Los juegos de la memoria en la era de lo desechable

Yuliana Rivera presenta su mirada al libro de Aníbal Santiago: México, tierra inaudita. Relatos de un país inimaginable.

Texto de 17/12/20

Yuliana Rivera presenta su mirada al libro de Aníbal Santiago: México, tierra inaudita. Relatos de un país inimaginable.

Tiempo de lectura: 5 minutos

Memory is a strange thing.

We are so bound by time, by its order.

Arrival, 2016

Las redes sociales son el marco de nuestro rostro. En ese espacio, la regla es mostrar una idea —positiva— entorno a ti. La mayoría de los avatares con los que interactúo en mis cuentas como Facebook, Twitter e Instagram, se había propuesto leer y compartir sus lecturas para hacer menos pesado el encierro y la soledad de la cuarentena. La dinámica de la realidad virtual es fractal, se dimensiona, te seduce y condena a seguir las formas, a repasarlas una y otra vez. Si la creatividad nos hace humanos y es un sustento para vivir; hoy, bajo estas circunstancias —sobrevivir— ha cobrado un papel aún más heroico, aunque no menos simulador que nuestra capacidad para ser creativos. 

Estos meses, he visto desfilar en cada página de inicio de mis cuentas de redes sociales publicaciones de aquellos talentosos que sacaron a lucir sus dotes de canto, al lector que desempolvó a autores canónicos de su librero o uno que otro marginal para lucir su biblioteca y su habilidad de lectura en voz alta. También están aquellos que invitaron a un programa porque es “especialista” en un tema y el que todavía nos echa en cara que incluso en el encierro no ha dejado de producir y así ha desafiado sus depresiones. No menos importantes, acaso los más rifados, aquellos que encontraron el amor y ya ni de sus mascotas se acuerdan y los que aseando la casa alinearon sus chacras, porque el encierro es su segunda piel y esto no les ha impedido fluir. En este escenario, creo que la pandemia es Santo Tomás el incrédulo. 

El juego de simulación erige nuestra propia versión del mundo, uno menos cruel, uno en el que nos parecemos más a Odiseo que a Polifemo. Desde casa nos empeñamos por socavar lo funesto, el dolor, adhiriéndonos a otra máscara que a todas luces no hace sino evidenciar más nuestra monomanía. Parece que ninguna presunción de nuestros nuevos hábitos tiene mayor importancia más allá de nuestra habitación, porque todo sigue quedándose en la forma, en la ilusión, el artificio y en la inmediatez del comentario local. Activar la cámara de nuestros teléfonos móviles para dar cuenta de cada novedad, la cual se extingue a las 24 horas, es una prueba de que atravesamos por la “Era de lo desechable”. Intentar verse, siquiera, sería desconocerse, todo lo opuesto a la afirmación que perseguimos ostentando hábitos, gustos, filias. Desconocerse implica olvidar, acaso peor que morir, y esto nos puede llevar toda la vida. Los fines del juego de la simulación son eufemísticos: grabar, comunicarnos con otros, notificarles sobre de nuestra existencia, mantenernos cerca. ¿Por cuánto tiempo? ¿24 horas? 

Todo es entusiasmo. Eludimos el dolor a toda costa porque afrontarlo infringiría nuestro narcisismo y reflejaría nuestra poca capacidad de entender que hay tipos de dolor y no “el Dolor”. En todo caso, observo la exhibición que hacemos de aquel. Al individualizar el dolor restringimos nuestra capacidad de empatía con el otro porque no sabemos sentir. La piedad y la compasión son apenas caminos para ser empáticos, y este tránsito demanda un enorme esfuerzo de apertura e interiorización, aunque nos parezca paradójico. En la “Era de lo desechable” ambos términos se han guardado en el cajón de la alacena. Quizá estoy siendo inflexible y hostil. Quizá a mí también el mundo me ha hechizado. ¿Cuál es mi papel en todo esto? Debo parecerme a los avatares antes enlistados para escribir sobre ellos. El juego de espejismos, herramienta de la simulación. 

Hace un año me hablaron del libro de Aníbal Santiago México, tierra inaudita. Relatos de un país inimaginable (2018). Una amiga regiomontana, Diana, con la que casi nunca hablo, me lo recomendó: “Tienes que leerlo. Todo aquello que nosotros vemos como normal, él les echa luz.” El libro me lo regalaron después; apenas lo leí durante este lapso que va del confinamiento, y en efecto, “les echa la luz”, porque la crónica como género es pariente del periodismo. En una entrevista, Aníbal se refiere al oficio de periodista como “alguien que tiene que tener la mirada fina”. Respecto al autor que más ha influido en él, dijo muy seguro: “Henry Miller […] dibujaba las contradicciones de la sociedad y de la gente sus propias pasiones”. México, tierra inaudita… tiene todo lo anterior; se nota la formación no sólo literaria de su autor, sino los requisitos de todo cronista, “caminar, andar las calles”, diría Altamirano en sus crónicas de la semana. 

Pero una pasión salta a la luz en las narraciones de Aníbal y es que mira el dolor en las voces y lo dibuja. Su libro fue mío por una semana. Sin decirle a nadie ni tuitearlo, avancé con la lectura en un trayecto donde lo que abundó fue el asombro. Guardé silencio como uno de los actos más valientes para aprehender del mundo. Seguí el juego de la simulación, porque la verdad moría por compartir la lectura, pero cada quien sabe dónde le duele y decide qué mostrar. Ante la indecisión sobre guardar silencio o no, pensaba que no hay verdades sin mentiras como en la alegría hay tristeza. Nada es absoluto.

Las frases que subrayaba significaron pensar en la memoria, no la mía, (sino hasta mucho después) tanto como en la de aquellos que contaron sus historias a Aníbal. En “El maestro de Pepe ‘el Toro’”, permítanme el spoiler, la verdadera historia es la de Pepe “el Toro” no la del maestro. A través de él, Pepe “el Toro” revela “cómo le hizo para llorar tan feo”. En la secuencia en que carga al niño y “lo aprieta contra su pecho, vio cara a cara a su hijo sin vida” (p. 280). Detrás de Pepe había un hombre; detrás de nuestras pantallas, estamos lo que somos. El maestro se piensa a sí desde la figura y su relación con el actor. ¿Es posible pensarnos que no sea a través del otro?  El dolor de Pepe es el de su maestro y su memoria la de una generación.  

En “Laguna Seca: el pueblo que no bailó los XV de Rubí”, “Ecatepec, reportero en el infierno”; “Los ángeles nunca mueren”, un relato que podría tener como subtítulo “La increíble y triste historia de Los Ángeles Azules”, advertimos que en México las paradojas son las que rigen la vida. Constantemente, como yo, el lector volverá a la portada para recapitular el atinado título del libro: México, tierra inaudita. Leer el  asombro. Cada historia explora en la condición humana, el morbo, el voyerismo, la corrupción, la desigualdad de clases, la fe, incluso en la idea del amor más allá de la muerte y el destino. Sobre esto último, cuenta Marie-José Paz el incendio del departamento donde vivía con el poeta. Spoiler: esta narración trae premio, quizá el último poema que haya escrito Octavio Paz. Aunque, también, hay una crónica que muestra el otro rostro del amor, acaso por culpa de la ingenuidad, no obstante, de nuevo el engaño tras el artificio: la trata de personas. Mariela no sólo le comparte a Aníbal, brevemente, su tragedia, sino que descubre la desgracia de nacer mujer en un país como el nuestro. ¿Cuánto vale nuestra vida? ¿Importa? Esta también es la memoria de nuestra sociedad. ¿Dónde estábamos cuando todo eso estaba pasando? He sentido la necesidad de compartirlo. Hoy, en el claroscuro de cada habitación a la que nos arrojamos, pese al ruido que nos extingue, nos asisten las palabras y la imagen para levantar historias que constituirán nuestra memoria. En ese soliloquio excitado por el silencio del lector, el tiempo nos toma por los hombros y nos recuerda que este mundo es desigual —y en este como en el dolor— caben distintos modos y rutas para asombrarse y (des)conocerse en lo inaudito. La soledad es cóncava para bien y para mal. Es un camino y el fin, pero, sobre todo, en cualquier realidad el tiempo tiene una fisonomía lineal, aunque la lectura será siempre una forma de volver, de torcerlo para no olvidar, comunicarnos con otros, para desechar lo desechable, acaso, jugarle una paradoja. EP

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