su industria ligera. Para muchos corporativos, invertir en México es una opción lógica por la cercanía geográfica y el TMEC, que garantiza certeza jurídica y continuidad. Ahora, México deberá hacer su parte para que la oportunidad estratégica no tenga solamente un impacto marginal y que los inversionistas en sectores de punta, como la industria de los chips, prefieran permanecer en Corea del Sur, a pesar de la distancia, que en nuestro país. EP

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