Cuatro caminos: Una experiencia reciente de los indios de Chiapas

Jan de Vos escribe sobre una experiencia con con los indígenas en Chiapas.
Recuperamos este texto publicado en el número 100 de Este País.

Texto de 09/04/22

Jan de Vos escribe sobre una experiencia con con los indígenas en Chiapas.
Recuperamos este texto publicado en el número 100 de Este País.

Tiempo de lectura: 9 minutos

“There is something rotten in the state of Chiapas”. Nadie puede negar la realidad a la que refiere la famosa frase de Hamlet adoptada y adaptada para el caso. Es decir que todos estamos de acuerdo que gente, flora y fauna de Chiapas pasan actualmente por una crisis de dimensiones nunca vistas antes. Digo: “gente, flora y fauna”, porque no se trata sólo de la descomposición alarmante del tejido social. También, la naturaleza, en especial el bosque tropical, sufre una acelerada e irreversible destrucción.

En esta breve intervención sólo la crisis humana –y particularmente la indígena– será objeto de nuestra atención. Ya se hicieron muchos diagnóstico para identificar y explicarla, y no be sentido repetirlos. Propongo para esta ocasión un acercamiento desde el punto de vista de un historiador interesado en los procesos de larga duración. Llevo algún tiempo estudiando la trayectoria de la sociedad chiapaneca desde su nacimiento a mediados del siglo XVI. Dada esta deformación profesional, me es imposible someter la crisis actual a un tratamiento analítico sin incluir en mi diagnóstico la “historia clínica del mal”.

Una manera de dar a la crisis chiapaneca su dimensión histórica es la de dividir ese pasado de larga duración en tres grandes partes. Invito a imaginarlas como las tres hojas de un tríptico pintado a la manera de los primitivos flamencos. En la hoja central aparecería la mayor parte de la historia de Chiapas, y en las dos hojas Laterales la segunda mitad del siglo XVI, por un lado, y la segunda mitad del siglo XX, por el otro.

“Una manera de dar a la crisis chiapaneca su dimensión histórica es la de dividir ese pasado de larga duración en tres grandes partes. Invito a imaginarlas como las tres hojas de un tríptico pintado a la manera de los primitivos flamencos”.

¿Por qué este ordenamiento? Veo a la sociedad chiapaneca atravesar dos veces por una tremenda crisis, la primera durante la segunda mitad del siglo XVI, la segunda desde mediados del presente siglo. Entre estos dos periodos de gran turbulencia sociocultural se extienden los 350 años de relativa calma logrados gracias a la imposición de la paz hispánica colonial y la pax mexicana neocolonial. Volviendo a nuestro tríptico, se percibe mucho movimiento a la izquierda y a la derecha, y no tanto en el centro.

Utilizo la palabra “movimiento” a propósito porque expresa perfectamente lo que quiero explicar. En casi todas las lenguas que conozco, posee dos sentidos que no se excluyen pero tampoco se mezclan necesariamente. Sensu stricto, indica un cambio, sea de un lugar físico a otro, sea de un estado mental o emocional a otro. Sensu lato, expresa un cambio de situación que trasciende la esfera individual y se lleva a cabo a través de un esfuerzo colectivo y organizativo. Me refiero a los dos significados cuando digo que veo “moverse” a los indígenas de Chiapas en las dos hojas laterales del tríptico.

En el siglo XVI este “movimiento” fue inducido por el programa civilizatorio de los frailes misioneros conocido como “reducción a poblado”. Para los indígenas de Chiapas, igual que para los de otras regiones de México, este proyecto provocó una crisis que duró por lo menos medio siglo. La llamada reducción no se limitó a un traslado físico, seguido por la congregación en un nuevo núcleo de población. Fue también, y sobre todo, una reducción del horizonte sociocultural autóctono al modelo impuesto por los españoles. Se trata de una alteración cuya profundidad y extensión han sido ampliamente comentadas pero sigue retando nuestra imaginación.

Aún más estudiado es el largo periodo de dominación colonial y neocolonial que sucedió al reajuste del siglo XVI. Con mucha paciencia e imaginación, los indígenas de Chiapas lograron mantener y desarrollar ese sistema holístico de vida social que ellos suelen llamar la “Costumbre”. En ella, lo religioso era fundamental pero estuvieron integrados también lo económico y lo político. Gracias a ella las comunidades adquirieron una gran cohesión, a diferencia de la población mestiza que carecía de una estructura moral y social comparable a la indígena.

La Costumbre pasó por múltiples ajustes a lo largo de la época colonial y experimentó cambios significativos durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Pero no dejó de servir como mecanismo para asegurar el funcionamiento de la comunidad y su relación con el mundo exterior. Fue esta Costumbre la que a mediados del siglo XX entró en crisis junto con las comunidades mismas que sostenía. Las causas fueron tanto internas como externas. Entre las primeras figuraban, como las dos caras de la misma medalla, el aumento de la población y la creciente escasez de tierra. La explosión demográfica amenazó con romper el tradicional tejido social. La Costumbre perdió su poder y capacidad de regulación. Después de 350 años de relativa estabilidad, se anunciaron, pues, tiempos agitados.

En el mismo momento en que la crisis empezó a manifestarse desde dentro, varios factores externos vinieron a agravar la situación ya de por sí precaria. Algunos eran económicos y políticos, otros de orden ideológico. Fue a partir de mediados del siglo XX que el gobierno federal mexicano descubrió la inmensa riqueza almacenada en el suelo y subsuelo chiapanecos. Empezó entonces la exploración, y después la explotación, de cuatro recursos naturales de gran importancia: las maderas preciosas de sus selvas, la fuerza hidroeléctrica de sus ríos. el hidrocarburo de sus mantos petrolíferos y, last but not least. la materia prima del siglo XXI por excelencia: la biodiversidad.

Estos recursos tenían todo un enorme valor comercial, pero los últimos tres poseían además un alto valor estratégico. El azar quiso que se encontraran sobre todo en regiones pobladas por comunidades campesinas indígenas. No sólo el gobierno federal, sino también el capital transnacional no podían permitir que aquellas entraran a causar problemas.

Y eso fue precisamente lo que sucedió. Las comunidades indígenas asentadas en las regiones estratégicas –algunas desde hace siglos, otras desde hace algunos años debido a una muy reciente colonización– empezaron a “moverse” en busca de una salida de su crítica situación. Cincuenta años después, la agitación aún no termina y la razón de tan prolongada turbulencia es triple: la creciente capacidad de las comunidades para formular sus necesidades y exigir solución a ellas; la creciente incompetencia de las autoridades estatales y nacionales para dar una solución política a estas demandas: y la creciente presencia de organizaciones no gubernamentales con el fin de redimir a la población indígena de su marginación y, de paso, llenar los espacios políticos dejados abiertos por el gobierno.

La historia reciente de las comunidades indígenas de Chiapas es en buena parte la de los múltiples y complejos encuentros-desencuentros con los otros dos protagonistas del triángulo: los redentores venidos de fuera y los gobernantes que les tocó sufrir. Para escribirla están disponibles varios modelos de explicación y para cada uno de ellos diversos estilos de presentación. Una manera de hacerlo es a través de una imagen usada con frecuencia por los mismos indígenas chiapanecos: la de los cuatro caminos –chaneb sbelal, en tzeltal. Me fue comunicada por uno de ellos que me aseguró haberlos caminado todos al mismo tiempo.

Para mi interlocutor los cuatro caminos tenían todos nombre y apellido. Los nombres pertenecían a los movimientos en los cuales había tenido un puesto de alta responsabilidad: Skop te Dios (la Palabra de Dios). Kiptik ta lekuptesel (Unidos para Nuestro Progreso). Slop (la Raíz) y Ejército Zapatista. Los apellidos eran los de las instituciones redentoras que le habían abierto y facilitado cada sendero: la diócesis de San Cristóbal de Las Casas, la Unión del Pueblo, la Línea Proletaria, las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional.

Se trataba, obviamente, de una experiencia muy particular que sólo era aplicable a un momento y a un lugar específico: la década antes del estallido de la rebelión zapatista en Las Cañadas del municipio de Ocosingo. Además de particular, era personal y eso en dos sentidos. No sólo mi interlocutor había sido un líder destacado en las cuatro organizaciones por él mencionadas, sino que esta posición tuvo que ver directamente con relaciones de amistad que había establecido con mestizos que asimismo ocupaban un alto rango en las mismas.

“Quitando todo lo particular y personal a la experiencia del caminante tzeltal, la imagen de los cuatro caminos puede servir, en mi opinión, como clave para interpretar la excepcional movilización que experimentó, en este último medio siglo, una buena parte de la población indígena chiapaneca”.

Quitando todo lo particular y personal a la experiencia del caminante tzeltal, la imagen de los cuatro caminos puede servir, en mi opinión, como clave para interpretar la excepcional movilización que experimentó, en este último medio siglo, una buena parte de la población indígena chiapaneca. Digo una buena parte, porque sería una generalización indebida afirmar que todos los indígenas de Chiapas escogieron esta manera de “moverse”. Y también sería una simplificación injustificada decir que los que así “se movieron” lo hicieron necesariamente por los cuatro caminos y menos aun, al mismo tiempo.

La Propia Raíz, la Palabra de Dios, la organización y la vía armada fueron, pues, las cuatro salidas que una parte de la población indígena de Chiapas escogió para buscar una solución a su apremiante situación. Lo hizo de manera a veces selectiva, a veces sucesiva, nunca inclusiva y total. Lo hizo también por decisión propia, no como meros objetos dizque manipulados desde fuera y desde arriba. Pero contó con el apoyo y la orientación de individuos y grupos que pertenecían a las instituciones no gubernamentales arriba mencionadas.

Entre éstas llama la atención la preponderancia de la diócesis de San Cristóbal encabezada por el obispo Samuel Ruiz García. Sus agentes pastorales estuvieron activos tanto en las tareas estrictamente religiosas como en la labor organizativa y en la toma de conciencia política y cultural. Es decir que en tres de los cuatro caminos se dedicaron a caminar junto con los indígenas, aunque nunca dejaron de poner la evangelización propiamente dicha en primer lugar.

Sería una equivocación pensar que hubo entre ellos unanimidad en cuanto a estrategias y tácticas. Al contrario, la trayectoria de la diócesis de San Cristóbal pasó por varias etapas y conoció algunas dolorosas rupturas. Una de ellas fue la división de la llamada “zona tzeltal” en dos equipos que hasta la fecha siguen operando de manera descoordinada. Tenía que ver con la tradicional diversidad espiritual que existe entre las congregaciones religiosas, pero también con serios desacuerdos sobre la labor pastoral a seguir.

Aún mayores diferencias tuvieron los activistas de izquierda que en varias oleadas llegaron a Chiapas en las décadas de los setenta y ochenta. Sin embargo, eso no impidió que las comunidades que aceptaron su asesoría asimilaran elementos de organización y toma de decisión colectivas que ahora son características de muchas comunidades.

También el camino de la Propia Raíz es en realidad un conjunto de senderos que van en la misma dirección pero corren más o menos paralelos, aunque a veces llegan a cruzarse. Cada comunidad indígena es un mundo en cuanto a tradiciones se refiere. Y uno se pregunta si no hay más elementos de separación que de unión entre los pobladores de una comunidad tradicional de Los Altos y un ejido recién fundado en La Lacandona, aunque hablen la misma lengua mayense. Otra diferencia, generalmente poco estudiada, es la que prevalece entre los miembros de una comunidad autónoma y los de una ranchería que vive en la sombra de alguna finca.

En cuanto a la vía armada, hay que evitar la confusión que no pocas veces se ha hecho entre la tradicional autodefensa y la reciente insurgencia. La primera siempre ha existido entre los campesinos chiapanecos con el fin de contrarrestar el continuo acoso de guardias blancas o policías estatales al servicio de finqueros omnipotentes y autoridades corruptas. Allí la ayuda de algunos agentes pastorales y activistas políticos en los años setenta y ochenta no puede excluirse del todo. Pero la iniciativa de transformar esos esfuerzos defensivos en un ejército ofensivo es la exclusiva responsabilidad de los guerrilleros de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional. La oferta no llegó a concretarse en 1974, pero todos sabemos ahora cómo y por qué tuvo éxito diez años más tarde.

La vía armada fue para los indígenas la cuarta y última opción, tanto en el tiempo como en el abanico de posibles alternativas para salir de la crisis. Las comunidades que aceptaron la invitación de los guerrilleros se habían movido previamente por los caminos de la Palabra de Dios, la Organización, la Propia Raíz. Eran gente que en medio de su pobreza y aislamiento habían logrado un respetable nivel de reflexión y organización. No tomaron las armas a la ligera sino conscientes de la miseria que la violencia armada podría traer para la gente. Aún estaba viva en la tradición oral la suerte de rebeliones pasadas con su secuela de pacificación militar y hambruna. También estaba presente, en el país vecino de Guatemala, la terrible guerra civil, como un aviso continuo e inmediato.

A pesar de estas señales negativas siguieron adelante con los preparativos bélicos. Más allá del deseo de salir de su pobreza o la fascinación por el neozapatismo, su determinación provino de un profundo desencanto causado por los engaños y represiones por parte de las autoridades. Los diez días de enfrentamientos militares fueron suficientes para hacerlos caer en la cuenta de que el cuarto camino tampoco ofrecía una salida. Desde entonces están improvisando y exploran con bastante éxito una quinta vía que podríamos llamar la de la comunicación.

“El drama chiapaneco ya lleva cincuenta años de duración en el escenario mexicano y aún no encuentra su desenlace”.

Este nuevo camino los ha llevado a la mesa de San Andrés y a los foros nacionales e internacionales. También les ha confirmado que tuvieron razón en desconfiar desde el principio en las promesas y maniobras del gobierno. El drama chiapaneco ya lleva cincuenta años de duración en el escenario mexicano y aún no encuentra su desenlace. Por un lado está un pueblo que sigue empeñado en “moverse”, y frente a él un gobierno que carece del talento político para entender esa nueva movilidad y no quiere ni puede darle cauce. Al contrario, hace todo lo posible para pararla, neutralizarla o desviarla.

Me temo que esa sea una misión imposible. Los indígenas de Chiapas, y junto con ellos mucha gente contactada y contagiada por la quinta vía de la comunicación, están decididos a seguir moviéndose. En un texto muy enigmático, y tal vez por eso poco leído y citado, el subcomandante Marcos trató de dar a ese testarudo caminar su fundamento religioso muy sui generis. Lo hizo probablemente porque sabe que los insurgentes zapatistas son, al fin y al cabo, rebeldes indígenas. Y los indígenas son, antes que nada, hombres y mujeres profundamente religiosos.

Es la historia de Vot n e Ik’al, los dioses que sólo sabían dar vueltas por la noche, hasta que decidieron moverse juntos: “Desde entonces caminan con preguntas y no paran nunca, nunca se llenan y se van nunca. Así aprendieron los hombres y mujeres verdaderos que las preguntas sirven para caminar, no para quedarse parados así nomás. Y, desde entonces los hombres y mujeres verdaderos para caminar preguntan, para llegar se despiden y para irse saludan. Nunca se están quietos.”. EP


* Texto publicado en 1999

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