¿Qué pasó con la democracia, ese proyecto de la igualdad y la libertad, cuando el factor dinero entró al juego político? Martín Vivanco, especialista en derecho y ciencia política, hace un retrato de la democracia en tiempos del neoliberalismo, ese momento en que lo político capturó al poder económico, resultando en mayor desigualdad política y social.
La maldición del dinero
¿Qué pasó con la democracia, ese proyecto de la igualdad y la libertad, cuando el factor dinero entró al juego político? Martín Vivanco, especialista en derecho y ciencia política, hace un retrato de la democracia en tiempos del neoliberalismo, ese momento en que lo político capturó al poder económico, resultando en mayor desigualdad política y social.
Texto de Martín Vivanco Lira 13/07/20
Las imágenes son estremecedoras. En una se ve la silueta de un canguro inmóvil, petrificado. Atrás de él, las llamas incineran lo que parece ser una casa. La casa arde. La fotografía deslumbra por su colorido: es un rojizo, con brotes de naranja y amarillo, todo bajo un manto oscuro. En la Australia que ardía, los días se volvían noches a raíz del humo que invadía el espacio, “antes de que la llama roja anunciara la inminencia del infierno”.[1] Australia fue precisamente eso: el infierno entre nosotros al inicio de este 2020. Pero fue también, acaso, algo más: la prueba más vívida del fracaso de un sistema político y económico.
Hasta el 8 de enero, los incendios habían destruido más de 17 millones de acres.[2] Alrededor de mil millones de animales habían sido incinerados,[3] al grado de que algunas especies se encuentran al borde de la extinción.
Más de 26 personas muertas, poblaciones enteras evacuadas, infraestructura básica hecha pedazos. Todo apunta a una catástrofe humanitaria de proporciones titánicas. La realidad superó a la ficción, a tal grado que una librería en Cobargo colgó un nuevo letrero en su entrada: “La Ficción Postapocalíptica se ha movido a la sección Actualidad”.[4]
Era lógico esperar una reacción ejemplar de las autoridades australianas, una condena enérgica a la política industrial que ha sobrecalentado al planeta, una alianza férrea contra los intereses económicos detonantes de la crisis climática. Sin embargo, sucedió exactamente lo contrario.
Mientras Australia ardía en fuego, el líder del Partido Laborista –el partido opositor– realizó una gira a las comunidades mineras para reiterarles un apoyo total a sus exportaciones de carbón. El primer ministro Scott Morrison se fue de vacaciones a Hawái. Las razones de estas estampas de ceguera e indiferencia no son difíciles de imaginar.
Morrison debe su victoria electoral al apoyo de un oligarca de la industria minera, Clive Palmer. Palmer invirtió más del doble de recursos en publicidad electoral que los dos principales partidos combinados. Acto seguido, anunció su plan de construir la mina de carbón más grande en Australia.
Este fenómeno no es nuevo en ese país. Desde 1996, los gobiernos conservadores han combatido exitosamente la implementación de acuerdos internacionales para mitigar el cambio climático en defensa de su industria de combustibles fósiles. Como reporta el New York Times,[5] actualmente Australia es el mayor exportador de carbón y gas en el mundo. Recientemente, ocupó el lugar 57 en un ranking que mide el grado de compromiso –a través del impulso de políticas públicas– en contra del cambio climático. El número total de países incluidos en el ranking fueron –oh, sorpresa– 57.
Traigo a colación el ejemplo australiano porque pinta de cuerpo entero cómo el dinero no sólo influye en la política, sino la moldea, la hace suya. Me interesa concentrarme en un punto específico: la forma en que las reglas de financiamiento electoral son el punto de partida de esta captura de lo político por el poder económico. La ecuación es sencilla: a mayor financiamiento privado sin restricciones, mayor desigualdad política. A mayor desigualdad política, mayor desigualdad social.
El problema de esta ecuación es que funciona muy mal para la estabilidad democrática. Es el botón que detona el cisma entre los desiguales, el configurador del antagonismo de la élite contra la sociedad, o –para contemporizar con el léxico de moda– el pueblo. Es la primera fisura del sistema que avanza hasta el punto de la rotura populista.
Conviene empezar por el principio. El neoliberalismo sí existe.[6] Es un proyecto ideológico, económico y político, producto de intereses concretos. Quienes lo diseñaron tenían claro lo que querían: privilegiar las libertades económicas sobre las políticas, el mercado sobre el Estado. Eran los tiempos del New Deal, de la crisis del 29 y del surgimiento de los idearios de la barbarie: el comunismo soviético, el nacionalsocialismo alemán y el fascismo italiano. En medio de ese océano intempestivo –en 1938 para ser exacto– un grupo de filósofos, economistas y empresarios se reunieron en Francia y propusieron un plan ideológico, es decir, una forma de ver el mundo y concebir lo humano, que tardaría cuarenta años en florecer, pero cuando lo hizo se apropió de todo, incluyendo eso que definía Ortega y Gasset como el sistema de creencias.[7]
Nada sucedió de forma espontánea. Para sembrarse en el sentido común de la época era necesaria una estrategia. Se pensaron formas de cooptación de los medios populares, se aprovecharon los claustros académicos, se sacó ventaja de la vacuidad del discurso político. Repensar lo humano, las relaciones personales, la familia, la sociedad, el Estado y la política, era necesario para implantar un nuevo canon de pensamiento. El proyecto requería inocular el egoísmo como moneda corriente en las relaciones humanas, el dinero como medida del éxito, la meritocracia como la forma de movilidad social por excelencia, la desaparición de la sociedad como esa esfera de lo común, el Estado como un mal necesario, y la política como un pantano burocrático, lleno de habladores y vividores de nuestros impuestos.
El proyecto se concreta en dos escenas ya conocidas. El momento en que Margaret Thatcher, siendo líder de la oposición, interrumpe una reunión para lanzar sobre la mesa el libro La constitución de la libertad, de Friedrich Hayeck, y señala enfática que “en esto es en lo que creemos”. Tiempo después, la misma Dama de Hierro declaró sin tapujo alguno que “la sociedad no existe. Sólo existen hombres y mujeres individuales”. Al convencimiento de Thatcher, le siguió una adhesión dogmática de Reagan. Los lobos de Wall Street despertaron venturosos y felices.
Mientras tanto, en los países más ricos del mundo, la desigualdad económica se ampliaba significativamente. De acuerdo con Thomas Piketty, entre 1948 y 1970, en Estados Unidos el decil superior en la jerarquía de ingresos mantuvo una participación cercana al 30% del ingreso nacional.[8] En contraste, para la década de los setenta y ochenta, este porcentaje se elevó de forma sostenida hasta alcanzar niveles cercanos al 50%, entre 2000 y 2010. Por lo tanto –y a diferencia de lo que los pronósticos optimistas señalaban– el grueso de la riqueza se concentró en manos de una minoría cada vez más reducida.
No es casual que, en esa misma época, las reglas del financiamiento electoral empezaran a cambiar. En esos tiempos, llegó a la Corte Suprema de Estados Unidos el primer caso sobre límites al financiamiento electoral. En Buckley versus Valeo se resolvió que es constitucionalmente válido imponer límites legales a las contribuciones electorales –para evitar corrupción, del tipo quid pro quo– pero no así al gasto, ni del propio dinero del candidato, ni de los individuos, ni de las corporaciones.[9] El gasto puede ser ilimitado porque tiene un valor comunicativo: es una extensión de la libertad de expresión del individuo. El dinero es discurso. Y, como decía Owen Fiss, al ser ilimitado puede dominar el espacio en los medios de comunicación al grado de ser el único mensaje y, por tanto, puede ahogar la voz de los más pobres, tornándolos en objetos silentes.[10] El límite a las contribuciones directas para los candidatos se justificó argumentando que evitaría prácticas corruptas.
La resolución refleja una cierta
concepción democrática. Insinúa una asimilación del mercado a la democracia
misma: una democracia mercantil, donde no hay ciudadanos, sino consumidores;
donde el ideal de autogobierno colectivo se reduce a una agregación de
preferencias individuales. La similitud con el léxico neoliberal no es mera
coincidencia.
Miércoles, 19 de febrero de 2020: veo el debate de las elecciones primarias del partido demócrata estadounidense. Los ánimos están enardecidos. Todavía no hay un puntero claro para vencer a Trump. Pero lo que llama más mi atención es un contendiente que está parado en el escenario con un semblante adusto. Se le nota incómodo, fuera de tono. Es el billonario Michael Bloomberg y su mera presencia en el debate es un recordatorio de que, como decía Tony Judt, algo va mal. Bloomberg había gastado más de 400 millones de dólares en publicidad. Gracias a ello, se posicionó positivamente en las encuestas nacionales de forma que, según las reglas electorales, tenía el “derecho” a contender. Contaba con un 16% de las preferencias demócratas, sin haber puesto un pie en las cuatro primarias antes celebradas. Ese 16% es superior a las preferencias por otros y otras contendientes que llevan meses en el proceso electoral, recorriendo el país, recaudando fondos, haciendo propuestas y tocando puertas.
Insisto, algo no cuadra, algo incordia en el escenario. Aunque al principio fue Elizabeth Warren quien tundió al billonario, Bloomberg fue expuesto también por Bernie Sanders. El intercambio entre ellos no tiene desperdicio. Pone el dedo en la llaga democrática, debido a la infección que la invade, el dinero.
Sanders: Saben, cuando hablamos de un sistema político corrupto, comprado por billonarios como el señor Bloomberg, se manifiesta en un código fiscal en el cual no es sólo Amazon y otras grandes corporaciones […] no pagando un centavo de impuestos, tenemos la loca situación de que los billonarios hoy […] tienen una tasa impositiva efectiva más baja que la de la clase media.
Bloomberg: […] ¿Por qué te estás quejando? ¿quién escribió el código?
Sanders: Tú lo hiciste. Tú y tu campaña…
Bloomberg: Tú y los otros 99 senadores.
[…]
Sanders: Tú y tus contribuciones a campañas eligiendo a personas que representan a los ricos y poderosos, ésos son los tipos.
Michael Bloomberg estaba ahí por su dinero. Compró su llegada al proceso electoral demócrata –acaso el más importante en su tipo en el mundo. Pero además, la diatriba con Sanders muestra cómo se distorsiona la democracia cuando transmuta en mercado. Los más acaudalados ejercen tal influencia sobre ella que socavan uno de sus principios torales: una persona, un voto.
De algo deberíamos estar seguros, si todos tenemos derecho a un voto, deberíamos –en teoría– ser representados equitativamente en la legislatura. Lo dicho por Sanders nos muestra que esto no es así. Hay poder, hay intereses, hay dinero. Hay personas comunes y corrientes y personas poderosas. Hay una lealtad de los legisladores a sus grandes contribuyentes. Hay un relato hermoso, iluso, sobre la democracia que escribimos tras las guerras atlánticas en el ocaso del siglo dieciocho. Hay teorías sobre ese relato y teorías sobre las teorías sobre la democracia. Y hay una cruel realidad: nos acercamos más a una plutocracia efectiva que a ese relato que nos seguimos contando a nosotros mismos. A ese relato en el que el foro público debe ser libre y accesible a todos; liberado de la maldición del dinero, como decía John Rawls. [11]
La democracia solía resistirse a la maldición del dinero, al poder del mercado. Quienes se criaron antes de los años setenta tenían un horizonte cultural distinto, uno donde había un deber de solidaridad con los más pobres y donde el Estado era la fuente de soluciones sociales, no el enemigo. Quizá quien mejor retrató esa resistencia fue Karl Polanyi, en su ya clásico libro, La Gran Transformación. Su tesis es simple: porque el mercado corroe los lazos de humanidad, la sociedad reacciona creando anticuerpos, valga la redundancia, sociales como jornadas de trabajo justas, salarios decorosos, sistemas de seguridad social.[12] Todo eso comenzó a cambiar cuando triunfó el neoliberalismo, hasta el punto de aseverar que el mercado es un presupuesto de la democracia misma.[13] No tardó mucho en instalarse esta lógica en la política electoral.
El vocabulario de los neoliberales, desde luego, no era nuevo. Acaso la novedad consistió en sacar del armario algunas frases, desempolvarlas y darles un nuevo sonido, el sonido del dinero. Este fue el caso del celebre concepto del “mercado de las ideas”. Sorprende ver en un mismo enunciado las palabras “ideas” y “mercado”. No hay nada más antitético. Las ideas tienen valor, los mercados precios. El concepto aparece en boca del Juez Oliver Wendell Holmes Jr., en 1919, al resolver el caso Abrahams versus Estados Unidos. Para justificar la libre circulación de las ideas en la sociedad, y al calor de un enfrentamiento con otro célebre juez, Luis Brandeis, Holmes dijo que “la mejor prueba de la verdad es la capacidad que tiene un pensamiento de conseguir ser aceptado en la libre competencia del mercado”.[14]
La metáfora probablemente aludía al argumento de John Stuart Mill quien, en su libro Sobre la libertad, sostenía que el conocimiento humano es falible y, por tanto, el libre debate de ideas –por más aberrantes que éstas sean– nos acerca a lo más parecido a la verdad. Pero no olvidemos lo básico: Mill no se refería a un debate real, sino a uno hipotético. Nunca sostuvo que mediante la deliberación se llegara a la verdad, sino a un mayor o menor grado de validez de programas “morales, ideológicos y políticos”.[15] Porque, como dice Victoria Camps, “nadie está en posesión de la verdad por lo que todo lo que no es empíricamente verificable acaba siendo discutible”.[16]
Hoy, el “mercado de ideas” difiere enormemente de su significado original. Era necesario redefinirlo para poner a la democracia al servicio del mercado. Actualmente, se asume que la libertad de expresión, la libre competencia de ideas, es un método epistémico superior a otras alternativas para encontrar la verdad, la verdad verdadera.[17] Ahora resulta que el mercado no sólo genera precios, sino verdades.
Si dinero es expresión, cualquier limitación al mismo dentro del proceso electoral impide a los electores el acercamiento más efectivo a la verdad. El argumento es formalmente impecable, pero materialmente falaz: el mercado real es todo menos democrático. Así lo apunta Camps al decir que “no hay igualdad de oportunidades en el mercado, como no la hay tampoco en ningún escenario imaginable para la libre expresión y confrontación de ideas. En el mundo que conocemos, sólo quienes tienen poder económico, tienen a su vez capacidad real para expresarse y dominar el universo mediático y no sólo el político”.[18] Para muestra un botón.
La Suprema Corte, en Buckley contra Valeo, equipara el dinero con el discurso político, por lo que el gasto electoral, a partir de ahí, se encuentra protegido por la Primera Enmienda, bajo la libertad de expresión. Si eso es grave per se, la decisión abrió otras puertas preocupantes. La Corte validó las limitaciones a las contribuciones electorales y esto no llevó a la construcción de un régimen de financiamiento público robusto donde se privilegiara la equidad en la contienda. La ausencia de ello impulsó la participación de candidatos ricos, benefició a las élites, estimuló la influencia de grupos de interés “–favoreciendo una política subterránea– en desmedro de los actores políticos explícitos, en suma, la regulación habría perjudicado al pueblo común y corriente que era, paradójicamente, uno de los objetivos a ser protegidos”.[19]
Buckley contra Valeo también justificó el gasto ilimitado para apoyar a candidatos por parte de cualquier interesado. Acto seguido, el dinero empezó a inundar los procesos electorales,[20] a través del gasto ilimitado validado por la Corte y de la porosidad del propio sistema. Para justificar la entrada de dinero en los procesos electorales se desplegaron básicamente tres estrategias: los Comités de Acción Política (PAC por sus siglas en inglés), la promoción de temas específicos (issue advocacy) y el dinero blando (soft money).[21] A través de cada uno de estos mecanismos, cantidades ingentes de dinero han llegado a los candidatos. Vaya mercado de ideas.
Hubo un pequeño respiro. En 1990, la Corte resolvió el caso Austin contra la Cámara de Comercio de Michigan. Ahí usó su fuerza y poder a favor de una sociedad más igualitaria. Apuntó sus baterías al corazón del programa neoliberal, argumentando que es de interés del Estado detener el “corrosivo y distorsivo efecto de las inmensas cantidades de riqueza acumuladas con la ayuda de una estructura corporativa que tienen poca o ninguna relación con el apoyo público hacia las ideas políticas de la corporación”.[22] Se reconoció lo evidente: la posibilidad de que la desigualdad en el mercado económico devenga en una desigualdad en la arena política. La preocupación de la Corte ya no sólo era la corrupción o apariencia de corrupción en los procesos electorales, sino el efecto distorsionador del dinero en el proceso democrático. Se reconoció el sistema orweliano subyacente al estado de cosas: hay unos más iguales que otros, no sólo en el mercado, sino en el proceso político. Eso es, en esencia, antidemocrático.
Lamentablemente, esta visión duró poco. Veinte años después, el sistema orweliano triunfaría de manera estrepitosa. En 2010, la Suprema Corte de Estados Unidos resolvería el caso arquetípico del neoliberalismo en la arena política: Citizens United contra la Comisión de Elecciones Federales. El caso presenta una estampa brutal, emblema de nuestro tiempo. A partir de ahí, las corporaciones pueden gastar lo que deseen en cualquier acto de comunicación con fines electorales. Atrás quedó el argumento antidistorsión de Austin contra la Cámara de Comercio de Michigan, como si la desigualdad política no fuese un hecho evidente. El Juez Kennedy llegó al extremo de considerar “una aberración” lo decidido en ese caso. No intentó justificar de forma novedosa su proyecto de sentencia. Tampoco argumentó, en rigor, cómo es que el discurso corporativo favorece la democracia. Escribió una larga sentencia llena de prejuicios y lugares comunes; una larga sentencia en la que dice dos cosas. Primero, que el gobierno no tiene interés en “igualar la habilidad de individuos y grupos para influenciar el resultado de las elecciones”. La segunda aseveración es que el discurso corporativo entraba en el mercado de las ideas, como cualquier otro discurso. Al final sería el electorado, ese individuo racional y egoísta, quien decidirá “la verdad” del discurso que más le convenza. La democracia es mercado y el mercado es democrático, aunque sea evidentemente falso.
¿Cómo explicar, entonces, la ascendencia de billonarios al poder? ¿Cómo dar cuenta de las victorias de Piñeira, Trump o Berlusconi? ¿Cuánto hay, en sus victorias, de decisión realmente democrática y de influencia económica? ¿El ascenso de Berlusconi se puede explicar sin su poderío mediático? ¿El triunfo de Trump sin su fortuna y fama televisiva? ¿Qué otro elemento, sino su dinero, y sólo éste, explica la presencia de Bloomberg en la carrera demócrata? El hecho es que el reparto de la libertad de expresión no es equitativo en la sociedad real. “Hablar de un libre mercado de ideas es puro engaño”.[23]
Más aún, si la equidad en la contienda no es de interés del gobierno, se acepta la inequidad como una expresión de la justicia. Por lo tanto, se justifican las desigualdades utilizando criterios como la eficacia, el mérito y la productividad. El proceso electoral sería tan sólo una extensión del mercado, en donde la ventaja de un candidato sobre otro dependerá de su habilidad de ajustarse a uno de estos criterios. Tendrá ventaja porque es efectivo consiguiendo fondos. Tendrá ventaja porque sabe leer los intereses predominantes de la sociedad y, por tanto, conecta su discurso político con los intereses económicos predominantes. Son predominantes porque la gente los prefiere: si la industria tabacalera tiene tanto dinero, es porque a la gente le gusta fumar. Si la industria de armas tiene tantos adeptos, es porque la gente prefiere tener armas a no tenerlas. Entonces, ¿qué hay de malo en defender esos intereses si son los que prefiere la gente? El problema es que valores como la salud pública y la paz social se someten al mercado. El candidato, entonces, adquiere las ventajas políticas porque se lo merece, porque ha sido tan hábil en detectar los patrones del mercado y adherirse a ellos. Y si después, ya en el cargo público, defiende esos intereses, no será corrupción, sino simplemente se estará ateniendo a las preferencias de sus consumidores –perdón, votantes.
Más atrás dije que el neoliberalismo tenía una concepción democrática propia, mercantilista. No hay ciudadanos, hay consumidores. No hay autogobierno colectivo, sino un agregación de preferencias de individuos que dan o quitan una mayoría a un proyecto de gobierno, según sus cálculos egoístas. La deliberación democrática se sustituye por el laissez faire, ya que será valioso lo más aceptado en el mercado, y no el resultado de deliberaciones racionales en situaciones de igualdad y libertad. El homo civis se sustituye por el homo videns. Repito: el mercado se impone al Estado. El Estado, sus reglas, su fuerza, se pone al servicio del mercado que actúa en beneficio de unos cuantos.
El problema es que la maldición del dinero en política ha logrado lo que pocos instrumentos en la historia de la humanidad: destruir ciudadanía, crear desigualdades, la mayoría monstruosas, con unas élites poco o nada interesadas más que en verse al ombligo. Pienso en todos los que han teorizado sobre la democracia, desde Rousseau, pasando por Toqueville, Marx, Arendt, Berlin, hasta llegar a Rawls, Dworkin, Noussbam, Sen. Todas ellas y ellos definieron y redefinieron las condiciones y precondiciones de la democracia, la necesidad de una igualdad sustantiva porque la democracia de verdad requiere mirar al otro en igualdad de circunstancias. Nada nos afecta más que la desigualdad política y la rotura populista es la muestra de ello.
Durante demasiado tiempo, un pequeño grupo de la capital de nuestra nación ha cosechado las recompensas del gobierno mientras que el pueblo ha pagado los costos. Washington floreció, pero el pueblo no compartió su riqueza. Los políticos prosperaron, pero los empleos se acabaron y las fábricas cerraron. La élite se protegió, pero no cuidó a los ciudadanos de nuestro país. Sus victorias no han sido tus victorias. Sus triunfos no han sido tus triunfos y, mientras ellos celebraban en la capital de nuestro país, las familias en dificultades no tenían nada que celebrar.
Donald Trump. “The Inaugural Address”
Pero todo eso va a cambiar justo aquí y justo ahora, porque este momento es su momento. Les pertenece a ustedes. Les pertenece a todos los que están aquí reunidos y a quienes observan a lo largo de Estados Unidos. Este es su día, ésta es su celebración y este, los Estados Unidos de América es su país. Lo que de verdad importa no es qué partido controla nuestro gobierno, sino que la gente controle nuestro gobierno. El 20 de enero de 2017 será recordado como el día en que el pueblo volvió a gobernar este país. [24]
El discurso de Donald Trump, el día de su investidura presidencial, es quizá el discurso populista más famoso del mundo. Es una representación de la situación política que empuja al espectador a sentir una mezcla extraña de emociones. Yo sentí miedo por el emisor del mensaje, pero no dejé de reconocer no sólo granos, sino piedras de verdad en el discurso. Que una élite se ha protegido y ha descuidado a los menos aventajados es cierto. Que las victorias del uno por ciento no han sido la del resto de la población, también. Que mientras unos cuantos pueden darse lujos inimaginables, cada vez más excéntricos, otros duermen en las calles o mueren por falta de alimento y servicios de salud es una obviedad vergonzante. Y si todo esto vinculamos al apartado anterior, como se ha instalado, a golpe de jurisprudencia, el dominio del dinero en la política y hemos trivializado nuestra democracia al vaciarla de igualdad, uno no puede más que sentir frustración, rabia y coraje.
En el trasfondo, encontramos que algunas de nuestras instituciones parecerían ser una broma grotesca, como diría Dworkin. Ejemplos sobran. La espiral de engaños que culminó en la crisis financiera de 2008, no se ha resuelto. Somos testigos de cómo unas corporaciones se mantienen incólumes al poder político, pero no imaginamos el costo. Vemos la manera en que se pasean políticos a los directorios de las empresas, reguladas por ellos mismo, y no chistamos.
Tal vez nunca quisimos darnos cuenta que éramos parte de un sistema manipulado porque no nos interesaba, porque nos beneficiábamos, porque aceptábamos que así eran las cosas. La negación significaba la paz, pero también la incubación de la indignidad. Bastó que un conjunto de líderes prendieran la mecha porque la mesa estaba puesta.
No defiendo el populismo –para nada– pero entiendo de donde viene. El discurso es muy fácil de armar. Hay una élite corrupta beneficiada y un pueblo bueno abandonado. Como dice Stiglitz, “el poder de mercado, como hemos visto en repetidas ocasiones, se traduce en poder político: uno no puede tener una verdadera democracia con las concentraciones tan grandes de poder y riqueza de mercado que marcan a los Estados Unidos hoy. Pero hay una consecuencia social todavía mayor: el otro lado de la moneda del poder, es el ‘sin poder’ ”.[25] Y justamente es lo que prometió Trump en su discurso: regresarle el poder al pueblo, por una sencilla razón: si la democracia es el gobierno del pueblo para el pueblo por el pueblo, entonces es el mundo al revés. Había que voltear la mesa. Y vaya que lo hicieron, por lo menos en el discurso.
La nueva normalidad populista no será eterna. Su mitigación requiere que los liberales democráticos asumamos nuestra postura a cabalidad. Salir de las sombras y denunciar los artificios y manipulaciones del sistema. Esa acción debe responder a criterios políticos, no teóricos. Debemos develar cómo funciona realmente la democracia y cuáles son sus fallas. En vez de fotógrafos, convertirnos en documentalistas. No escoger qué retratar, no simplificar, no omitir nada, sino mostrar la realidad completa, cruda.
La simulación democrática que provoca el
financiamiento y gasto privado en las campañas, me atrevo a decir, es el vicio
de origen de nuestro tiempo. Se nos olvida que el mercado no es un hecho
natural, que el slogan de “déjenselo a los mercados” es una quimera. Uno debe
estructurar los mercados a través de reglas y eso implica hacer política e
intervención Estatal.[26]
Por eso, el interés de los grandes capitales de influir en la arena política.
Por eso la urgencia de regular la realidad, no la teoría. Por eso la necesidad de
fortalecer el financiamiento público, las reglas de cabildeo, el conflicto de
interés, las “puertas giratorias” y, por supuesto, la corrupción.
No sobra una breve mención a México. Aquí el problema no es el financiamiento, sino la corrupción pura y dura. Nuestro trabajo implica regresar a lo que la Corte resolvió en Buckley hace casi medio siglo. ¿Cómo combatir la corrupción o apariencia de corrupción? Como dicen Casar y Ugalde, en México el financiamiento privado legal es muy bajo y el financiamiento público no empata con la realidad electoral.[27]
A raíz del boom petrolero, la desviación de recursos públicos para campañas electorales infló los precios de las campañas a niveles exorbitantes –para enriquecimiento personal de muchos– lo cual hace muy difícil calcular cuánto cuesta en realidad una campaña política.[28] Habría que ajustar ambos a la realidad y simplificar las reglas. En lo que sí somos expertos es en corrupción. Ahí están los casos de Amigos de Fox, el Pemex Gate y Oderbrecht. Y no hay que irnos tan arriba. La campaña más pequeña mueve cantidades importantes de dinero. Se calcula que por cada peso legal declarado, hay 25 por debajo de la mesa. Esto hace que una campaña a gobernador, cuyo tope es de 50 millones de pesos (en promedio), cueste alrededor de 500 millones de pesos.[29] Aquí lo burdo es moneda corriente: contratos inflados, empresas fantasmas, triangulación de recursos. Y todo esto impacta directamente en la equidad en la contienda y en la igualdad política, incluso más que en Estados Unidos. Bajo la mesa, todo es negociable. Si a eso le agregamos nuestra deficiente legislación de cabildeo político, tenemos el cóctel perfecto para que los grandes intereses económicos dominen la arena pública.
El elemento a salvar en México es la reforma constitucional que se hizo en el 2007 y que prohíbe a los particulares contratar propaganda en radio y televisión dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos.[30] Es decir, aquí se prohíbe expresamente –y a nivel constitucional– lo que la Suprema Corte validó en Citizens. Sorprendentemente, esta porción normativa fue el objeto del famoso “amparo de los intelectuales”, en donde se utilizó el mismo argumento libertario del Juez Kennedy. El amparo no prosperó por ser contra una norma constitucional, pero, recientemente, el Tribunal Electoral ordenó suspender la difusión de un promocional de Mexicanos Primero en el que se defendía la reforma educativa, en pleno proceso electoral. Lo hizo apoyándose en la nueva disposición de 2007. Ante la impugnación de la medida, el Tribunal mantuvo su postura bajo la lectura que ésta debe leerse “como una disposición que garantiza dicho derecho humano desde una perspectiva igualitaria: la restricción puede ser interpretada de forma que resulte una “amiga” de la libertad de expresión.”[31] Así debe ser.
Mi propósito con todo esto es señalar que el secuestro de lo público por lo privado se ha hecho en nuestras narices. La distorsión de nuestro sistema democrático se realizó bajo argumentos de justicia que han justificado la desigualdad y su incremento, hasta el punto de la indignación. La ideología del neoliberalismo fue un éxito rotundo, pero hoy empieza a hacer agua y su sucedáneo todavía es un misterio. No creo que innovemos nuevos regímenes políticos, sino que las tentaciones autoritarias se activarán, a menos que actuemos.
Al escribir las reglas electorales, al regular el proceso democrático, siempre normamos la relación entre el mercado y el Estado. Regular es tomar partido. Hoy el partido lo ha ganado el mercado. Es hora de que el Estado se imponga y el mercado sea lo que siempre debió ser: un medio para la justicia social y no un fin en sí mismo.
Al comenzar, dije que los incendios en
Australia fueron la prueba icónica del fracaso de un sistema político y
económico. Ahora me doy cuenta de que llamarlo así es poca cosa. Debí haber
dicho que fue la muestra de nuestro fracaso moral, como Estado, como sociedad, como
humanidad. Y todo por la maldición del dinero. EP
[1] Richard Flanagan, “Australia Is Comitting Climate Suicide”, New York Times, 3 de enero de 2020, consultado en: https://www.nytimes.com/2020/01/03/opinion/australia-fires-climate-change.html
[2] United States Agency for International Development (USAID), “Wildfires in Australia – Disaster Declaration”, 10 de enero de 2020, consultado en: https://www.usaid.gov/sites/default/files/documents/1866/01.09.20_-_Australia_Wildfires_Disaster_Declaration_Map.pdf
[3] Mihir Zavery y Emily S. Rueb, “How Many Animals Have Died in Australia’s Wildfires?”, New York Times, 11 de enero de 2020, consultado en: https://www.nytimes.com/2020/01/11/world/australia/fires-animals.html
[4] R. Flanagan, op. cit.
[5] Ibid.
[6] Fernando Escalante, Historia Mínima del Neoliberalismo, Colegio de México, México, 2015.
[7] Según el autor, el sistema de creencias es el terreno sobre el que nos acontece. Nuestras conductas y pensamientos dependen de las creencias que imperan: “[…] no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos y pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la ‘idea’ de esa cosa, sino que simplemente ‘contamos con ella’” (José Ortega y Gasset, Ideas y creencias y otros ensayos, Alianza Editorial, 2019).
[8] Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, trad. de Eliane Cazenave-Tapie Isoard, Fondo de Cultura Económica, México, 2014.
[9] Siempre y cuando no se haga en coordinación con el candidato, por supuesto(Buckley v. Valeo 424 U.S. 1, traducida en: Patricia Villa, Rafael Estrada Michel, Stefanie Ann Lindquist, “Buckley v. Valeo. Sentencia 424 U.S. 1. Corte de apelaciones de los Estados Unidos para el Distrito de Columbia”, Sentencias relevantes de cortes extranjeras, núm. 10, 2016, p. 33).
[10] Owen M. Fiss, “El efecto silenciador de la libertad de expresión”, Insomnia, 4 (abril), 1996, pp. 17-27.
[11] John Rawls, The Law of Peoples With the Idea of Public Reason Revisted, Harvard University Press, Massachusetts, 1999, p. 139.
[12] Karl Polanyi, The Great Transformation, the Political and Economic Origins of Our Time, Beacon Press, Boston, 2001, p. 156-157.
[13] Friedrich Hayeck citado en Rodolfo Vazquez, Teorías contemporáneas de la justicia, UNAM, México, p. 70.
[14] Daniel E. Ho y Frederick Schauer, “Testing the Marketplace of Ideas”, New York University Law Review, Octubre 2015, p. 1161.
[15] Ibid., 1167.
[16] Victoria Camps (ed.), Democracia sin ciudadanos: la construcción de la ciudadanía en las democracias liberales, Madrid, Trotta, 2010, p. 153.
[17] D. Ho y F. Schauer, Op. Cit., 1175-1176.
[18] Ibid., p. 155.
[19] Carlos Peña, “El sonido del dinero: el gasto electoral y la libertad de expresión”, Estudios Públicos, número 87, Separata, Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile, 2002, p. 148.
[20] En 1998 unos 2.8 billones de dólares se canalizaron a los candidatos, para 2014 la cifra había ascendido a 3.75 billones, según el National Institute in State Politics.
[21] “Como en efecto de los límites a las contribuciones electorales, las lealtades y las contribuciones fueron trasferidas, inicialmente, desde los partidos o los candidatos, a los PAC, los comités de acción política, organizaciones creadas en 1943 por trabajadores y otros grupos de presión para esconder u ocultar a grandes financistas (fat cats). Los PAC permiten eludir los límites a las contribuciones al multiplicar artificialmente la cantidad de donantes. En el período 1974-1984 se multiplicaron de 608 a 4.009 y su contribución a los candidatos al Congreso creció desde 22,6 millones de dólares el año 1976, hasta 111,5 millones el año 1984.La abogacía de temas específicos es otra forma de eludir los límites. La promoción de temas específicos que no importan un llamado electoral directo escapa al control de la FECA y supone un ámbito de absoluta desregulación. Estimaciones indican que el año 1996 se gastó por esta vía una suma cercana a 150 millones de dólares. Para el año 1998, hay estimaciones de entre 275 y 340 millones de dólares. Como es obvio, no todo discurso político es propaganda electoral y, por esa vía, hay discursos con fuerte impacto electoral carentes de toda regulación.Además de lo anterior, se encuentra el soft money, el dinero blando. El concepto de dinero blando reposa sobre la distinción entre procesos federales y procesos nacionales. El dinero blando es dinero que se canaliza en los procesos de cada estado que no poseen significación directa desde el punto de vista federal; aunque sí poseen una gigantesca influencia desde el punto de visa del proceso político. Este tipo de dinero -asociado a procesos electorales federales por la vía, por ejemplo, de invertirse en objetivos nacionales que interesan al candidato federal- no tiene límite alguno desde el punto de vista de su contribución. En fin, en el sistema electoral ha sido posible observar todavía el surgimiento de múltiples organizaciones sin fines de lucro que captan recursos y promueven ideas bajo el amparo de la primera enmienda, y que, al no estar constituidos como PAC, escapan el control de la FECA.” F. Sorauf, “What Buckley Wrought” (1999), citado en ibid., p.148.
[22] Michigan Chamber of Commerce, Richard H. AUSTIN, Michigan Secretary of State and Frank J. Kelley, Michigan Attorney General, Appellants v. MICHIGAN CHAMBER OF COMMERCE, 494, U.S. 652, 1990, consultado en: https://web.archive.org/web/20120308164510/http://ftp.resource.org/courts.gov/c/US/494 /494.US.652.88-1569.html
[23] V. Camps, op.cit., p. 155.
[24] Donald Trump, “The Inaugural Address”, Washington D.C., 720 de enero de 2017, consultado en: https://www.whitehouse.gov/briefings-statements/the-inaugural-address/
[25] Joseph Stiglitz, People, Power, and Profits: Progressive Capitalism for an Age of Discontent, W. W. Norton and Company Inc., Nueva York, 2019, p. 77.
[26] Ibid., p. 45.
[27] María Amparo Casar y Luis Carlos Ugalde, Dinero bajo la mesa, Grijalbo, México, 2019.
[28] Ibid., p. 19.
[29] Ibid., p.17.
[30] Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Art. 41, frac. III, párrafo tercero.
[31] Reyes Rodríguez Mondragón y Santiago Vázquez Camacho, “Caso ¿Y si los niños fueran candidatos?: entre la libertad de expresión y la equidad electoral”, 2018, consultado en: https://eljuegodelacorte.nexos.com.mx/?author_name=santiago-vazquez-camacho.
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