¿Qué pasó con la democracia, ese proyecto de la igualdad y la libertad, cuando el factor dinero entró al juego político? Martín Vivanco, especialista en derecho y ciencia política, hace un retrato de la democracia en tiempos del neoliberalismo, ese momento en que lo político capturó al poder económico, resultando en mayor desigualdad política y social.
¿Qué pasó con la democracia, ese proyecto de la igualdad y la libertad, cuando el factor dinero entró al juego político? Martín Vivanco, especialista en derecho y ciencia política, hace un retrato de la democracia en tiempos del neoliberalismo, ese momento en que lo político capturó al poder económico, resultando en mayor desigualdad política y social.
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Las imágenes son estremecedoras. En una se
ve la silueta de un canguro inmóvil, petrificado. Atrás de él, las llamas incineran
lo que parece ser una casa. La casa arde. La fotografía deslumbra por su
colorido: es un rojizo, con brotes de naranja y amarillo, todo bajo un manto
oscuro. En la Australia que ardía, los días se volvían noches a raíz del humo
que invadía el espacio, “antes de que la llama roja anunciara la inminencia del
infierno”.[1]
Australia fue precisamente eso: el infierno entre nosotros al inicio de este
2020. Pero fue también, acaso, algo más: la prueba más vívida del fracaso de un
sistema político y económico.
Hasta el 8 de enero, los incendios
habían destruido más de 17 millones de acres.[2]
Alrededor de mil millones de animales habían sido incinerados,[3]
al grado de que algunas especies se encuentran al borde de la extinción.
Más de 26 personas muertas, poblaciones
enteras evacuadas, infraestructura básica hecha pedazos. Todo apunta a una
catástrofe humanitaria de proporciones titánicas. La realidad superó a la
ficción, a tal grado que una librería en Cobargo colgó un nuevo letrero en su
entrada: “La Ficción Postapocalíptica se ha movido a la sección Actualidad”.[4]
Era lógico esperar una reacción ejemplar
de las autoridades australianas, una condena enérgica a la política industrial
que ha sobrecalentado al planeta, una alianza férrea contra los intereses
económicos detonantes de la crisis climática. Sin embargo, sucedió exactamente
lo contrario.
Mientras Australia ardía en fuego, el
líder del Partido Laborista –el partido opositor– realizó una gira a las
comunidades mineras para reiterarles un apoyo total a sus exportaciones de
carbón. El primer ministro Scott Morrison se fue de vacaciones a Hawái. Las
razones de estas estampas de ceguera e indiferencia no son difíciles de imaginar.
Morrison debe su victoria electoral al
apoyo de un oligarca de la industria minera, Clive Palmer. Palmer invirtió más
del doble de recursos en publicidad electoral que los dos principales partidos
combinados. Acto seguido, anunció su plan de construir la mina de carbón más
grande en Australia.
Este fenómeno no es nuevo en ese país.
Desde 1996, los gobiernos conservadores han combatido exitosamente la
implementación de acuerdos internacionales para mitigar el cambio climático en
defensa de su industria de combustibles fósiles. Como reporta el New York Times,[5]
actualmente Australia es el mayor exportador de carbón y gas en el mundo.
Recientemente, ocupó el lugar 57 en un ranking que mide el grado de compromiso
–a través del impulso de políticas públicas– en contra del cambio climático. El
número total de países incluidos en el ranking fueron –oh, sorpresa– 57.
Traigo a colación el ejemplo australiano
porque pinta de cuerpo entero cómo el dinero no sólo influye en la política,
sino la moldea, la hace suya. Me interesa concentrarme en un punto específico:
la forma en que las reglas de financiamiento electoral son el punto de partida
de esta captura de lo político por el poder económico. La ecuación es sencilla:
a mayor financiamiento privado sin restricciones, mayor desigualdad política. A
mayor desigualdad política, mayor desigualdad social.
El problema de esta ecuación es que
funciona muy mal para la estabilidad democrática. Es el botón que detona el
cisma entre los desiguales, el configurador del antagonismo de la élite contra
la sociedad, o –para contemporizar con el léxico de moda– el pueblo. Es la
primera fisura del sistema que avanza hasta el punto de la rotura populista.
Conviene empezar por el principio. El
neoliberalismo sí existe.[6] Es un
proyecto ideológico, económico y político, producto de intereses concretos.
Quienes lo diseñaron tenían claro lo que querían: privilegiar las libertades
económicas sobre las políticas, el mercado sobre el Estado. Eran los tiempos
del New Deal, de la crisis del 29 y del surgimiento de los idearios de
la barbarie: el comunismo soviético, el nacionalsocialismo alemán y el fascismo
italiano. En medio de ese océano intempestivo –en 1938 para ser exacto– un
grupo de filósofos, economistas y empresarios se reunieron en Francia y
propusieron un plan ideológico, es decir, una forma de ver el mundo y concebir
lo humano, que tardaría cuarenta años en florecer, pero cuando lo hizo se
apropió de todo, incluyendo eso que definía Ortega y Gasset como el sistema de
creencias.[7]
Nada sucedió de forma espontánea. Para
sembrarse en el sentido común de la época era necesaria una estrategia. Se
pensaron formas de cooptación de los medios populares, se aprovecharon los claustros
académicos, se sacó ventaja de la vacuidad del discurso político. Repensar lo humano, las relaciones
personales, la familia, la sociedad, el Estado y la política, era necesario
para implantar un nuevo canon de pensamiento. El proyecto requería inocular el
egoísmo como moneda corriente en las relaciones humanas, el dinero como medida
del éxito, la meritocracia como la forma de movilidad social por excelencia, la
desaparición de la sociedad como esa esfera de lo común, el Estado como un mal
necesario, y la política como un pantano burocrático, lleno de habladores y
vividores de nuestros impuestos.
El gasto puede ser ilimitado porque tiene un valor comunicativo: es una extensión de la libertad de expresión del individuo. El dinero es discurso.
El proyecto se concreta en dos escenas
ya conocidas. El momento en que Margaret Thatcher, siendo líder de la
oposición, interrumpe una reunión para lanzar sobre la mesa el libro La
constitución de la libertad, de Friedrich Hayeck, y señala enfática que “en
esto es en lo que creemos”. Tiempo después, la misma Dama de Hierro declaró sin
tapujo alguno que “la sociedad no existe. Sólo existen hombres y mujeres
individuales”. Al convencimiento de Thatcher, le siguió una adhesión dogmática
de Reagan. Los lobos de Wall Street despertaron venturosos y felices.
Mientras tanto, en los países más ricos
del mundo, la desigualdad económica se ampliaba significativamente. De acuerdo
con Thomas Piketty, entre 1948 y 1970, en Estados Unidos el decil superior en
la jerarquía de ingresos mantuvo una participación cercana al 30% del ingreso
nacional.[8]
En contraste, para la década de los setenta y ochenta, este porcentaje se elevó
de forma sostenida hasta alcanzar niveles cercanos al 50%, entre 2000 y 2010.
Por lo tanto –y a diferencia de lo que los pronósticos optimistas señalaban– el
grueso de la riqueza se concentró en manos de una minoría cada vez más
reducida.
No es casual que, en esa misma época, las
reglas del financiamiento electoral empezaran a cambiar. En esos tiempos, llegó
a la Corte Suprema de Estados Unidos el primer caso sobre límites al
financiamiento electoral. En Buckley
versus Valeo se resolvió que es constitucionalmente válido imponer límites
legales a las contribuciones electorales –para evitar corrupción, del tipo quid pro quo– pero no así al gasto, ni
del propio dinero del candidato, ni de los individuos, ni de las corporaciones.[9]
El gasto puede ser ilimitado porque tiene un valor comunicativo: es una
extensión de la libertad de expresión del individuo. El dinero es discurso.
Y, como decía Owen Fiss, al ser ilimitado puede dominar el espacio en los
medios de comunicación al grado de ser el único mensaje y, por tanto, puede ahogar
la voz de los más pobres, tornándolos en objetos silentes.[10]
El límite a las contribuciones directas para los candidatos se justificó argumentando
que evitaría prácticas corruptas.
La resolución refleja una cierta
concepción democrática. Insinúa una asimilación del mercado a la democracia
misma: una democracia mercantil, donde no hay ciudadanos, sino consumidores;
donde el ideal de autogobierno colectivo se reduce a una agregación de
preferencias individuales. La similitud con el léxico neoliberal no es mera
coincidencia.
Miércoles, 19 de febrero de 2020: veo el
debate de las elecciones primarias del partido demócrata estadounidense. Los
ánimos están enardecidos. Todavía no hay un puntero claro para vencer a Trump.
Pero lo que llama más mi atención es un contendiente que está parado en el
escenario con un semblante adusto. Se le nota incómodo, fuera de tono. Es el
billonario Michael Bloomberg y su mera presencia en el debate es un
recordatorio de que, como decía Tony Judt, algo va mal. Bloomberg había gastado
más de 400 millones de dólares en publicidad. Gracias a ello, se posicionó
positivamente en las encuestas nacionales de forma que, según las reglas
electorales, tenía el “derecho” a contender. Contaba con un 16% de las
preferencias demócratas, sin haber puesto un pie en las cuatro primarias antes
celebradas. Ese 16% es superior a las preferencias por otros y otras
contendientes que llevan meses en el proceso electoral, recorriendo el país,
recaudando fondos, haciendo propuestas y tocando puertas.
Insisto, algo no cuadra, algo incordia en
el escenario. Aunque al principio fue Elizabeth Warren quien tundió al
billonario, Bloomberg fue expuesto también por Bernie Sanders. El intercambio
entre ellos no tiene desperdicio. Pone el dedo en la llaga democrática, debido
a la infección que la invade, el dinero.
Sanders: Saben, cuando hablamos de un sistema político corrupto, comprado por billonarios como el señor Bloomberg, se manifiesta en un código fiscal en el cual no es sólo Amazon y otras grandes corporaciones […] no pagando un centavo de impuestos, tenemos la loca situación de que los billonarios hoy […] tienen una tasa impositiva efectiva más baja que la de la clase media.
Bloomberg: […] ¿Por qué te estás quejando? ¿quién escribió el código?
Sanders: Tú lo hiciste. Tú y tu campaña…
Bloomberg: Tú y los otros 99 senadores.
[…]
Sanders: Tú y tus contribuciones a campañas eligiendo a personas que representan a los ricos y poderosos, ésos son los tipos.
Michael Bloomberg estaba ahí por su
dinero. Compró su llegada al proceso electoral demócrata –acaso el más
importante en su tipo en el mundo. Pero además, la diatriba con Sanders muestra
cómo se distorsiona la democracia cuando transmuta en mercado. Los más
acaudalados ejercen tal influencia sobre ella que socavan uno de sus principios
torales: una persona, un voto.
De algo deberíamos estar seguros, si todos tenemos derecho a un voto, deberíamos –en teoría– ser representados equitativamente en la legislatura. Lo dicho por Sanders nos muestra que esto no es así. Hay poder, hay intereses, hay dinero. Hay personas comunes y corrientes y personas poderosas. Hay una lealtad de los legisladores a sus grandes contribuyentes. Hay un relato hermoso, iluso, sobre la democracia que escribimos tras las guerras atlánticas en el ocaso del siglo dieciocho. Hay teorías sobre ese relato y teorías sobre las teorías sobre la democracia. Y hay una cruel realidad: nos acercamos más a una plutocracia efectiva que a ese relato que nos seguimos contando a nosotros mismos. A ese relato en el que el foro público debe ser libre y accesible a todos; liberado de la maldición del dinero, como decía John Rawls. [11]
La democracia solía resistirse a la
maldición del dinero, al poder del mercado. Quienes se criaron antes de los
años setenta tenían un horizonte cultural distinto, uno donde había un deber de
solidaridad con los más pobres y donde el Estado era la fuente de soluciones
sociales, no el enemigo. Quizá quien mejor retrató esa resistencia fue Karl
Polanyi, en su ya clásico libro, La Gran Transformación. Su tesis es
simple: porque el mercado corroe los lazos de humanidad, la sociedad reacciona
creando anticuerpos, valga la redundancia, sociales como jornadas de trabajo
justas, salarios decorosos, sistemas de seguridad social.[12]
Todo eso comenzó a cambiar cuando triunfó el neoliberalismo, hasta el punto de
aseverar que el mercado es un presupuesto de la democracia misma.[13]
No tardó mucho en instalarse esta lógica en la política electoral.
Hay un relato hermoso, iluso, sobre la democracia que escribimos tras las guerras atlánticas en el ocaso del siglo dieciocho. Hay teorías sobre ese relato y teorías sobre las teorías sobre la democracia. Y hay una cruel realidad: nos acercamos más a una plutocracia efectiva que a ese relato que nos seguimos contando a nosotros mismos.
El vocabulario de los neoliberales, desde
luego, no era nuevo. Acaso la novedad consistió en sacar del armario algunas
frases, desempolvarlas y darles un nuevo sonido, el sonido del dinero. Este fue
el caso del celebre concepto del “mercado de las ideas”. Sorprende ver en un
mismo enunciado las palabras “ideas” y “mercado”. No hay nada más antitético. Las
ideas tienen valor, los mercados precios. El concepto aparece en boca del Juez
Oliver Wendell Holmes Jr., en 1919, al resolver el caso Abrahams versus Estados Unidos. Para justificar la libre
circulación de las ideas en la sociedad, y al calor de un enfrentamiento con
otro célebre juez, Luis Brandeis, Holmes dijo que “la mejor prueba de la verdad
es la capacidad que tiene un pensamiento de conseguir ser aceptado en la libre
competencia del mercado”.[14]
La metáfora probablemente aludía al
argumento de John Stuart Mill quien, en su libro Sobre la libertad,
sostenía que el conocimiento humano es falible y, por tanto, el libre debate de
ideas –por más aberrantes que éstas sean– nos acerca a lo más parecido a la verdad. Pero no olvidemos lo básico: Mill no se
refería a un debate real, sino a uno hipotético. Nunca sostuvo que mediante la
deliberación se llegara a la verdad, sino a un mayor o menor grado de validez
de programas “morales, ideológicos y políticos”.[15]
Porque, como dice Victoria Camps, “nadie está en posesión de la verdad por lo
que todo lo que no es empíricamente verificable acaba siendo discutible”.[16]
Hoy, el “mercado de ideas” difiere
enormemente de su significado original. Era necesario redefinirlo para poner a
la democracia al servicio del mercado. Actualmente, se asume que la libertad de
expresión, la libre competencia de ideas, es un método epistémico superior a
otras alternativas para encontrar la verdad, la verdad verdadera.[17]
Ahora resulta que el mercado no sólo genera precios, sino verdades.
Si dinero es expresión, cualquier
limitación al mismo dentro del proceso electoral impide a los electores el
acercamiento más efectivo a la verdad. El argumento es formalmente impecable,
pero materialmente falaz: el mercado real es todo menos democrático. Así lo
apunta Camps al decir que “no hay igualdad de oportunidades en el mercado, como
no la hay tampoco en ningún escenario imaginable para la libre expresión y
confrontación de ideas. En el mundo que conocemos, sólo quienes tienen poder
económico, tienen a su vez capacidad real para expresarse y dominar el universo
mediático y no sólo el político”.[18]
Para muestra un botón.
La Suprema Corte, en Buckley contra Valeo, equipara
el dinero con el discurso político, por lo que el gasto electoral, a partir de
ahí, se encuentra protegido por la Primera Enmienda, bajo la libertad de
expresión. Si eso es grave per se, la
decisión abrió otras puertas preocupantes. La Corte validó las limitaciones a
las contribuciones electorales y esto no llevó a la construcción de un régimen
de financiamiento público robusto donde se privilegiara la equidad en la
contienda. La ausencia de ello impulsó la participación de candidatos ricos, benefició
a las élites, estimuló la influencia de grupos de interés “–favoreciendo una
política subterránea– en desmedro de los actores políticos explícitos, en suma,
la regulación habría perjudicado al pueblo común y corriente que era,
paradójicamente, uno de los objetivos a ser protegidos”.[19]
Buckley contra
Valeo también justificó el gasto ilimitado para apoyar a candidatos por
parte de cualquier interesado. Acto seguido, el dinero empezó a inundar los
procesos electorales,[20]
a través del gasto ilimitado validado por la Corte y de la porosidad del propio
sistema. Para justificar la entrada de dinero en los procesos electorales se
desplegaron básicamente tres estrategias: los Comités de Acción Política (PAC
por sus siglas en inglés), la promoción de temas específicos (issue advocacy) y el dinero blando (soft money).[21]
A través de cada uno de estos mecanismos, cantidades ingentes de dinero han
llegado a los candidatos. Vaya mercado de ideas.
Hubo un pequeño respiro. En 1990, la Corte
resolvió el caso Austin contra la Cámara
de Comercio de Michigan. Ahí usó su fuerza y poder a favor de una sociedad
más igualitaria. Apuntó sus baterías al corazón del programa neoliberal,
argumentando que es de interés del Estado detener el “corrosivo y distorsivo
efecto de las inmensas cantidades de riqueza acumuladas con la ayuda de una
estructura corporativa que tienen poca o ninguna relación con el apoyo público
hacia las ideas políticas de la corporación”.[22]
Se reconoció lo evidente: la posibilidad de que la desigualdad en el mercado
económico devenga en una desigualdad en la arena política. La preocupación de
la Corte ya no sólo era la corrupción o apariencia de corrupción en los
procesos electorales, sino el efecto distorsionador del dinero en el proceso
democrático. Se reconoció el sistema orweliano subyacente al estado de cosas:
hay unos más iguales que otros, no sólo en el mercado, sino en el proceso
político. Eso es, en esencia, antidemocrático.
Lamentablemente, esta visión duró poco.
Veinte años después, el sistema orweliano triunfaría de manera estrepitosa. En
2010, la Suprema Corte de Estados Unidos resolvería el caso arquetípico del
neoliberalismo en la arena política: Citizens
United contra la Comisión de Elecciones Federales. El caso presenta una
estampa brutal, emblema de nuestro tiempo. A partir de ahí, las corporaciones
pueden gastar lo que deseen en cualquier acto de comunicación con fines
electorales. Atrás quedó el argumento antidistorsión de Austin contra la Cámara de Comercio de Michigan, como si la
desigualdad política no fuese un hecho evidente. El Juez Kennedy llegó al
extremo de considerar “una aberración” lo decidido en ese caso. No intentó
justificar de forma novedosa su proyecto de sentencia. Tampoco argumentó, en
rigor, cómo es que el discurso corporativo favorece la democracia. Escribió una
larga sentencia llena de prejuicios y lugares comunes; una larga sentencia en
la que dice dos cosas. Primero, que el gobierno no tiene interés en “igualar la
habilidad de individuos y grupos para influenciar el resultado de las
elecciones”. La segunda aseveración es que el discurso corporativo entraba en
el mercado de las ideas, como cualquier otro discurso. Al final sería el
electorado, ese individuo racional y egoísta, quien decidirá “la verdad” del
discurso que más le convenza. La democracia es mercado y el mercado es democrático,
aunque sea evidentemente falso.
¿Cómo explicar, entonces, la ascendencia de billonarios al poder? ¿Cómo dar cuenta de las victorias de Piñeira, Trump o Berlusconi? ¿Cuánto hay, en sus victorias, de decisión realmente democrática y de influencia económica?
¿Cómo explicar, entonces, la ascendencia
de billonarios al poder? ¿Cómo dar cuenta de las victorias de Piñeira, Trump o
Berlusconi? ¿Cuánto hay, en sus victorias, de decisión realmente democrática y
de influencia económica?
¿El ascenso de Berlusconi se puede explicar sin su poderío mediático? ¿El
triunfo de Trump sin su fortuna y fama televisiva? ¿Qué otro elemento, sino su
dinero, y sólo éste, explica la presencia de Bloomberg en la carrera demócrata?
El hecho es que el reparto de la libertad de expresión no es equitativo en la
sociedad real. “Hablar de un libre mercado de ideas es puro engaño”.[23]
Más aún, si la equidad en la contienda
no es de interés del gobierno, se acepta la inequidad como una expresión de la
justicia. Por lo tanto, se justifican las desigualdades utilizando
criterios como la eficacia, el mérito y la productividad. El proceso electoral
sería tan sólo una extensión del mercado, en donde la ventaja de un candidato
sobre otro dependerá de su habilidad de ajustarse a uno de estos criterios.
Tendrá ventaja porque es efectivo consiguiendo fondos. Tendrá ventaja porque
sabe leer los intereses predominantes de la sociedad y, por tanto, conecta su
discurso político con los intereses económicos predominantes. Son predominantes
porque la gente los prefiere: si la industria tabacalera tiene tanto dinero, es
porque a la gente le gusta fumar. Si la industria de armas tiene tantos
adeptos, es porque la gente prefiere tener armas a no tenerlas. Entonces, ¿qué
hay de malo en defender esos intereses si son los que prefiere la gente? El
problema es que valores como la salud pública y la paz social se someten al
mercado. El candidato, entonces, adquiere las ventajas políticas porque se lo
merece, porque ha sido tan hábil en detectar los patrones del mercado y
adherirse a ellos. Y si después, ya en el cargo público, defiende esos
intereses, no será corrupción, sino simplemente se estará ateniendo a las
preferencias de sus consumidores –perdón, votantes.
Si la equidad en la contienda no es de interés del gobierno, se acepta la inequidad como una expresión de la justicia
Más atrás dije que el neoliberalismo tenía
una concepción democrática propia, mercantilista. No hay ciudadanos, hay
consumidores. No hay autogobierno colectivo, sino un agregación de preferencias
de individuos que dan o quitan una mayoría a un proyecto de gobierno, según sus
cálculos egoístas. La deliberación democrática se sustituye por el laissez faire, ya que será valioso lo
más aceptado en el mercado, y no el resultado de deliberaciones racionales en
situaciones de igualdad y libertad. El homo
civis se sustituye por el homo videns.
Repito: el mercado se impone al Estado. El Estado, sus reglas, su fuerza, se
pone al servicio del mercado que actúa en beneficio de unos cuantos.
El problema es que la maldición del dinero
en política ha logrado lo que pocos instrumentos en la historia de la
humanidad: destruir ciudadanía, crear desigualdades, la mayoría monstruosas,
con unas élites poco o nada interesadas más que en verse al ombligo. Pienso en
todos los que han teorizado sobre la democracia, desde Rousseau, pasando por
Toqueville, Marx, Arendt, Berlin, hasta llegar a Rawls, Dworkin, Noussbam, Sen.
Todas ellas y ellos definieron y redefinieron las condiciones y precondiciones
de la democracia, la necesidad de una igualdad sustantiva porque la democracia
de verdad requiere mirar al otro en igualdad de circunstancias. Nada nos afecta
más que la desigualdad política y la rotura populista es la muestra de ello.
Durante demasiado tiempo, un pequeño grupo de la capital de nuestra nación ha cosechado las recompensas del gobierno mientras que el pueblo ha pagado los costos. Washington floreció, pero el pueblo no compartió su riqueza. Los políticos prosperaron, pero los empleos se acabaron y las fábricas cerraron. La élite se protegió, pero no cuidó a los ciudadanos de nuestro país. Sus victorias no han sido tus victorias. Sus triunfos no han sido tus triunfos y, mientras ellos celebraban en la capital de nuestro país, las familias en dificultades no tenían nada que celebrar.
Pero todo eso va a cambiar justo aquí y justo ahora, porque este momento es su momento. Les pertenece a ustedes. Les pertenece a todos los que están aquí reunidos y a quienes observan a lo largo de Estados Unidos. Este es su día, ésta es su celebración y este, los Estados Unidos de América es su país. Lo que de verdad importa no es qué partido controla nuestro gobierno, sino que la gente controle nuestro gobierno. El 20 de enero de 2017 será recordado como el día en que el pueblo volvió a gobernar este país. [24]
Donald Trump. “The Inaugural Address”
El discurso de Donald Trump, el día de su
investidura presidencial, es quizá el discurso populista más famoso del mundo.
Es una representación de la situación política que empuja al espectador a
sentir una mezcla extraña de emociones. Yo sentí miedo por el emisor del mensaje,
pero no dejé de reconocer no sólo granos, sino piedras de verdad en el
discurso. Que una élite se ha protegido y ha descuidado a los menos aventajados
es cierto. Que las victorias del uno por ciento no han sido la del resto de la
población, también. Que mientras unos cuantos pueden darse lujos inimaginables,
cada vez más excéntricos, otros duermen en las calles o mueren por falta de
alimento y servicios de salud es una obviedad vergonzante. Y si todo esto vinculamos
al apartado anterior, como se ha instalado, a golpe de jurisprudencia, el
dominio del dinero en la política y hemos trivializado nuestra democracia al
vaciarla de igualdad, uno no puede más que sentir frustración, rabia y coraje.
En el trasfondo, encontramos que algunas
de nuestras instituciones parecerían ser una broma grotesca, como diría
Dworkin. Ejemplos sobran. La espiral de engaños que culminó en la crisis
financiera de 2008, no se ha resuelto. Somos testigos de cómo unas
corporaciones se mantienen incólumes al poder político, pero no imaginamos el
costo. Vemos la manera en que se pasean políticos a los directorios de las
empresas, reguladas por ellos mismo, y no chistamos.
Tal vez nunca quisimos darnos cuenta que éramos
parte de un sistema manipulado porque no nos interesaba, porque nos
beneficiábamos, porque aceptábamos que así eran las cosas. La negación
significaba la paz, pero también la incubación de la indignidad. Bastó que un
conjunto de líderes prendieran la mecha porque la mesa estaba puesta.
No defiendo el populismo –para nada– pero
entiendo de donde viene. El discurso es muy fácil de armar. Hay una élite
corrupta beneficiada y un pueblo bueno abandonado. Como dice Stiglitz, “el
poder de mercado, como hemos visto en repetidas ocasiones, se traduce en poder
político: uno no puede tener una verdadera democracia con las concentraciones
tan grandes de poder y riqueza de mercado que marcan a los Estados Unidos hoy.
Pero hay una consecuencia social todavía mayor: el otro lado de la moneda del
poder, es el ‘sin poder’ ”.[25]
Y justamente es lo que prometió Trump en su discurso: regresarle el poder al
pueblo, por una sencilla razón: si la democracia es el gobierno del pueblo para
el pueblo por el pueblo, entonces es el mundo al revés. Había que voltear la
mesa. Y vaya que lo hicieron, por lo menos en el discurso.
La nueva normalidad populista no será
eterna. Su mitigación requiere que los liberales democráticos asumamos nuestra
postura a cabalidad. Salir de las sombras y denunciar los artificios y
manipulaciones del sistema. Esa acción debe responder a criterios políticos, no
teóricos. Debemos develar cómo funciona realmente la democracia y cuáles son
sus fallas. En vez de fotógrafos, convertirnos en documentalistas. No escoger
qué retratar, no simplificar, no omitir nada, sino mostrar la realidad
completa, cruda.
La simulación democrática que provoca el
financiamiento y gasto privado en las campañas, me atrevo a decir, es el vicio
de origen de nuestro tiempo. Se nos olvida que el mercado no es un hecho
natural, que el slogan de “déjenselo a los mercados” es una quimera. Uno debe
estructurar los mercados a través de reglas y eso implica hacer política e
intervención Estatal.[26]
Por eso, el interés de los grandes capitales de influir en la arena política.
Por eso la urgencia de regular la realidad, no la teoría. Por eso la necesidad de
fortalecer el financiamiento público, las reglas de cabildeo, el conflicto de
interés, las “puertas giratorias” y, por supuesto, la corrupción.
No sobra una breve mención a México. Aquí
el problema no es el financiamiento, sino la corrupción pura y dura. Nuestro
trabajo implica regresar a lo que la Corte resolvió en Buckley hace casi medio siglo. ¿Cómo combatir la corrupción o
apariencia de corrupción? Como dicen Casar y Ugalde, en México el
financiamiento privado legal es muy bajo y el financiamiento público no empata
con la realidad electoral.[27]
Aquí lo burdo es moneda corriente: contratos inflados, empresas fantasmas, triangulación de recursos. Y todo esto impacta directamente en la equidad en la contienda y en la igualdad política, incluso más que en Estados Unidos.
A raíz del boom petrolero, la desviación de recursos públicos para campañas electorales infló los precios de las campañas a niveles exorbitantes –para enriquecimiento personal de muchos– lo cual hace muy difícil calcular cuánto cuesta en realidad una campaña política.[28] Habría que ajustar ambos a la realidad y simplificar las reglas. En lo que sí somos expertos es en corrupción. Ahí están los casos de Amigos de Fox, el Pemex Gate y Oderbrecht. Y no hay que irnos tan arriba. La campaña más pequeña mueve cantidades importantes de dinero. Se calcula que por cada peso legal declarado, hay 25 por debajo de la mesa. Esto hace que una campaña a gobernador, cuyo tope es de 50 millones de pesos (en promedio), cueste alrededor de 500 millones de pesos.[29] Aquí lo burdo es moneda corriente: contratos inflados, empresas fantasmas, triangulación de recursos. Y todo esto impacta directamente en la equidad en la contienda y en la igualdad política, incluso más que en Estados Unidos. Bajo la mesa, todo es negociable. Si a eso le agregamos nuestra deficiente legislación de cabildeo político, tenemos el cóctel perfecto para que los grandes intereses económicos dominen la arena pública.
El elemento a salvar en México es la
reforma constitucional que se hizo en el 2007 y que prohíbe a los particulares
contratar propaganda en radio y televisión dirigida a influir en las
preferencias electorales de los ciudadanos.[30]
Es decir, aquí se prohíbe expresamente –y a nivel constitucional– lo que la
Suprema Corte validó en Citizens.
Sorprendentemente, esta porción normativa fue el objeto del famoso “amparo de
los intelectuales”, en donde se utilizó el mismo argumento libertario del Juez
Kennedy. El amparo no prosperó por ser contra una norma constitucional, pero,
recientemente, el Tribunal Electoral ordenó suspender la difusión de un
promocional de Mexicanos Primero en el que se defendía la reforma educativa, en
pleno proceso electoral. Lo hizo apoyándose en la nueva disposición de 2007.
Ante la impugnación de la medida, el Tribunal mantuvo su postura bajo la
lectura que ésta debe leerse “como una disposición que garantiza
dicho derecho humano desde una perspectiva igualitaria: la restricción puede
ser interpretada de forma que resulte una “amiga” de la libertad de expresión.”[31]
Así debe ser.
Mi propósito con todo esto es señalar que
el secuestro de lo público por lo privado se ha hecho en nuestras narices. La
distorsión de nuestro sistema democrático se realizó bajo argumentos de
justicia que han justificado la desigualdad y su incremento, hasta el punto de
la indignación. La ideología del neoliberalismo fue un éxito rotundo, pero hoy
empieza a hacer agua y su sucedáneo todavía es un misterio. No creo que
innovemos nuevos regímenes políticos, sino que las tentaciones autoritarias se
activarán, a menos que actuemos.
Es hora de que el Estado se imponga y el mercado sea lo que siempre debió ser: un medio para la justicia social y no un fin en sí mismo
Al escribir las reglas electorales, al
regular el proceso democrático, siempre normamos la relación entre el mercado y
el Estado. Regular es tomar partido. Hoy el partido lo ha ganado el mercado. Es
hora de que el Estado se imponga y el mercado sea lo que siempre debió ser: un
medio para la justicia social y no un fin en sí mismo.
Al comenzar, dije que los incendios en
Australia fueron la prueba icónica del fracaso de un sistema político y
económico. Ahora me doy cuenta de que llamarlo así es poca cosa. Debí haber
dicho que fue la muestra de nuestro fracaso moral, como Estado, como sociedad, como
humanidad. Y todo por la maldición del dinero. EP
[6] Fernando Escalante, Historia Mínima
del Neoliberalismo, Colegio de México, México, 2015.
[7] Según el autor, el sistema de creencias es el terreno sobre el que nos
acontece. Nuestras conductas y pensamientos dependen de las creencias que
imperan: “[…] no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos,
sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos y
pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la ‘idea’ de esa
cosa, sino que simplemente ‘contamos con ella’” (José Ortega y Gasset, Ideas
y creencias y otros ensayos, Alianza Editorial, 2019).
[8] Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, trad. de Eliane
Cazenave-Tapie Isoard, Fondo de Cultura Económica, México, 2014.
[9] Siempre y cuando no se haga en coordinación con el candidato, por
supuesto(Buckley v. Valeo 424 U.S. 1, traducida en: Patricia Villa, Rafael
Estrada Michel, Stefanie Ann Lindquist, “Buckley v. Valeo. Sentencia 424 U.S.
1. Corte de apelaciones de los Estados Unidos para el Distrito de Columbia”, Sentencias
relevantes de cortes extranjeras, núm. 10, 2016, p. 33).
[10] Owen M. Fiss, “El efecto silenciador de la libertad de
expresión”, Insomnia, 4 (abril), 1996, pp. 17-27.
[11] John Rawls, The Law of Peoples With the Idea of Public Reason
Revisted, Harvard University Press, Massachusetts, 1999, p. 139.
[12] Karl Polanyi, The Great Transformation, the Political and Economic
Origins of Our Time, Beacon Press, Boston, 2001, p. 156-157.
[13]
Friedrich Hayeck citado en Rodolfo Vazquez, Teorías
contemporáneas de la justicia, UNAM, México, p. 70.
[14] Daniel E. Ho y Frederick Schauer, “Testing the Marketplace of Ideas”, New
York University Law Review, Octubre 2015, p. 1161.
[19] Carlos Peña, “El sonido del dinero: el gasto electoral y la libertad de
expresión”, Estudios Públicos, número 87, Separata, Centro de Estudios
Públicos, Santiago de Chile, 2002, p. 148.
[20] En 1998 unos 2.8 billones de dólares se canalizaron a los candidatos, para
2014 la cifra había ascendido a 3.75 billones, según el National Institute in
State Politics.
[21] “Como
en efecto de los límites a las contribuciones electorales, las lealtades y las
contribuciones fueron trasferidas, inicialmente, desde los partidos o los
candidatos, a los PAC, los comités de acción política, organizaciones creadas
en 1943 por trabajadores y otros grupos de presión para esconder u ocultar a
grandes financistas (fat cats). Los
PAC permiten eludir los límites a las contribuciones al multiplicar
artificialmente la cantidad de donantes. En el período 1974-1984 se
multiplicaron de 608 a 4.009 y su contribución a los candidatos al Congreso
creció desde 22,6 millones de dólares el año 1976, hasta 111,5 millones el año
1984.La abogacía de temas específicos es otra forma de eludir los límites. La
promoción de temas específicos que no importan un llamado electoral directo escapa
al control de la FECA y supone un ámbito de absoluta desregulación.
Estimaciones indican que el año 1996 se gastó por esta vía una suma cercana a
150 millones de dólares. Para el año 1998, hay estimaciones de entre 275 y 340
millones de dólares. Como es obvio, no todo discurso político es propaganda
electoral y, por esa vía, hay discursos con fuerte impacto electoral carentes
de toda regulación.Además de lo anterior, se encuentra el soft money, el dinero blando. El concepto de dinero blando reposa
sobre la distinción entre procesos federales y procesos nacionales. El dinero
blando es dinero que se canaliza en los procesos de cada estado que no poseen
significación directa desde el punto de vista federal; aunque sí poseen una
gigantesca influencia desde el punto de visa del proceso político. Este tipo de
dinero -asociado a procesos electorales federales por la vía, por ejemplo, de
invertirse en objetivos nacionales que interesan al candidato federal- no tiene
límite alguno desde el punto de vista de su contribución. En fin, en el sistema
electoral ha sido posible observar todavía el surgimiento de múltiples
organizaciones sin fines de lucro que captan recursos y promueven ideas bajo el
amparo de la primera enmienda, y que, al no estar constituidos como PAC,
escapan el control de la FECA.” F. Sorauf, “What Buckley Wrought” (1999),
citado en ibid., p.148.
[25] Joseph Stiglitz, People, Power, and Profits:
Progressive Capitalism for an Age of Discontent, W. W. Norton and Company
Inc., Nueva York, 2019, p. 77.
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Editorial, 2019.
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