México ante la disputa tecnológica entre China y Estados Unidos

A partir del bicentenario de relaciones diplomáticas entre México y Estados Unidos, el grupo México en el Mundo presenta una compilación que aborda, desde diversas perspectivas, el pasado y el presente esta relación. Este ensayo forma parte del Capítulo 3 “Oportunidades económicas y conflictos políticos en 2023”.

Texto de 27/03/23

A partir del bicentenario de relaciones diplomáticas entre México y Estados Unidos, el grupo México en el Mundo presenta una compilación que aborda, desde diversas perspectivas, el pasado y el presente esta relación. Este ensayo forma parte del Capítulo 3 “Oportunidades económicas y conflictos políticos en 2023”.

Tiempo de lectura: 18 minutos

Desde la Segunda Guerra Mundial hasta el presente, el posicionamiento geopolítico de México frente al poderoso vecino del norte se ha hecho más complejo y estratégico. A medida que Estados Unidos se ha consolidado como potencia mundial, durante la segunda mitad del siglo XX, y como potencia militar mundial con el fin de la Guerra Fría, la importancia geoestratégica de sus vecinos al norte y al sur de sus fronteras territoriales se ha incrementado en forma proporcional. 

Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, México fungió como espacio de amortiguación para los intereses militares y geoestratégicos de Washington. A cambio, se afianzaron las instituciones mexicanas que garantizaron la consolidación de los gobiernos posrevolucionarios, una política de Estado dirigista, proteccionista y nacionalista en materia económica, piedras de toque de la gobernabilidad y la legitimidad de la clase política mexicana hasta entrada ya la década de 1980.

Durante la Guerra Fría, México desempeñó el papel de filtro de movimientos antisistémicos (catalogados comúnmente como comunistas), que pudieran generase al interior del país o de ser “exportados” del Caribe o de Centroamérica, y que pudieran poner en jaque la legitimidad y la gobernanza autoritaria del régimen político de ese entonces. Este papel de amortiguador y filtro le permitió al país gozar de estabilidad y continuidad políticas, a la par de articular una política exterior con acuerdos tácitos con Washington para disentir en asuntos importantes para México, pero no vitales para Estados Unidos. 

Con el fin de la Guerra Fría y la consolidación de Estados Unidos como potencia militar internacional, México renegoció su alianza con su vecino del norte al pactar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), junto con Canadá. El TLCAN convirtió al país en plataforma de exportación de empresas mundiales que buscaron beneficiarse de las ventajas económicas y de logística que se desarrollaron en un mercado manufacturero prácticamente continentalizado. Empero, dicha alianza, que tuvo también un componente de seguridad, empezó a entrar en crisis desde antes de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y, con el gobierno de Joseph R. Biden parece reconfigurar su perfil bajo un cariz de rivalidad tecnológica y geopolítica frente a China. 

Este ensayo revisa someramente la crisis de la alianza económico-estratégica, cuyo acuerdo más importante fue el TLCAN, analiza la nueva estrategia de política exterior del gobierno de Biden, a raíz de los severos cambios vividos en el mundo en los últimos 4 años, y, en la parte final, explora los retos y las posibilidades del reposicionamiento geopolítico en el que ha quedado México derivado de todos esos cambios. Una vez más, y como ha sido desde la Segunda Guerra Mundial, el margen de maniobra de la política exterior mexicana queda condicionado a su gravitación en el espacio norteamericano.

La crisis del “matrimonio de conveniencia”

El TLCAN constituyó el punto de quiebre de una redefinición sustancial de la relación de Estados Unidos con sus vecinos ubicados al norte y sur de sus fronteras, que se articuló no solo en términos comerciales, sino también geoestratégicos, sobre todo después de los ataques terroristas del 11-S. En efecto, desde 1994 hasta el final del gobierno de Barack Obama, en enero de 2017, el acuerdo trilateral y el perímetro de seguridad de Norteamérica, diseñado por el Departamento de Seguridad Nacional y el Comando Norte del Departamento de Defensa de Estados Unidos, ambos creados por el gobierno de George W. Bush después de los ataques del 11-S, funcionaron como los dos pilares bajos los cuales se construyó lo que, en ese entonces, se llamó una alianza para la prosperidad y la seguridad de la región. La Iniciativa Mérida, puesta en marcha en 2007 durante el mandato de Felipe Calderón (2006-2012), y que estuvo vigente hasta el final del gobierno de Enrique Peña Nieto, fue el corolario bajo el cual México aceptó ayuda militar y financiera de Estados Unidos para combatir el narcotráfico y construir una frontera moderna y segura con su vecino, como parte de la nueva estrategia de seguridad regional impulsada por Washington. 

El TLCAN fungió como una especie de “matrimonio de conveniencia”, en virtud del cual los tres países podrían complementarse entre sí para aumentar la competitividad económica de Norteamérica frente a otros bloques económicos y políticos, particularmente ante la emergencia de la Unión Europea surgida después del Tratado de Maastricht y la posterior construcción de la Eurozona. La Iniciativa Mérida se convirtió en el régimen de asistencia económica y política más importante por el cual Estados Unidos canalizó 2700 millones de dólares, entre 2007 y 2017, para reformar el sistema judicial mexicano, modernizar la infraestructura fronteriza con Estados Unidos, y apoyar la “guerra contra las drogas” que inició el gobierno de Calderón desde el principio de su mandato y continuó durante el gobierno de Peña Nieto, hasta que, supuestamente, llegó a su término con la llegada al poder de Andrés Manuel López Obrador.1 Competitividad y seguridad ⸺ya sea para abatir el terrorismo o el tráfico de drogas⸺, fue el binomio que caracterizó la alianza tricontinental posterior a la Guerra Fría en la que México participó, periodo durante el cual Washington consideró que ya no tenía enemigos estatales, sino desafíos mundiales, entre ellos el terrorismo. 

Durante la vigencia del TLCAN, las cadenas de valor de algunas industrias manufactureras y de servicios se restructuraron a nivel “continental” en sectores clave, como el automotriz, la electrónica, la banca y las finanzas. Norteamérica se convirtió en un bloque de manufacturas y servicios debido, principalmente, a decisiones estratégicas tomadas por empresas multinacionales estadounidenses, canadienses y europeas, que supieron explotar las ventajas de la proximidad geográfica de México al mercado estadounidense. Además, se benefició del monopolio energético que prevaleció durante más de 70 años en el país y que ofreció combustibles a precios subsidiados, al igual que costos laborales y materiales del país que, en general, han sido más bajos que en el resto de la región. La composición del intercambio comercial entre México y Estados Unidos se modificó durante esos años, pasando de ser de tipo interindustrial a uno intraindustrial. Se afianzó lo que Sidney Weintraub llamó, en ese entonces, un “matrimonio de conveniencia”, y que se convirtió en el nuevo entendimiento, a partir del cual, el conjunto de la relación diplomático-estratégica entre los dos países quedó cimentada. 

Sin embargo, dicho matrimonio empezó a entrar en problemas desde el fin del gobierno de Bush en Estados Unidos y con la rotación política que se dio también tanto en México como en Canadá. Obama, a pesar de haber mantenido las Cumbres de Líderes de América del Norte, que habían caracterizado a la alianza norteamericana, privilegió las relaciones bilaterales con cada miembro, en un momento en que la crisis financiera de 2008 empezó a cuestionar las ventajas de los acuerdos comerciales hasta entonces pactados por Washington, especialmente por parte de los sindicatos estadounidenses. Además, el incremento de la migración mexicana aceleraba la militarización de la frontera sur de Estados Unidos. El momento anticlimático de la alianza norteamericana se presentó, sin duda, cuando Trump llegó a la Casa Blanca en 2017. Ascendió con un discurso abiertamente en contra del TLCAN y antimexicano, que obligó a los tres países a negociar un nuevo acuerdo comercial, el Tratado México, Estados Unido y Canadá (T-MEC), y a hacer del tráfico ilegal de humanos y narcóticos un problema de seguridad para Estados Unidos.

La rivalidad sinoestadounidense y la reconfiguración de Norteamérica

Los últimos 4 años apuntan hacia el fin de una era y el inicio de otra, cuyos actores principales y problemáticas apenas se están vislumbrando. Estos cambios se caracterizan por tres crisis profundas: 1) la escalada de la “guerra comercial” entre China y Estados Unidos que, durante el gobierno de Biden, se ha definido más como una rivalidad científico-tecnológica; 2) la pandemia de covid-19 que ha cobrado la vida de más de 6 millones de habitantes y cuyo manejo desarticulado provocó una recesión mundial de la que muchos países aún no salen, y 3) la invasión de Rusia a Ucrania, el 24 de febrero de 2022, lo que provocó una reterritorialización de las fronteras y de las alianzas geopolíticas. Estas tres crisis han modificado el pensamiento estratégico de Estados Unidos, sobre todo con el regreso de los demócratas a la Casa Blanca con Biden.

En efecto, en la nueva estrategia de seguridad nacional del gobierno de Biden, se reconoce que el principal rival geopolítico de Estados Unidos es China. Las razones se encuentran en que su revisionismo en política internacional no es compatible con el orden liberal establecido al final de la Guerra Fría; además, la rivalidad tecnológica que mantiene con Washington busca fortalecer un modelo autocrático e iliberal de gobierno, cuyas manifestaciones de fuerza pueden comprometer el futuro económico y político de sus vecinos (Casa Blanca, 2022). Al mismo tiempo, Washington reconoce que persisten desafíos mundiales con los que hay que lidiar, como el combate al terrorismo, el cambio climático, las pandemias actuales y futuras, que exigen la acción colectiva y, por lo tanto, la cooperación multilateral, incluyendo a los países rivales. En ese sentido, la rivalidad comercial y tecnológica con China no necesariamente se ve como un antagonismo de confrontación, sino más bien como una rivalidad que debe conducirse sin “descarrilamientos”, como Biden lo hizo saber a su homólogo asiático durante su encuentro en la Cumbre de Bali, en noviembre de 2022. 

Por lo que toca a los desafíos comunes, dos de ellos ⸺pandemias y cambio climático⸺ exigen la cooperación con China. Como se sabe, la pandemia de covid-19 mostró la incapacidad de los organismos multilaterales existentes, como la Organización Mundial de la Salud, para enfrentar de manera colectiva una crisis que, desde su inicio, se sabía que se globalizaría. Incluso en los países de la Unión Europea, sus instituciones supranacionales se vieron rebasadas para articular una estrategia común, ya sea para lidiar con la crisis o para encontrar una salida común. Esto hizo que la crisis sanitara afectara de manera desigual entre los países. En el caso de China, la puesta en marcha de una estrategia de cero tolerancia a los contagios, llevó a confinamientos colectivos que afectaron el desempeño de sus exportaciones, generando presiones inflacionarias que se globalizaron y acentuaron con la posterior invasión de Rusia a Ucrania. Controlar dicha inflación se ha vuelto una tarea mundial.

Con el liderazgo renovado de Estados Unidos en el Acuerdo de París sobre cambio climático, el objetivo es acelerar la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), sobre todo las del carbón mineral, el combustible más contaminante de todos los fósiles. Esto ha puesto en ventaja a las economías estadounidense y europeas frente a la china e, incluso, la rusa, pues ya habían iniciado previamente una estrategia de descarbonización que la crisis en Ucrania podría acelerar. El 55% de la canasta energética de China es todavía el carbón, además de que la producción nacional de este energético se ha elevado en los últimos años, a pesar de ser el principal emisor de GEI a nivel mundial. A su vez, el país asiático se resiste a contribuir con fondos para impulsar la transición de las economías en desarrollo, alegando que en el pasado no ha sido un gran emisor. Por lo tanto, la estrategia de descarbonización impulsada por los países occidentales, y ahora liderada nuevamente por Estados Unidos, podría generar puntos de conflicto con su rival asiático.

Aunque la invasión rusa a Ucrania se ha convertido en un choque múltiple (energético, económico y geopolítico) Washington lo percibe como un problema regional que afecta directamente a Europa, aunque hay que revertirlo para contener el expansionismo ruso. La razón por la que Washington no considera a Rusia un rival a la estatura de China es, probablemente, porque cuenta con los recursos duros y blandos para contenerlo. La invasión ha hecho más perentoria la necesidad de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), y la presencia del poder militar estadounidense más necesario en el teatro europeo para mantener los equilibrios en el Viejo Continente. El hecho de que Finlandia y Suecia se conviertan pronto en nuevos miembros de la alianza militar, parece demostrarlo. Estados Unidos ha logrado canalizar recursos financieros y militares al gobierno de Volodimir Zelenski, con fin de resistir la ofensiva rusa. Cuenta, además, con una producción creciente de crudo y gas, que lo ha hecho no solo autosuficiente, sino capaz de suministrar dichos recursos a sus aliados europeos, con el fin de apoyar el embargo petrolero impuesto a los rusos ⸺y que la misma Europa se apresta a secundar⸺, así como para diversificar las importaciones de gas ruso de las que todavía Europa depende.

Semejantes rivalidades y retos serán enfrentados bajo una estrategia de tres pilares esbozados en la nueva estrategia de seguridad de Washington: 1) lo que se podría considerar una “securitización”2 de la innovación tecnológica y, por lo tanto, del comercio de insumos estratégicos de la economía estadounidense; 2) la redefinición de las alianzas, y 3) la modernización del ejército estadounidense. Los primeros dos puntos resultan cruciales para este ensayo porque redefinen directamente el peso geopolítico de Norteamérica que, como se dijo en la primera sección, hasta la era Obama se había concebido como un bloque para mejorar la competitividad de la región en una era de globalización y desafíos transnacionales, sobre todo contra el terrorismo. 

En efecto, el primer pilar de la estrategia estadounidense vincula la tecnología y el comercio con la seguridad, mayormente en insumos e industrias clave para la movilidad eléctrica y electrónica, como los microprocesadores, las tecnologías de punta en computación, la biotecnología y las energías limpias. A diferencia del gobierno de Trump, en el que la imposición de aranceles (alegando seguridad nacional) se hizo de manera indiscriminada y afectó al comercio con sus socios norteamericanos, en esta ocasión todo tipo de restricciones al comercio exterior (incluyendo prohibiciones a la exportación) de las industrias ligadas a la quinta generación de movilidad electrónica y a la transición energética están destinadas contra China. En este rubro, el gobierno de Biden ha borrado la frontera entre la política exterior y la interior, con el fin de fortalecer la resiliencia de su propia economía frente al reto chino. Para ello, Washington se ha embarcado en una política industrial de vanguardia, en la que el Estado realiza inversiones estratégicas para que el sector privado y los organismos regulatorios pongan en marcha la reconversión de la economía, apoyada todavía en la movilidad y el consumo de combustibles fósiles, hacia una verde en donde la movilidad y la conectividad descansen más en energía eléctrica generada por renovables.

Es en ese contexto que deben entenderse las tres leyes que ha logrado aprobar el Congreso estadounidense durante la primera mitad del gobierno de Biden. La Ley de Infraestructura, votada en noviembre de 2021 y que agrupa el mayor volumen de inversión pública (1.2 billones de dólares) a ser desembolsado en 5 años, que busca modernizar las carreteras, caminos, sistemas de agua potable y de conexión electrónica del país. El segundo paquete lo consiguió Biden en julio de 2022, con la Ley de Reducción de la Inflación, mediante la cual pudo obtener otros 385 000 millones de dólares, desembolsables en 10 años, para apoyar directamente el desarrollo de energías renovables y el impulso de los automóviles eléctricos. Poco después, en agosto de ese año, logró que se votara lo que se conoce como la Ley de Chips y Ciencia, que prevé un desembolso de más de 52 000 millones de dólares para impulsar la investigación, la producción y el desarrollo de los microprocesadores de nueva generación en su país, y así superar el desabasto que la crisis de covid-19 había generado de estos insumos estratégicos para asegurar la competitividad de la economía estadounidense en la era de la tecnología 5G. 

En efecto, la Ley de Reducción de la Inflación y la de Chips y Ciencia, incluyen créditos, subsidios y desembolsos tanto para impulsar la generación eléctrica y movilidad de carbono neutro, como para estimular la investigación y el desarrollo de los microprocesadores de nueva generación. En materia climática, la Ley de Reducción de la Inflación es la más ambiciosa de todas, pues lo mismo da créditos a la producción, a la inversión y al consumo para la generación y venta de energía verde, como para la captura de carbono, el desarrollo de celdas de combustibles, nuevas baterías y automóviles eléctricos, entre otros. Lo más controvertido de esta ley es su carácter proteccionista, ya que busca impulsar las cadenas de suministro internas y, en el mejor de los casos, las de Norteamérica o, en algunos casos, la de los países que cuentan con un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos. En materia automotriz, por ejemplo, los créditos solo benefician a los vehículos ensamblados en Norteamérica, cuyas reglas de origen exigen, además, incorporar el acero y otros componentes con los que han sido ensamblados. Con dicha ley, queda claro que Washington busca proseguir con la desarticulación de las cadenas de suministro que se habían entablado con China, para reconstituirlas con países más cercanos (el llamado nearshoring), aunque en la legislación estadounidense se han enmarcado más bien en una relocalización “amistosa” (friendshoring), es decir, con países ubicados ya sea en Norteamérica o con quienes se tiene un acuerdo de libre comercio.

El objetivo de la Ley de Chips y Ciencia es mucho más estratégico, pues busca detonar la producción interna de microprocesadores de última generación. Al mismo tiempo, trata de fortalecer la investigación y el desarrollo científicos en un país que, a pesar de haber inventado el chip, solo produce nacionalmente 10% de sus requerimientos, mientras que 75% de la producción mundial proviene de países asiáticos, principalmente de China. Con esta ley, Estados Unidos busca elevar su producción interna, reconfigurar las cadenas de suministro bajo los términos arriba mencionados, otorgar créditos de hasta 25% a las nuevas inversiones en este campo, y echar a andar una estrategia de ciencia y tecnología, a nivel federal, que garantice lo que se ha denominado su “seguridad económica”,3 derivación interna de su estrategia externa que busca mantener la superioridad tecnológica estadounidense sobre China.

Esta suerte de securitización de la innovación tecnológica y del comercio de insumos estratégicos termina la era de la globalización como Washington la había concebido hasta el fin de la era de Obama, en el sentido de que las empresas transnacionales eran libres de reubicar sus cadenas de valor con base a las mejores condiciones de los mercados regionales y globales. La securitización de la movilidad electrónica y de la transición energética ⸺exacerbada aún más por la invasión rusa a Ucrania⸺ tiende a redefinir los flujos de comercio e inversión bajo criterios geopolíticos. Esto es lo que explica el nuevo proteccionismo de Washington en sus industrias clave, así como la redefinición de sus alianzas estratégicas.

En efecto, la rivalidad tecnológica con China, la incertidumbre que ha abierto sus reclamos fronterizos en su mar Meridional, y la invasión rusa a Ucrania, han obligado a Washington fortalecer y, hasta ampliar, su alianza militar con Europa y Turquía mediante la OTAN. La imposición de sanciones a Rusia, el desacoplamiento de las importaciones rusas de combustibles fósiles que efectúa hoy la Unión Europea, y la urgencia por diversificar los abastecimientos energéticos, han fortalecido las relaciones transatlánticas. La creación de nuevos bloques, como el Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (QUAD), conformado por Australia, Estados Unidos, la India y Japón, y el AUKUS (Australia, el Reino Unido y Estados Unidos), que abarcan países clave del Indo-Pacífico, el I2US, que incluye a Emiratos Árabes Unidos, Estados Unidos, la India e Israel, y el llamado Marco Económico del Indo-Pacífico para la Prosperidad (IPEF), que abre una nueva era de cooperación política y económica entre Washington y trece miembros de la región, son signos claros de esta nueva era de fragmentación y reorganización geopolítica a través de bloques. En todo este reordenamiento, ¿cómo queda México?

Oportunidades y limitantes del nuevo entorno geopolítico mexicano

El fin de la era posterior a la Guerra Fría y la nueva estrategia articulada por Washington para enfrentar sus nuevos retos y oportunidades geopolíticas, han abierto una ventana de oportunidad para redefinir el matrimonio de conveniencia con México, que se constituyó entre 1994 y 2016 y que ya había manifestado signos de agotamiento durante la era de Obama. La rearticulación de esta nueva alianza se hará bajo nuevos términos, en los que el manejo de la rivalidad sinoestadounidense, evitando en la medida de lo posible “descarrilamientos”, será la preocupación central de Estados Unidos.

El eje a partir del cual se podría realizar esta rearticulación es sin duda el T-MEC, ya que, por ahora, ni la agenda migratoria ni la de combate al narcotráfico de ambos países, cuenta con un común denominador como para redefinir el conjunto de la relación bilateral. En todo caso, otros autores en esta colección de ensayos abordarán, por separado, dichas agendas. A pesar de las limitantes del T-MEC, el acuerdo encierra un interés común, a partir del cual ambos países siguen anclando su futuro económico, sobre todo ahora que Washington ha apostado a la rearticulación de las cadenas de suministro estratégicos bajo el principio de la relocalización amistosa. El anuncio del Plan Sonora apunta hacia ese nuevo entendimiento; el proyecto consiste en la construcción de una gran planta de energía solar por parte del gobierno mexicano en dicho estado, además de poner en marcha un proyecto de atracción de inversiones por 48 000 millones de dólares para desarrollar la producción de microprocesadores de nueva generación, que se eslabonaría con la efectuada por las empresas que operan en el estado contiguo de Arizona.

Estados Unidos ha logrado ya desacoplarse considerablemente de las importaciones chinas de chips. Como se muestra en la gráfica 1, en 2011, el dragón asiático proveyó 40% de las importaciones estadounidenses, mientras que, en 2021, apenas eran 7% del total. La gráfica muestra también el papel clave que han desempeñado los países de Asia-Pacífico, sobre todo Corea del Sur, Malasia, Tailandia y, más recientemente, Vietnam, en el desplazamiento de las importaciones chinas. La relocalización de las importaciones chinas se ha realizado en países cuyo comercio gravita en torno al mercado chino, por lo que el gobierno de Biden ha buscado un nuevo acercamiento con dichos países mediante el IPEF. México, por el contrario, que llegó a abastecer el 15% de las importaciones de microprocesadores de su vecino del norte, ha sido desplazado por los países asiáticos, ya que, en 2021, solo le proveyó el 3%. La posibilidad de que México pueda recuperar su porción de mercado al norte de su frontera es, sin duda, posible.

Gráfica 1: Importaciones de semiconductores de Estados Unidos, 1992-2021 (porcentajes)

Fuente: Elaboración propia con datos del apartado de Comercio Exterior de la Oficina del Censo de Estados Unidos.

Otras oportunidades se podrían abrir también en el sector automotriz, el más integrado entre los dos países. Conforme a la Ley de Reducción de la Inflación, a partir de enero de 2023 las baterías de automóviles eléctricos obtendrán un subsidio de 3750 dólares si 40% de dichos minerales provienen de Estados Unidos o de un país con quien tiene un acuerdo de libre comercio. Dicho contenido regional se incrementará 10% durante los siguientes años, hasta llegar a 80% a partir de 2027. En el caso de las baterías con celdas de combustible (normalmente de hidrógeno), podrán obtener un subsidio adicional de 3550 dólares si cumplen con un contenido regional de 50%, también a partir de 2023. Para este rubro, la discriminación comercial es aún mayor, pues el contenido regional se contabiliza solo para Norteamérica, y se elevará progresivamente en los siguientes años hasta llegar a 100% a partir de 2029.

Varios estudios prospectivos recientes han resaltado el potencial que México tiene para aprovechar la relocalización cercana o amistosa que se ha abierto con el revisionismo geopolítico impulsado por China y Rusia. Sin embargo, también han resaltado los principales obstáculos para lograrlo, como la incertidumbre que permea el clima de inversiones en el país, derivado de las desavenencias en materia energética que hay con los inversionistas privados y el gobierno estadounidense, así como el clima de inseguridad y la falta de infraestructura, sobre todo en materia de interconexión eléctrica, como lo han señalado Stanley Morgan y Azucena Vásquez.

Lo más espinoso en materia energética ha sido la modificación de la Ley de la Industria Eléctrica, en marzo de 2021, por la que el gobierno le dio preferencia a su empresa pública, la Comisión Federal de Electricidad, para proveer el fluido eléctrico en detrimento de los proveedores privados que, hasta antes de la enmienda, competían bajo criterios de mercado en el despacho eléctrico. La enmienda provocó una controversia constitucional promovida por la Comisión Federal de Competencia Económica y los partidos de oposición, que finalmente la Suprema Corte de Justicia desestimó.

Esto hizo que, en julio de 2022, Katherine Tai, Representante Comercial de Estados Unidos, convocara a consultas entre gobiernos, al que posteriormente se adhirió el de Canadá, con miras a someter a arbitraje, en el marco del T-MEC, los cambios realizados a la ley eléctrica y otras medidas tomadas por el gobierno mexicano que han afectado las inversiones de su país y han asegurado un trato preferencial a las empresas estatales, lo que va en contra de lo pactado en el T-MEC. Los reclamos son por violar los principios de trato nacional y no discriminatorio, otorgado por el acuerdo tanto a los bienes como a las empresas provenientes de los países signatarios, y por el sesgo que ha caracterizado a las decisiones de los órganos reguladores.

Por ahora, la táctica usada por el gobierno mexicano ha sido prolongar las reuniones de consulta y revertir selectivamente actos discriminatorios que muestren su voluntad de ajustar sus prácticas administrativas a lo pactado en el acuerdo. Empero, como la modificación a la ley eléctrica es incompatible con algunos artículos y capítulos pactados en el T-MEC, es probable que, tarde o temprano, se active un panel que la impugne. La apuesta de López Obrador podría ser que un laudo desfavorable a México se emita al final de su sexenio, dejando la solución legal del conflicto al siguiente gobierno. De prevalecer un escenario en esta dirección, la reglamentación del T-MEC se convertiría en la institución más sólida para garantizar la modernización del sector energético mexicano y asegurar la entrada de energías renovables, así como para allanar el camino para una renovación de la alianza geoestratégica con Washington en un momento de grandes cambios geopolíticos. Violentar el acuerdo o, incluso, provocar que Estados Unidos o Canadá renuncien al mismo por la inobservancia mexicana (no hay que olvidar que el T-MEC tiene una validez de 16 años, pero habrá una primera revisión en 2026), será sin duda mucho más costoso que haberse empeñado en revertir las reformas que transformaron el sector energético mexicano antes de la llegada de López Obrador.

Consideraciones finales

Los últimos 4 años han transformado, sin duda, el orden posterior a la Guerra Fría, en el que Estados Unidos logró adaptar y refundar las instituciones creadas bajo su liderazgo al término de la Segunda Guerra Mundial con el fin de internacionalizar el orden liberal basado en reglas. La expansión de la OTAN, la creación de la Organización Mundial del Comercio y la puesta en marcha del TLCAN fueron parte de ellas. Washington percibió que había cesado de tener enemigos estatales y se concentró en lidiar con problemas multilaterales y retos internacionales, entre ellos el terrorismo. El matrimonio de conveniencia que pactó con sus vecinos ubicados al norte y sur de sus fronteras se convirtió en pieza clave del nuevo orden internacional que Estados Unidos intentó consolidar. Sin embargo, con la llegada de Trump a la Casa Blanca, y con las disrupciones que se dieron entre 2018 y 2022, Washington se ha visto obligado a redefinir sus retos y alcances de su política exterior. 

El cambio más radical ha sido concebir la nueva rivalidad tecnológica en materia de movilidad electrónica y de transición energética como un problema de seguridad nacional frente a China y, por lo tanto, “interméstica”; es decir, en donde las fronteras entre la política interior y la exterior han quedado diluidas. En consecuencia, le ha otorgado una nueva dimensión geopolítica a su alianza con sus vecinos norteamericanos, la cual mostraba ya signos de desgaste desde antes de la llegada de Trump. Ante los nuevos retos, el gobierno de Biden está dispuesto a desarticular sus cadenas de valor que había tejido con su nuevo rival, sobre todo en materia de insumos sensibles y estratégicos, para reubicarlas con sus socios norteamericanos o con aquéllos países ligados por acuerdos comerciales. La reubicación cercana o amistosa de cadenas otrora globalizadas constituyen un elemento central de la tecnoguerra que Washington ha iniciado contra China, bajo un manejo que busca evitar los “descarrilamientos” bélicos. Es, en muchos sentidos, el fin de la globalización como Estados Unidos lo concibió al terminar la Guerra Fría. De ese manera, Norteamérica pasó de ser un espacio bajo el cual Washington buscaba afianzar su competitividad económica y seguridad territorial en una marco de globalización generalizada, a uno cuya reserva de recursos, tanto mineros, territoriales y humanos, se ha vuelto crucial para superar tecnológicamente a su rival asiático.

En México, por el contrario, el gobierno actual no ha abandonado su repliegue soberanista que lo ha caracterizado. Dicho ensimismamiento respondió, en parte, a la manera abrupta e unilateral con la que Trump negoció el T-MEC y al intento de López Obrador por revertir la reforma energética de 2013, que liberalizó todas las cadenas de valor de la industria energética mexicana. Los intentos por revertirla, ya sea por la vía constitucional o por enmiendas legislativas y la captura de órganos regulatorios, han generado incertidumbre en los inversionistas extranjeros, cuyas contrapartes estadounidenses y canadienses han pedido a sus respectivos gobiernos iniciar pláticas con el gobierno mexicano para que alinee sus políticas conforme a lo estipulado con el T-MEC; de lo contrario, dichas disposiciones podrían someterse a un panel de controversias con resultados potencialmente costosos para México. 

A las desavenencias energéticas se agregan los temas tradicionales de la agenda bilateral, como migración y combate al crimen organizado, que siguen sin encontrar un punto común para articular nuevas arquitecturas de cooperación entre los dos países. Hasta ahora, el gobierno actual se ha mantenido reactivo frente al cambio de estrategia puesto en marcha por Washington y no se vislumbra, en el mediano plazo, la articulación de una nueva propuesta que acomode los intereses mexicanos a la nueva realidad geopolítica en la que se encuentra. El próximo gobierno que llegue al poder en 2024, independientemente de la coalición política de la que provenga, tendrá que redefinir las prioridades mexicanas frente a su poderoso vecino del norte. En su tarea deberá estar consciente de que cualquier solución que proponga a los problemas intermésticos que comparte con él, tendrá que considerar y ponderar las prioridades geopolíticas de Washington, similar a como los gobiernos anteriores lo han hecho desde la Segunda Guerra Mundial. EP

  1. Para un resumen de los logros y los límites de la Iniciativa Mérida, veáse Seelke y Finklea, 2017. []
  2. Neologismo del inglés “securitization”: encuadrar una problemática en el marco de la seguridad nacional. []
  3.  Para un análisis desagregado de la Ley de Chips y Ciencia, véase Bennet, 2022. []
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