Justicia transicional y violencia criminal

¿Es posible que el conjunto de los esfuerzos por alcanzar la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición pueda atajar el ciclo de violencia que se vive en México?

Texto de 27/12/23

Muchacha con camisa blanca de manga larga acostada sobre hojas secas

¿Es posible que el conjunto de los esfuerzos por alcanzar la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición pueda atajar el ciclo de violencia que se vive en México?

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No es casualidad que en un país convulsionado por la violencia, en donde las violencias se han convertido en algo cotidiano y habitual, la justicia transicional (JT) tenga hoy una enorme resonancia y aparezca en el centro de la discusión sobre los posibles caminos a la recuperación de la paz. Después de todo, al pregonar la interrupción de ciclos de impunidad vinculados con violaciones masivas de derechos humanos, la JT pareciera perfilar una ruta de cierre al ciclo de violencia extraordinaria que ha marcado la historia reciente de México. ¿Podría entonces la JT contribuir a atajar las violencias que hoy enlutan a nuestro país?, ¿cuál podría ser su contribución real?

Cuando hablamos de justicia transicional nos referimos al conjunto de esfuerzos que buscan abrir cauce a la verdad, a la justicia, la reparación y la no repetición en sociedades que han sido sacudidas por un pasado de violaciones masivas de derechos humanos.

La JT tiene sus raíces en los tribunales militares de Núremberg y Tokio establecidos al final de la Segunda Guerra Mundial por las potencias aliadas. En esta experiencia de justicia de los victoriosos, 22 políticos y militares alemanes, y 9 líderes políticos y 18 autoridades militares japoneses fueron juzgadas por crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos en el contexto de la guerra. Si bien los cargos por crímenes de lesa humanidad contemplaron violaciones que habían sido perpetradas antes o durante la guerra, durante un largo tiempo el derecho internacional penal quedaría asociado a la experiencia de la guerra y permanecería en un largo impasse. No sólo eso, durante más de tres décadas los vientos de la Guerra Fría frenaron el avance de los derechos humanos y contribuyeron a mantener en el letargo a la justicia transicional. Pero hacia el fin de la Guerra Fría la JT reaparece y desempeña un papel de primera importancia en el resurgimiento de los derechos humanos. En efecto, el derecho penal internacional figuraría de manera importante en la agenda de las transiciones a la democracia que tuvieron lugar en América Latina y en Europa del Este a finales de los ochenta y principios de los noventa. La JT reaparece entonces como un instrumento fundamental en los esfuerzos que dichas sociedades emprendieron para hacer frente a los delitos y abusos de derechos humanos cometidos por los regímenes del pasado.

¿Cómo proceder con las autoridades y los agentes responsables de las atrocidades? ¿Cómo atender los agravios de las víctimas? ¿Recordar u olvidar los horrores del pasado?

Aunque la naturaleza de cada transición definió los márgenes de estos procesos —con Argentina contando con un margen de acción excepcional gracias a la derrota del gobierno militar en la guerra de las Malvinas— tanto en Europa del Este como en América Latina o Sudáfrica el cambio de régimen parecía abrir una ventana de oportunidad.

Las diferentes herramientas, formales, legales e informales que hoy asociamos con la justicia transicional fueron entonces echadas a andar en un esfuerzo que buscó encauzar y anclar a las nuevas democracias en un nuevo pacto de derechos humanos. En este recorrido, una serie de preguntas cobraron relevancia: ¿qué hacer ante los crímenes más atroces del Estado (que en estas experiencias había sido la principal fuente de violencia)? ¿Cómo proceder con las autoridades y los agentes responsables de las atrocidades? ¿Cómo atender los agravios de las víctimas? ¿Recordar u olvidar los horrores del pasado? y ¿cuáles podrían ser los riesgos de proceder de una u otra manera?

Los problemas y desafíos que estas preguntas plantearon, las circunstancias que en uno y otro caso le fueron dando forma y las diferentes vías por las que una y otra sociedad intentaron encararlos han perfilado y definido lo que hoy llamamos justicia transicional. Es decir, el conjunto de medidas administrativas, legales y judiciales, así como las prácticas informales con las que distintas sociedades intentaron llegar a la verdad, acceder a la justicia y la reparación y asegurar la no repetición. Detrás de estos esfuerzos y de estas medidas estaba una premisa clara: sólo con un proceso comprometido con estas metas se podría atajar la impunidad y trascender la violencia del pasado.

Estos esfuerzos decantaron en diversas formas institucionales: comisiones de la verdad abocadas a documentar y analizar las atrocidades, lustraciones encaminadas a depurar instituciones públicas, reformas institucionales de gran calado, particularmente en el sector seguridad, juicios penales (internacionales o nacionales), amnistías que buscaron reducir o extinguir la acción penal en contra de perpetradores, programas de desmovilización, desarme y reintegración de combatientes y/o comisiones de búsqueda de personas desaparecidas.

En el estudio de estas experiencias de justicia transicional se perfilaron al menos dos grandes lecciones íntimamente relacionadas entre sí. Por un lado, la apuesta de que la JT traería aparejados grandes dilemas y desafíos. De ahí que para poder navegar las corrientes inciertas de estos procesos se requeriría no sólo de audacia, sino de una gran habilidad política. Pero además la puesta en marcha y activación del conjunto de medidas asociadas a la JT debía contar con una especie de brújula moral. Si bien no era posible predecir un orden o secuencia que pudiera asegurar su éxito o fracaso, estas primeras experiencias dejaron ver la importancia de la consistencia en su aplicación para poder propiciar su sinergia. En efecto, aunque en la práctica la armonización de estas medidas supone enormes desafíos, la falta de concordancia y sinergia puede terminar por invalidarlas, descarrilar el proceso de JT y poner en riesgo la transformación del régimen en transición.

La activación y despliegue de estas medidas dio lugar a procesos cuyo resultado varió, como se dijo, en función del tipo de transición y de la consecuente capacidad de movilización de las víctimas de la violencia. En esta primera ola de JT, liderada por las experiencias de Argentina y Alemania del Este, el Estado, que había figurado como actor central de las violaciones del pasado, se perfiló como uno de los motores fundamentales del cambio impulsado por la JT. Con el enjuiciamiento de miembros de las élites militares y/o autocráticas, así como una serie de medidas legales, judiciales y administrativas y desde luego reformas institucionales se procuró el acceso a la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas. No obstante los múltiples dilemas y dificultades con los que toparon estos procesos en América Latina y Europa del Este, su éxito relativo suscitó un gran optimismo en torno a las posibilidades de la JT.

Estas expectativas no sólo llevaron a ampliar la agenda relativamente acotada de las primeras experiencias, sino a extender su campo de aplicación a otros terrenos, más allá de las transiciones a la democracia. Al impulsar transformaciones sociales y políticas de gran calado, la JT había contribuido a atajar e incluso superar situaciones de violencia y violaciones masivas de derechos humanos a manos de agentes del Estado, de hecho, nada parecía impedir que sus mecanismos pudieran también contribuir a remontar episodios de violencia extraordinaria en otros contextos. Esa fue, esquemáticamente, la lógica que llevó a su importación a otras transiciones como las que tienen lugar entre una situación de conflicto armado y un escenario de paz.

Con esta modificación del contexto dio inició un segundo periodo de la JT que conllevó también una ampliación importante de sus metas, desafíos y dilemas. Pero al concebirla como posible ruta de salida de escenarios de violencia extraordinaria, habitados por múltiples actores, estatales y no estatales, sus objetivos se tornaron cada vez más ambiciosos e incluyeron transformaciones y agendas más profundas, incluida la construcción de paz. El problema es que al trasladar el horizonte normativo de la JT a otros contextos— como son los escenarios de guerra y de violencia masiva y criminal en marcha como la que hoy impera en México— se prescindió cada vez más de una de sus premisas básicas: la idea de un proceso que tendría lugar en una transición consumada, aunque no completamente consolidada.

Organizaciones internacionales, incluida la ONU, así como organizaciones de derechos humanos y de seguimiento y análisis de conflictos desempeñaron un papel central en la introducción de la JT a estos otros contextos. No sólo eso, al hacer suya esta justicia tendieron a burocratizarla y a difundir la idea de la JT como una “caja de herramientas” cuyos instrumentos debían ser utilizados sin importar especialmente el contexto. La JT como fórmula para intentar disminuir o incluso eliminar violencias generalizadas y en curso y dar la vuelta a un pasado de atrocidades fue la clave de esta interpretación que quedó entonces plasmada en los manuales de agencias internacionales y no gubernamentales.

Sin embargo, en el terreno los conflictos y las violencias se habían multiplicado, el Estado no era ya el principal agente de la violencia, compartía ahora el escenario con muchos otros actores no estatales, que además de grupos armados, incluían también a grupos criminales, muchos de ellos también fuertemente armados y con bases sociales. No sólo eso, la magnitud y el carácter de la violencia también habían cambiado y se trataba además de una violencia en marcha, que no parecía cesar.

En estas condiciones los dilemas de la JT inevitablemente se agudizaron. La difícil tarea de distinguir entre víctimas y perpetradores se tornó más complicada. Con la presencia de más actores (y no sólo agentes del Estado) implicados en la violencia y las violaciones de derechos humanos, los desafíos de navegar los dilemas entre justicia, estabilidad y paz se exacerbaron.

“los elementos básicos de las violencias han cambiado en el tiempo y han modificado también los códigos y lógicas de la impunidad.”

¿Qué importancia tiene todo esto para el cometido de la JT? En su primera etapa, la JT vino a quedar asociada a una idea básica: al abatir la impunidad por violaciones graves de derechos humanos, la activación de mecanismos de verdad, justicia y de reforma institucional impedirían su repetición y contribuirían así a atajar la violencia. En esta lógica la violencia y las atrocidades no son sino consecuencia de cuotas de impunidad ¿Pero podría la JT cortar los ciclos de impunidad político-criminal y detener los ciclos de violencia criminal?

Como sabemos, en las atrocidades que cargamos a cuestas, se suman los legados de impunidad del pasado autoritario priista y las violencias e impunidad incubadas y propagadas a la sombra del narcotráfico. Tenemos pues una herencia onerosa de impunidad política y de innegables y enormes asignaturas pendientes en la procuración de justicia y la construcción de instituciones de policía.

Es cierto, como sugieren muchos, que los abusos y atrocidades de políticos o criminales no serían posibles sin el cobijo de esta enraizada impunidad. Pero no sobra repetir que los elementos básicos de las violencias han cambiado en el tiempo y han modificado también los códigos y lógicas de la impunidad. Las drogas y los mercados ilícitos no figuraban en las décadas de la violencia política y social y de la impunidad autoritaria. Sin duda la incapacidad de investigar, procesar y castigar homicidios y atrocidades ha sido un factor importante en la escalada de la violencia criminal. Y no es descabellado pensar en la presencia de vasos comunicantes que permitan explicar una posible continuidad entre las violencias del pasado y del presente. Pero el impacto de las políticas punitivas de control de drogas en las dinámicas y complejidades de la violencia actual y en la gigantesca impunidad criminal tampoco parece trivial. Suponer que al poner fin a la larga y onerosa impunidad política se pondrá fin a la impunidad criminal y a sus violencias es no entender la fuerza de los mercados ilícitos—vía su impacto corrosivo en los sistemas de justicia y en las policías —como generadores y multiplicadores de impunidad. De ahí que el legado de impunidad priista sea quizás una condición necesaria, pero desde luego no suficiente para explicar la violencia actual.

No hace falta insistir en la inmensa responsabilidad política acumulada tras décadas de desdén, desinterés y uso político de las instituciones de justicia y seguridad. Y no hace falta repetir que la urgencia de acceder a la verdad, de dejar registro de los hechos e hilar las voces de las víctimas es una demanda que no cesa, ni cesará. Como se ha mencionado, los esfuerzos para impulsar la JT en México tienen hoy lugar en medio del cruce de violencias criminales y político-criminales. Y, como ha ocurrido en Colombia, es posible que estos esfuerzos nos permitan acercarnos a alguna forma de la verdad. Pero en México, como en Colombia, los escenarios turbios de la violencia criminal plantean preguntas ineludibles sobre la capacidad del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho penal internacional para romper los cotos de impunidad criminal y poner freno a estas violencias y a sus atrocidades. EP

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